01-02-2008 - Huellas, n. 2

Un bien innegociable

Para que el hombre viva
Una provocadora propuesta de moratoria contra el aborto desencadena en Italia una batalla mediática. ¿Se trata sólo de una cuestión ética? Un importante neonatólogo explica de qué manera abordar el problema respetando la razón y dejando hablar a los hechos

a cargo de Paolo Perego

Han pasado ya treinta años desde la promulgación en Italia de la famosa Ley 194 relativa a la despenalización del aborto. La provocadora propuesta de Giuliano Ferrara, director del diario Il Foglio, por la que, siguiendo la moratoria contra la pena de muerte votada en la ONU, ha pedido el 17 de diciembre de 2007 una moratoria contra el aborto –el “homicidio perfecto”, como él lo llama– ha desencadenado una algarada de opiniones y juicios que han llenado la prensa italiana en este último mes. Ante la afirmación del Papa, para quien «las nuevas fronteras de la Bioética no imponen una elección entre la ciencia y la moral, sino que más bien exigen un uso moral de la ciencia», y ante su deseo de que se estimule el diálogo sobre el «carácter sagrado de la vida», muchos intelectuales, políticos y científicos han reaccionado acusando a la Iglesia de ingerencia en el mundo laico, de mojigatería y de estar en contra de la modernidad. Hablamos de todo esto con Carlo Valerio Bellieni, neonatólogo del Policlínico Universitario “Le Scotte”, de Siena.

Mientras en Italia se recrudece la polémica, en el servicio que usted dirige se investiga para mantener con vida a los niños nacidos prematuramente...
Ocuparse de los niños prematuros es un trabajo fascinante. Permite ver por un lado cómo progresa la Medicina y, por otro, cómo este progreso resulta incómodo. En los años 60 moría el 90% de los niños que nacían prematuramente con un peso inferior a un kilo. Hoy muere sólo el 10%. El porcentaje del 90% de aquel periodo corresponde, en la actualidad, al porcentaje de los prematuros nacidos en la semana 22 que no consiguen sobrevivir. Ahora se dice: como mueren 9 de cada 10, hay ensañamiento terapéutico. Si hubiesen dicho lo mismo de los niños por debajo de un kilo en los años 60, la Medicina no habría dado los pasos de gigante que ha dado.

¿Qué ha cambiando desde entonces?
Se han dado tres pasos importantes. En primer lugar, hoy es posible dar a las madres un tipo de cortisona antes del parto para estimular el desarrollo de los alvéolos pulmonares del niño. En segundo lugar, podemos administrar a los niños una sustancia que se llama surfactante para favorecer la maduración de los pulmones. Tercero: se han inventado microsistemas para introducir en las venas de los neonatos líquidos y otras sustancias como antibióticos, para mantenerlos con vida. Esto era impensable en los años 60, pero si hubiesen decidido no reanimar a los que estaban por debajo de un kilo porque muchos morirían... no existirían estas novedades, y muchos padres no serían padres.

Por lo tanto, la investigación es necesaria. ¿Quién la frena?
Nos encontramos aquí con un primer problema: si se piensa en poner barreras a la investigación científica sobre la base de algunos criterios que no son científicos, se bloquea la investigación misma. La opinión de la Iglesia es totalmente distinta: la investigación científica debe avanzar siempre. El único límite que debe existir es la dignidad de la persona. Si yo quiero hacer un experimento con un paciente enfermo y él no está de acuerdo, no debo hacerlo. Punto. Pero eso no es un impedimento, se trata sencillamente de respeto.
Poner obstáculos a los cuidados de los niños pequeñísimos sí que es bloquear la ciencia. Consideremos por ejemplo la espina bífida, una enfermedad para la cual el Protocolo de Groeningen predica la eutanasia: si los fondos empleados en hacer propaganda de la eutanasia se utilizasen para hacer propaganda del único sistema que funciona para prevenir la enfermedad, es decir, suministrar ácido fólico a las madres embarazadas, no existirían espinas bífidas. Ahora bien, para la investigación científica, ¿es más lógico eliminar a los niños o curarlos? Si los eliminamos no aprendemos a curarlos. Lo mismo vale para el síndrome de Down: se hace una investigación sistemática del niño Down antes de nacer para eliminarlo, y no se gasta ni un euro en la investigación de la terapia de esta enfermedad. No se sabe si esta terapia existe o no, pero es necio no intentarlo.

