VIdA De CL

El mal encadenado

Apuntes de una intervención en el Equipe del CLU del 3 de febrero. La iniciativa del Misterio en la vida del hombre, la conciencia del “yo” y de su limitación encuentra su significado en la certeza de ser objeto de una llamada

GIANCARLO CESANA

En los últimos tiempos don Giussani ha insistido mucho en la palabra ‘misterio’. ‘Misterio’ describe la condición de nuestra vida. Nuestra vida es un misterio, y una vez incluso le oí decir: «Una gran confusión». Nuestra vida, ante todo, no es nuestra propiedad porque no nos la hemos dado a nosotros mismos y aunque a veces nos lo parezca, en el fondo no la controlamos: lo que le ha pasado a mi familia, la historia de Enzo... no sé qué más hace falta para demostrar esto. La vida no sigue el camino que nosotros hemos previsto. La vida está dominada por “Algo” más grande que nosotros y que no poseemos de ninguna manera. La vida no es ciertamente como una autopista: a veces es un camino ancho, a veces una carretera estrecha, a veces se vuelve una pendiente, a veces es muy rápida y muchas veces parece que no podemos más.
La vida es un misterio, está dominada por el misterio y el hombre se yergue confuso frente a este misterio que impregna su vida y que le produce vértigo (lo hemos estudiado en El Sentido Religioso). Le entra vértigo y por tanto miedo; se retira, se aquieta, se sienta, reduce la marcha. Pero el misterio se ha revelado en Cristo, es decir, Cristo es el nombre de este misterio, de “Quién” domina la vida, es el nombre de Dios.
También Cristo es misterio: no se puede mirar a Cristo como algo que se posee, como la solución a nuestros problemas, porque Cristo mismo es hijo de un Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos, un Padre que no hace excepción de personas. Cuando Jesús pronunció su famoso discurso del céntuplo también sus apóstoles se cuestionaban: «¿Por qué los que son malos tienen tanta suerte? Y nosotros que te hemos seguido ¿qué tendremos?».
Toda esta historia, la de la revelación de Dios, de la iniciativa del Misterio que entra en la vida del hombre, empezó con Abraham, con un hombre de la tierra de Ur, una zona del actual Irak, que, de repente, destaca entre los demás pueblos, en medio de la confusión de los dioses que le rodean. Estaban los dioses egipcios, los asirios, los de Babilonia, los dioses de esas pobres gentes; reinaba una gran confusión en el esfuerzo del hombre por comprender el Misterio. De repente, surge este hombre que se diferencia de los demás porque se confía a un Dios único, a un Ser único. ¿Por qué? Porque fue tocado por este Misterio. No es que lo hubiera entendido: fue llamado, fue tocado por este Dios, fue tocado por la intervención de Aquel que posee todas las cosas; se le impuso una nueva pertenencia y, repentinamente, él y todos sus hijos, sus mujeres, sus esclavas, su pueblo y sus servidores se convirtieron en un pueblo diferente en medio de esa confusión de pueblos.
Abraham fue tocado por el Misterio, por Aquel que es el misterio, pero esto no significó que su vida dejara de ser un misterio; vivió una vida muy atormentada, igual que los demás.

