El rostro del Padre
Su relación con Rubens. Una educación rígidamente calvinista. La búsqueda espasmódica de la propia identidad, reflejada en la representación casi maniática de sí mismo. Su muerte en absoluta pobreza junto a dos únicos cuadros: El regreso del hijo pródigo y Simeón con el niño Jesús
CRISTINA TERZAGHI
A la edad de catorce años, cuando aparece por primera vez su nombre en los registros de la universidad de Leiden, Rembrandt Van Rijn, estudiante de literatura, domiciliado en la casa paterna, quizá soñaba ya con coger la paleta y los pinceles. Esto es por lo menos lo que narran sus antiguos biógrafos. Es un hecho que el entusiasmo por las letras le duró poquísimo, y en el espacio de algunos meses encontramos a Rembrandt en el taller de un pintor. En aquel 1620 Leiden era casi totalmente calvinista, aunque la oleada iconoclasta, que en 1566 había provocado la destrucción de cualquier imagen de Cristo y de los santos, se había ya aplacado, y la ciudad estaba ahora llena de pintores y poblada de artistas a los que no les faltaba el trabajo. Además, en la vecina Amberes había un pintor que se había hecho tan famoso que estaba comprometido en continuas misiones diplomáticas entre España, Inglaterra y Holanda: se trataba de Rubens. Rembrandt emprendió una carrera que habría podido conducirlo a gozar de óptima fama, y así fue, al menos en los primeros tiempos, en los que no le faltaron honores. Pero su suerte fue totalmente distinta de la del Apeles de nuestro tiempo, como se llamaba al pintor de Amberes. La comparación con el gigante era inevitable para cualquiera que se deleitase con la pintura en los Países Bajos de comienzos del siglo XVII: Rembrandt no escapó a la suerte de todos sus colegas contemporáneos. Desde joven tuvo que espiarle a hurtadillas. Entre sus primeras obras figura una pequeña Cena en Emaús que dice mucho acerca de la relación entre ellos dos.
Cuando Rubens fue a Roma por primera vez no pudo sustraerse a la fascinación de Caravaggio. En 1616 realizó una pintura que representaba a Cristo apareciéndose a los discípulos de Emaús, desvelando su propia identidad mientras partía el pan. La obra, un gran retablo que se encuentra en la iglesia parisina de St. Eustache, representa un tributo de Rubens a las dos celebérrimas versiones pintadas por Caravaggio entre 1602 y 1606, y en particular a la que se encuentra ahora en la Pinacoteca de Brera. La escena se desarrolla en torno a una mesa preparada con profusión, con un grupo de sirvientes que están mirando, mientras los discípulos, reconociendo al maestro, prorrumpen en gestos de asombro, supremamente calibrados en Caravaggio, decididamente teatrales en Rubens.
La Cena en Emaús
Rembrandt no había dejado nunca los Países Bajos, e Italia no debía atraerle particularmente: siempre se opuso sustancialmente al clasicismo. La Cena en Emaús de Rubens debía serle sin embargo conocida, pues en Leiden y Ámsterdam circulaban muchos grabados de la pintura parisina. Él se sentía fascinado no tanto por la dimensión realista y cotidiana del episodio evangélico: una cena entre amigos, como la describían Rubens y Caravaggio, sino por el tema de la visión (según la lectura de Simon Schama en su bella biografía sobre el artista, recientemente publicada por Mondadori). La pintura de Rembrandt (hoy en París, Museo Jacquemart-André) no se detiene en describir los detalles de la comida: fruta, pan, vistosas servilletas, cacharros de peltre relucientes, transparentes vasos, etc. Todo el drama se concentra en cambio en el rostro atónito y espantado del discípulo que observa a Jesús, representado en un contraluz total, como si fuese un fantasma a punto de desvanecerse. Un Rembrandt que no tenía aun veinte años facilita aquí una de las más desconcertantes claves de lectura de su propia obra: el problema del yo ante el misterio de la existencia. No es una casualidad que se conozcan una treintena de Autorretratos del artista, sin contar aquellos insertos en pinturas que representan otros temas: una representación casi maniática de sí mismo, una continua y espasmódica búsqueda de su verdadera identidad. Se retrató con distintas vestiduras, pero siempre solo. Educado en una tradición rígidamente calvinista, Rembrandt se convirtió en maestro de la representación del hombre solitario en cuyo rostro penoso se refleja la pregunta sobre el significado de sí mismo y de la propia existencia, como demuestran por ejemplo algunas representaciones extraordinarias de san Pablo en la cárcel, el Apóstol más inclinado a la filosofía, según la tradición iconográfica; o de Jeremías presagiando la destrucción de Jerusalén. Todo lo contrario que el católico Rubens. Llegado a Mantua, feliz de encontrarse finalmente en Italia, se llevó consigo a su hermano Philip y se retiró en compañía de un grupo de amigos. Siempre llega la hora de un encuentro que nos devuelva un conocimiento más nítido de nosotros mismos. Para Rembrandt fue el día en el que se casó en Ámsterdam con Saskia, un vínculo que le llevaría a dejar definitivamente Leiden, a retratarse en un joven enamorado en el espléndido Autorretrato del Museo de Berlín y, finalmente, a incluir a Saskia en una de las muchas representaciones de sí mismo, en el personaje del hijo pródigo vividor, único autorretrato que aceptó compartir con otra persona. Saskia murió desgraciadamente de forma prematura, después de haber dado a luz a su hijo Titus, al que Rembrandt retrató con una indescriptible ternura en el bellísimo Retrato de Titus estudiando de 1655.