¿Por qué no se intenta?
Porque es más fácil impedir que nazcan. En el tema del síndrome de Down hay un ejemplo muy claro. En los años 80 un niño que nació en EEUU con este síndrome fue dejado morir porque tenía una malformación en el esófago. Los padres dijeron: «No queremos que coma». Les respondieron que no era difícil cuidarle. Pero ellos no quisieron, y le dejaron morir. Después de este episodio la Corte Suprema americana emitió una sentencia que obligaba a tratar a un niño discapacitado exactamente igual que al no discapacitado. En la actualidad esto se está poniendo de nuevo en discusión.

¿En qué sentido?
En el sentido de que se están imponiendo dos criterios. El primero defiende que hay que medir la calidad de vida y, si la calidad de vida está por debajo de un cierto estándar, la vida no vale la pena ser vivida. El segundo defiende que esta decisión compete a los padres: los padres no sólo serían los tutores del niño, sino también sus dueños y, por tanto, si no se sienten con valor para criar a un niño con discapacidad, tienen derecho a pedir que muera. Parece algo terrible. Y sin embargo, en varios protocolos internacionales –sobre todo en Inglaterra– está reconocido que los cuidados pueden suspenderse cuando se está acercando la muerte, cuando el niño sufre de manera terrible o cuando los padres ya no pueden más.

¿Cuáles son los nuevos límites sobre los que se trabaja en la actualidad?
En los años 80 se pensaba que el niño podía sobrevivir a partir de la semana 26-27. En los últimos años hemos sabido que el niño puede sobrevivir siendo mucho más pequeño. En la actualidad, el límite teórico está en las 22 semanas de gestación. Esto no quiere decir que todos sobrevivan: ¡ojalá! Queda siempre un alto porcentaje que no lo consigue, y de los que viven, alrededor de la mitad tendrá alguna discapacidad. Pero para mí esto no es motivo para no intentarlo. Sobre todo no es motivo para no dar una oportunidad a todos los niños. Si tengo la certeza de que mi trabajo terapéutico no sirve para nada, no debo hacerlo. Pero si cabe alguna posibilidad, aunque sea de un uno por ciento, de que mi intervención pueda servir, entonces debo hacerla. Esto vale siempre para los adultos. ¿Por qué no ha de valer para los neonatos?

Es cierto, ¿por qué no ha de valer?
Hoy en día se está extendiendo la idea de que hay una edad de la vida, un tipo de vida que vale la pena ser vivida. Y es la que normalmente se conoce como “juventud”. No es la juventud tal como figura en el registro civil, sino la que tiene como característica la ausencia de responsabilidades y la posibilidad de moverse sin responder ante nadie. Este es el ideal de la vida. Antes se hablaba de juventud como de una edad entre los 15 y los 25 años, pero hoy culturalmente esta juventud se extiende a los años anteriores y a los posteriores. A los anteriores, porque los niños más pequeños imitan a los mayores para ser apreciados; a los posteriores, porque los que ya deberían ser adultos quieren sentirse más jóvenes, es decir, no tener ninguna relación estable con nadie, como un joven que se siente ley se sí mismo. Lo que no es “juventud” no vale nada: es mejor que muera. Niños, viejos y discapacitados. Estas tres categorías constituyen los parias de la sociedad actual, los esclavos, los nuevos perseguidos. Literalmente no valen nada. Hay filósofos que explican, por ejemplo, no sólo que el feto no es una persona, cosa ya de por sí absolutamente discutible, sino que tampoco lo es el niño de menos de un año: dicen que hasta el año de vida no hay autoconciencia y, por tanto, los niños no son personas. Se ha llegado a sostener que es justo matar al niño discapacitado para que los padres puedan, si quieren, tener otro y poder gozar de él. Hay incluso quien propone que si una mujer deja nacer a un niño después de haber sabido que tiene una discapacidad, pueda ser denunciada por maltrato. Existe sin duda un problema científico, pero también un problema cultural.

