La fe nace, por gracia, de la experiencia
Un vago espiritualismo sustituye la atención a la realidad y exaspera el subjetivismo. Entrevista a monseñor RinoFisichella, rector de la Pontificia Universidad Lateranense, sobre la revelación como don y la separación entre fe y razón
A cargo De STEFANO MARIA PACI
E l escritor francés Charles Péguy hablaba del respeto que se debe a la realidad, «el respeto religioso a la realidad soberana y maestra absoluta, a la realidad como viene, como se nos dada, al acontecimiento como se nos da». ¿Cuál es la importancia del dato sensible para la fe cristiana?
Nosotros somos el pueblo por el cual el Verbo se ha hecho carne. Los sentidos tienen una importancia capital en la vida de la fe. Nuestra religión es la religión del ver, no sólo del escuchar, como era en cambio para los judíos. San Pablo dice que Cristo es Eikon, imagen del Dios invisible, y Eikon, en griego, tiene un significado contundente: quiere decir retrato. El retrato no es una representación teórica, sino una fotografía. Es volver a presentar la realidad.
Durante la lucha iconoclasta, cuando una parte de la Iglesia sostenía que no se podía representar el rostro de Cristo porque el Misterio es irrepresentable, hizo falta un Concilio para restablecer la verdad: puesto que Cristo se ha hecho carne, nosotros lo podemos ver. Entonces, la fe cristiana surgió como la fe del ver. Se ve el rostro de Dios crucificado y resucitado, a quien se puede mirar, lo cual indica la importancia de los sentidos en la fe.
Piense en lo que sucede en la culminación de la vida cristiana que es la Eucaristía, en todos los sentidos que están implicados en esta experiencia. La Eucaristía es un momento absolutamente sacro en el que cada hombre puede decir: «Yo toco, veo y me como a Cristo». Los sentidos son todo. Aunque después, delante del Misterio, como dice santo Tomás, los sentidos menguan: entonces queda la contemplación.
¿Me equivoco, o con frecuencia también en la Iglesia esta atención a la realidad ha sido sustituida por un vago espiritualismo, como si para vivir la experiencia cristiana hiciera falta separarse de la realidad y refugiarse en un intimismo exasperado?
Seguramente. Ha habido formas que han jugado mucho, incluso demasiado, con la emotividad. Se ha dado un exceso de emotividad que ha llevado a formas de un subjetivismo exasperado. Por ejemplo, se ha producido una falta de respeto hacia la forma concreta de oración de la Iglesia que es la liturgia. Hay oraciones que no tienen espesor teológico, profundidad ni espiritualidad, sino que están construidas sólo sobre un vago espiritualismo.
El Evangelio, en cambio, habla continuamente de hechos y experiencias concretas. Los doce primeros tuvieron la experiencia de un hombre que vivía con ellos, que caminaba con ellos, que comía con ellos y que decía que era Dios. Y lo relatan sin adornos literarios. Y de estas experiencias vividas nació la Iglesia. Mons. Fisichella ¿en qué medida es importante la experiencia para un cristiano?
Necesitamos la experiencia, porque la fe nace de la experiencia. La experiencia es una forma de conocimiento fundamental para el hombre. En el proceso cognoscitivo no se puede pasar por alto la experiencia, porque a través de ella el hombre comprende la realidad. Santo Tomás intuía esto cuando dijo: «Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu», el intelecto no puede elaborar una forma de conocimiento si antes no han percibido los sentidos.
Sí, los discípulos tuvieron experiencia de Cristo, vivieron con Él, escucharon el anuncio del Reino, vieron los milagros que realizaba. Compartieron todo, durante tres años, día tras día, con Jesús de Nazaret. Tuvieron un conocimiento del maestro de Galilea en el que todos los sentidos estaban implicados: lo veían, lo tocaban, hablaban con Él.
Pero hay que tener cuidado de no reducir la Revelación sólo a la experiencia que el hombre hace de ella. Porque la Revelación no es un producto del sujeto que la recibe, la Revelación es un don. Como explicaba el gran Hans Urs Von Balthasar, con cuyos textos me he formado, lo que prima es la actuación de Dios, no del hombre. Por eso creo que es fundamental la categoría del testimonio: puesto que existe la primacía de la intervención de Dios, yo me convierto en testigo de algo más grande que yo. No por casualidad los apóstoles, después de la Pascua, cuando anunciaban lo que habían visto y oído, decían: «Nosotros somos testigos». El testigo tiene experiencia de la gracia, tiene experiencia de la fe, tiene experiencia de Dios y de la Revelación; pero es consciente de ser testigo, sabe que en el centro ya no está su persona, sino eso más grande que se le ha comunicado.
El célebre filósofo francés Alaín Finkielkraut, judío y abanderado de la laicidad, me dijo una vez que el problema del siglo que acaba de terminar, el siglo de las ideologías, es que el hombre ha pretendido suprimir los datos que provienen de la experiencia. Al rechazar la realidad tal como se presenta ante nuestros ojos, deja de formarse una razón modelada sobre la imagen del mundo, y trata de construir un mundo sobre la imagen de la razón. En definitiva, si se eliminan la experiencia y la realidad, la ideología se convierte en un a priori que explica al hombre prescindiendo del dato sensible y, por tanto, encerrándolo en medidas que establecemos por nosotros.
Monseñor Fisichella, ¿cree que este error nace del hecho de que en nombre de una ideología se justifique el asesinato de millones de personas, como sucedió en el siglo pasado, pero de lo que, desgraciadamente, somos testigos aún hoy con los ataques a las Torres Gemelas y el terrorismo?
Es un proceso que empezó hace mucho tiempo, en lo que Juan Pablo II llama «la dramática separación». Es el proceso que se verifica después de la muerte de santo Tomás. Se empieza a separar la unidad fundamental que la Edad Media había alcanzado leyendo la realidad en una unión armónica entre la razón y la fe. Ockham, después Descartes, Kant, Hegel y Nietzsche crean una separación progresiva entre la fe y la razón, que antes estaban unidas en la lectura de la realidad. Poco a poco la razón se hace tan autónoma que quiere subordinar a sí misma incluso la fe, o bien la reduce a Noumeno, es decir, a algo que no puede ser conocido. Esto es un tremendo error. Descartes presenta la duda como elemento que caracteriza el conocimiento. Y nace el predominio de la duda; se pregunta incluso si está soñando o está viviendo realmente.
De ahí nace el gran proceso de división que ha tratado de convencer al hombre de que sólo existe lo que la razón produce. Por tanto, sólo la razón piensa. ¿Y la fe qué hace? La fe cree, se confía, en ella no existe posibilidad de conocimiento. Basta leer las intervenciones de nuestros maestros del pensamiento, como por ejemplo Eugenio Scalfari, para comprender lo viva que está esta concepción. Una concepción que hace del predominio de la razón la única forma de conocimiento. Sin tener en cuenta la naturaleza de la fe cristiana.
Dice san Agustín: si la fe no pasa también a través de la razón, no es fe. Es esta dramática separación lo que lleva a la debilidad de la razón y, por tanto, también a la debilidad de la fe.
En la Fides et Ratio, el Papa dice que la relación entre fe y razón es tan importante que no es verdad que donde existe una razón débil haya una fe fuerte. Por el contrario, una fe fuerte requiere una razón fuerte.
Es dramático, pero si no volvemos a una correcta concepción de la razón, los errores de los que somos testigos están destinados a perpetuarse.