Dónde está la diferencia
Cuando don Giussani describía estas cosas le pregunté: «Si la vida está dominada por el Misterio, también la vida de aquellos que no han sido tocados por Dios como Abraham, y que por tanto se sitúan frente a la realidad con una gran incertidumbre, confusión y fatiga; si el Misterio sigue dominando la vida de Abraham que fue tocado pero no se le ahorró ninguna de las fatigas de la vida, existencialmente ¿qué diferencia hay?». Don Giussani me respondió - me acuerdo que estaba sentado delante de mí y con una de sus intervenciones fulminantes que te hacen ver su genialidad absoluta (genialidad en el sentido propio del término, es decir, de aquel que dice lo que los demás querrían oír o pensar pero que no son capaces de expresar) - dijo: «Es el paso del “no-yo” al “yo”». Es decir, la diferencia entre Abraham y los demás - los demás que vivían el misterio de la vida pero no habían sido tocados por Dios - es que los demás no sabían lo que era su “yo”, vivían dentro de una confusión, la tierra sumergida en la niebla, el mundo dominado por los dioses, los ídolos, el dinero, la lujuria, el poder, en fin, por todo lo que les rodeaba que es igual que hoy día. ¿Y el “yo” qué era? Era un haz de exigencias, una pregunta, un deseo, una tensión, pero no se distinguía del resto, no sobresalía del resto, se hundía en el resto y se confundía con él. Como escribe en El Sentido Religioso, cuanto más genial era, más llegaba a percibir a Aquel que domina todo y más vértigo sentía porque no llegaba nunca.
Abraham se encontraba en la misma situación, su vida tenía el mismo carácter misterioso, sufría la misma tensión, pero para él la vida se convirtió en una tarea. Porque la vocación, el ser llamado, establece una tarea. La vocación es para una tarea, la vocación es para construir.
¿Qué significa tener una tarea? Que te conviertes en algo necesario, que tú eres querido, que sin ti al mundo le falta algo, que tú ya no te confundes con la tierra, las estrellas y la arena, que no eres algo que al final se marchitará, sino que eres tú, eres “yo”, eres una nueva figura, adquieres una conciencia diferente del existir, tienes una conciencia distinta de ti mismo y de las cosas. De algún modo, tú eres el señor de las cosas, el protagonista, no porque las poseas y las manipules como quieras, sino porque ya nada te abate, porque has sido creado para algo.

La aparición del “yo”
Con la vocación de Abraham apareció el “yo” en la historia, surgió la persona con su razón, su libertad y su capacidad de adherirse. Para nosotros es exactamente igual, porque también nosotros hemos sido tocados. Vivimos en el misterio, hemos sido tocados personalmente por el Misterio y la poca conciencia que tenemos de nosotros mismos depende en esto. Le dije entonces a Giussani: «Así pues, la diferencia entre un ateo y yo no reside tanto en la idea que yo tengo de Dios y que él no tiene, sino en la idea que yo tengo de mí mismo, en la conciencia que tengo de mí mismo, de mi tarea y de por qué estoy en el mundo, en la conciencia que tengo del ser».
Nosotros hemos sido tocados, pertenecemos al Misterio. La presencia que nos ha marcado nunca se nos arrebatará; no es algo que pasa porque no depende de nosotros. Lo hemos querido en el sentido de que nos hemos adherido, pero Alguien nos ha llamado, nos ha interpelado, nos ha atraído, Alguien que no nos abandonará nunca: hagamos lo que hagamos, el hecho de haber sido tocados por el Ser que es el dueño de todo y por su revelación en Cristo, quedará como una herida, un estigma, algo que no se puede olvidar. Podéis marcharos del movimiento, podéis iros a donde queráis, pero esto nunca se os arrebatará.
Esta vocación es nuestro fundamento y esta llamada se encuentra continuamente confirmada en la experiencia de una humanidad más verdadera, una humanidad que ante la dificultad, el mal, la enemistad, no se desalienta, más bien reafirma el bien, reafirma lo positivo.
Tenemos continuamente experiencia de la misericordia de Dios, de que cuando nos equivocamos o cuando nuestra vida parece decaer somos regenerados, incluso la pérdida más grave no mata la esperanza, no elimina la humanidad, no elimina el valor para vivir. Te puede romper el corazón, pero no te puede impedir que veas que hay gente que vive, que tiene esperanza, que te ayuda y te acompaña. Es decir, no se rompe la cadena del bien: nosotros estamos llamados a dar testimonio de ello.