¿De dónde nace esta concepción?
De una mala educación: exceptuando a la Iglesia, ya nadie habla del valor de la persona. No tanto en términos religiosos, sino a partir de la experiencia. En las escuelas, por ejemplo, no hay nadie que eduque en la comprensión de la discapacidad: todas las clases han integrado a niños discapacitados, y esto es un mérito que hay que reconocer. Pero nadie educa en la forma de tratar a estas personas y en cómo comprender que su existencia es una posibilidad, es un bien para todos, no una desgracia. Se trata de un problema educativo. Lo demás son consecuencias.

Existe una gran ignorancia con respecto a estos temas, sobre todo con respecto a algunas prácticas...
Claramente. Pero el verdadero problema viene cuando nos ocupamos no de las cosas que “repelen”, que son los casos límite que nos horrorizan, sino de problemas más frecuentes, y que pasan, por decirlo de alguna manera, como hechos justificables. “Pobre niño”, escuchamos a menudo: «¿Cómo podemos poner en riesgo su felicidad sabiendo que tendrá el 50% de posibilidades de tener alguna discapacidad? Dejémoslo morir». Esto no nos repele: es un “discurso bonito”. Pero es todavía peor que lo que nos repele.
Y el siguiente paso es: ¿por qué no les reconocemos como “de los nuestros”? Es cierto, falta una educación. Existe además un problema psicológico fundamental, documentado en la literatura: se trata de la fobia hacia uno mismo. Las personas que no reconocen las posibilidades de los demás suelen ser personas que no han experimentado sobre ellas mismas ninguna oportunidad. Recientemente se ha realizado un estudio en Nueva Zelanda en el que se muestra que los neonatólogos que suspenden con más facilidad los cuidados a los neonatos son aquellos que tienen mayor miedo a enfermar. Esto hace intuir que uno tiene una mirada “buena” sobre los demás –no en el sentido de querer hacerse simpático, sino en el sentido de que les da crédito– si la experimenta sobre sí mismo.

¿Puede explicar esta última afirmación?
Mi equipo y yo hemos empezado estos últimos años a investigar en el campo del dolor del feto y del neonato sobre esta base: hemos visto que el feto siente dolor, y por tanto tiene derecho a no sentirlo, y tiene derecho a ser curado. Hemos hecho también estudios sobre el bienestar, hemos estudiado los campos magnéticos y los ruidos a los que se somete a los pequeños. Esto no lo había hecho nadie. El hecho de que en las incubadoras existan campos magnéticos diez veces más intensos de los que están permitidos ante la pantalla del ordenador no interesa a nadie. Justamente ahora estamos publicando un trabajo que muestra cómo estos campos magnéticos alteran la frecuencia cardiaca de los neonatos. Pero somos los únicos en el mundo. Hemos empezado a estudiar los reflejos de los niños dentro del vientre materno: cómo aprietan los ojos, cómo se asustan. O, incluso, cómo se acuerdan los hijos de las bailarinas de los bailes de sus madres durante el embarazo, o los recuerdos de los niños con madres que han tenido que hacer reposo durante el embarazo. Hemos entrado en un campo de investigación fecundísimo, partiendo de la hipótesis positiva de pensar que son personas como nosotros: no hablan como nosotros, no razonan como nosotros, no pesan lo mismo que nosotros, pero son exactamente iguales a nosotros. Y por tanto tienen derecho a ser tratados bien. Porque si yo voy al dentista y me saca una muela sin anestesia, primero me enfado, y después le denuncio. ¿Por qué, en cambio, se puede agujerear el tórax de un niño sin anestesia sin que nadie diga nada?