Revés de la fortuna
La muerte de su mujer fue causa de una serie de desventuras que hicieron caer a Rembrandt, chantajeado por una criada intrigante, en una extrema pobreza. El pintor más célebre de Ámsterdam se vio obligado a buscar alojamientos cada vez más miserables e incómodos en oscuros suburbios, ante la casi total indiferencia de los ciudadanos para cuyo ayuntamiento realizó, sin embargo, un bellísimo e incomprendido Juramento de los Batavos.
Pintó hasta el final, muriendo en absoluta pobreza junto a dos únicos cuadros, probablemente realizados sin un encargo preciso: El regreso del hijo pródigo y Simeón con el niño Jesús. Ningún Autorretrato esta vez. Asumen ahora el protagonismo dos figuras extraordinarias de ancianos: el padre misericordioso de la parábola evangélica y el fiel sacerdote. Si este fue su último cuadro, no es extraño pensar que con las palabras de Simeón se cerrase la afanosa búsqueda de Rembrandt: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu salvador».
Última esperanza
El 5 de octubre de 1669, en una mísera habitación en los suburbios de Ámsterdam, un diligente notario efectuaba el inventario de las pocas míseras cosas que pertenecían todavía al difunto Rembrandt Harmenszoon Van Rijn, el más grande pintor holandés del siglo XVII. De la rica colección de antigüedades que el artista había poseído en vida, y que se vio obligado a vender por un revés de la fortuna diez años antes, no queda casi huella en el documento notarial. Aparecen en cambio algunos muebles, instrumentos de trabajo y dos cuadros únicamente: El regreso del hijo pródigo y Simeón con el niño Jesús. Aquí comienza la historia de este lienzo que Rembrandt, sorprendido por la muerte, dejó en parte incompleto y que fue probablemente terminado por un discípulo. Es una obra que sorprende en primer lugar por sus dimensiones: casi dos metros y medio de alto por dos de ancho. Es el formato de esas pinturas que se encuentran habitualmente en las iglesias, sobre los altares de las capillas laterales. Sin embargo nadie se personó para reclamar este cuadro una vez desaparecido el artista. Lo había pintado únicamente para sí mismo, escogiendo el tema a su gusto, un caso cuanto menos infrecuente para un hombre que había pasado su vida entera trabajando sobre encargos. Rembrandt debía sentir una especial predilección por este tema. Lo demuestra un lienzo de 1636 en el que aparece un hijo pródigo vividor en una taberna en compañía de una bella dama y de un buen jarro de vino. Encontramos aquí un detalle significativo: la hermosa muchacha es en realidad su amada mujer Saskia, con la que se había casado hacía poco, mientras que el jovial caballero es el mismo pintor que en uno de los raros momentos de distensión escogió retratarse en el papel del hijo disoluto. Por otro lado, la comparación de nuestra pintura con un aguafuerte treinta años anterior, en el que Rembrandt representaba el momento del retorno del hijo al padre, desvela el recorrido artístico y humano del pintor y su implicación con el episodio evangélico. En la primera versión el hijo y el padre están representados de perfil, en el mismo plano: el umbral de la morada paterna, mientras que el hijo mayor y los sirvientes asoman la cabeza desde el interior. Rembrandt representa aquí de forma absolutamente teatral el abrazo entre el joven andrajoso y sucio y el padre ricamente vestido que lo levanta del suelo. La escena está cargada de un pathos vulgar, en definitiva poco convincente. Treinta años después el artista imagina el episodio de forma completamente distinta: desaparecen de la escena todos los detalles anecdóticos que hacían de la pobreza del hijo la cima de la composición. Protagonista absoluto ahora es el padre que acoge entre sus brazos al joven harapiento, cuya miseria es totalmente absorbida en ese abrazo. La luz inunda el rostro del anciano que dirige la mirada hacia abajo: un detalle que resalta la tensión emotiva del momento. En este gesto sencillo y en las manos que casi se hunden en la espalda del hijo se lee todo el dolor redimido del joven cuyo rostro se pierde hundido en las vestiduras paternas, y cuyo drama se lee de esta forma únicamente en el rostro del padre. Para representar este grupo Rembrandt tomó como referencia curiosamente un grabado anterior. En él aparece San Pedro sanando a un tullido que está agazapado a sus pies, como el hijo en la pintura de San Petersburgo. La misericordia del padre debía parecerle al viejo Rembrandt un verdadero milagro. Reducido a la miseria, perdida la mujer, su amada compañía, y también su hijo, él, que en otro tiempo se había considerado y retratado como el joven que se da a la buena vida malgastando los bienes familiares, debía ahora sentir como nunca el dolor y la alegría de un padre que finalmente reencuentra a su hijo perdido, y la necesidad de un abrazo como el de la parábola evangélica. En la oscuridad de su habitación Rembrandt cerró los ojos teniendo delante la esperanza de esta misericordia.