¿Puede decirse que existen fundamentos científicos para cambiar una ley de hace treinta años?
Por supuesto. La ley 194 dice claramente que el aborto no debe ser practicado, salvo en caso de peligro para la vida de la madre, desde que el feto tiene la posibilidad de una vida autónoma. Hoy en día el niño tiene la posibilidad de vivir fuera del vientre de su madre, siendo realistas, desde la semana 22. Sobreviven pocos: en Japón alrededor del 30%, aquí menos. Pero, sea como sea, algunos viven. Y como la ley no habla de “seguridad de supervivencia” sino de “posibilidad”, la posibilidad existe. El primer niño que sobrevivió habiendo nacido en la semana 22 tiene hoy 18 años. Sucedió en Toronto, Canadá. La ley 194 debería respetar la realidad de los hechos. Y si dentro de 10 años el nuevo límite para la viabilidad se establece en 18 semanas, la ley deberá respetar las 18 semanas. A mí la ley no me gusta. Es una ley que trata de forma distinta a dos personas, la madre y el niño, que deberían ser tratados por igual. Pero ya que existe, que se respete y se aplique hasta el fondo.

Parece que el principal problema es establecer una diferencia entre feto y niño. ¿Qué piensa usted al respecto?

El término “feto” es un término inventado. Se usa desde hace algunas décadas. Cuando los romanos hablaban de fetus se referían exclusivamente al niño: era el fruto, la progenie, no era el niño antes del nacimiento. Era un término poco usado, pero significa esto que he dicho. No tenían un término para hablar del niño antes del nacimiento. Más aún, promulgaron la lex caesarea para permitir a un niño nacer cuando su madre estaba muriendo: porque el niño tenía derecho a nacer aunque su madre muriera.
Hay dos cosas extrañas en la palabra “feto”. Una es que es un término neutro, no tiene masculino ni femenino. Justamente para subrayar la idea de “cosa”. Por no hablar de la asonancia con ciertas palabras como fétido (en referencia a un mal olor) o la misma palabra feto (para hablar de la fealdad de alguien). En inglés y en francés se escribe con diptongo, foetus, pero es una falsedad, una latinización excesiva (porque en latín se escribe fetus) para darle un sonido más áulico, más científico. Decir, por tanto, que alguien antes de su nacimiento vale menos que después de él es un problema que nos hemos planteado ahora. Antes uno “era” desde el momento de su concepción. Un ejemplo: hasta la llegada de los Médici, en Florencia y Siena el 25 de marzo, día de la Anunciación (es decir, de la concepción de Jesús), señalaba el inicio del calendario. El problema del feto y del niño es un embrollo. Se nos quiere hacer creer en la magia, es decir, que un individuo B pasa a ser un individuo A sólo porque con un toque mágico el aire entra en sus pulmones. Esto no es así.

En resumen, que alguien es persona si otro lo define como tal...
Siempre ha sido así, se ha hecho lo mismo con los negros, con los judíos. Decido que no eres una persona porque no me gustas. El problema no es ponerse a discutir si son 21, 22 o 23 semanas. El problema es comprender que uno existe. Y cuando uno existe tiene derecho a ser tratado y cuidado.
Nosotros tenemos miedo a esto, tenemos miedo a la vida, miedo a todo. Que suceda algo nuevo ya no se ve como una oportunidad inesperada. Lo único que aceptamos de la vida es lo que está programado. Lo demás no queremos ni saber que existe, debe desaparecer. Todo lo que no nos gusta debe desaparecer. No por maldad, sino por miedo. En cambio, cuando no se tiene miedo, por casualidad o por amistad –como en mi caso, recuerdo aun el día y la hora en que cambié mi forma de acercarme a los niños– brota la intuición de que puede haber un proyecto bueno en la vida. Entonces empiezas a comprender que todas las cosas forman parte de este proyecto, y no solo las que te gustan a ti.