El perro encadenado
En los apuntes de mi mujer encontré una cita de santa Catalina que reza así: «El diablo es como un perro rabioso, pero está encadenado. Para que te muerda, te tienes que acercar y lo que te acerca al diablo es el vicio».
El diablo, es decir, la mentira, la negación de lo que existe. Es otra cosa importante que comentó don Giussani: esta botella no existe porque yo la veo y la toco. Existe porque tiene un significado, porque está dentro del orden del universo, no basta que yo la vea y la toque. Está dentro del orden de todas las cosas: si se le quita el significado a esta botella, si se elimina la relación que tiene nosotros, ya no es necesaria y, por tanto, no podemos estar seguros de su existencia. Los diferentes intelectuales de hoy, los Eco y Vattimo, le han quitado el significado a las botellas, los vasos, las mesas: nada tiene significado y entonces uno ya no está seguro de nada.
Esto es la mentira y es un perro rabioso, porque es violento, te come, te roe, te destruye; alcanzas la máxima infelicidad cuando alcanzas el máximo de poder, tienes el alma llagada.
El diablo es un perro rabioso, pero está encadenado: no vence, no vence sobre el bien, no nos arranca del bien. Todas las dificultades que vivimos, los esfuerzos que hacemos, el mal que vemos, nuestras contradicciones, nuestra incapacidad no nos arrancan del bien; es más, nuestra vocación está casi construida sobre nuestros límites. Tal vez hemos sido llamados porque somos así de limitados.
En el libro de Mann, José y sus hermanos, impresiona ver a Jacob, el traidor que ha “engañado” a su hermano de acuerdo con su madre para quedarse con la primogenitura y que después huye porque si no le matan. Sin embargo, es impresionante la descripción que Mann hace de Isaac: era un hombre que tenía tanto miedo de la realidad que se escudaba en la debilidad de su vista, se cubría los ojos y se metía siempre en la oscuridad de la tienda para no ver las cosas y no intervenir.
La mentira trabaja sobre nuestros límites, produce sentimientos de culpabilidad, hace aparecer los prejuicios y la dudas («he sido capaz, no he sido capaz»), hasta el punto de hacernos creer que como no somos capaces de algo, eso entonces no existe. Es un perro rabioso, pero está encadenado, por lo que, no tiene mucha posibilidad de movimiento. También el diablo es una criatura, el que manda es Dios, no el diablo, no el mal.
Para que te muerda, te tienes que acercar, debes retroceder libremente, alejarte, tal vez, imperceptiblemente, como cuando uno viene aquí y se sienta al final - como ha observado Dima - y piensa «¿Qué mal hay en sentarse al final? No hay ningún mal»; o dice: «Uf, hoy no tengo ganas».
Cuando de la certeza se pasa a la incertidumbre, a la duda, no sucede igual que cuando decimos: «hoy he ganado la lotería, mañana no»: se pone en juego la libertad, poco a poco uno se encamina hacia la parte oscura de sí y se deja arrastrar a la parte oscura de sí, es decir, no está decidido a adherirse, no está decidido a reconocer Aquello a lo que pertenece. No decide, es decir, no corta y se deja morder. Digo esto porque creo que no debemos someternos a lo que en mi opinión es el aspecto dominante de la cultura moderna, es decir, que la libertad en el fondo no existe, es sólo un problema de antecedentes genéticos y psicológicos: es una justificación afirmar que somos así porque nuestra madre nos hizo así. En cambio existe un factor decisivo en nosotros que es el que permite que nos adhiramos al Ser, a Dios, que reconozcamos lo positivo: este factor se llama libertad y, si no lo utilizamos, caemos, nos acercamos al perro y nos muerde.
Vivimos en una cultura que no habla de estas cosas, que no habla de esto porque no propone: da igual que pienses que es blanco o negro, hay que ser tolerantes. Sin embargo, hay cosas sobre las que esta sociedad es absolutamente intolerante, moralista, según la definición de don Giussani de su libro La conciencia religiosa del hombre moderno: se exalta un valor como costumbre social a la cual todos se tienen que adherir.
Vivimos en una sociedad que, desde el punto de vista de lo que se piensa y de los factores que constituyen la vida, tiende a justificar todo y no propone nada, no te conmueve. Todas las vocaciones, en cambio, todas las llamadas, son como un golpe, algo que te hace darte la vuelta (tú caminabas por un determinado camino, y en un determinado momento alguien “te toca en el hombro” y te vuelves), y te dice: cambia de camino.

El joven rico
A mi hijo, Giovanni, le impresionó mucho lo que Giussani le dijo del joven rico. Ese joven frente a lo que le dijo Cristo estaba llamado a adherirse: su moralidad, es decir, el uso verdadero de su libertad - también para nosotros - consistía en adherirse al bien. El joven rico había entendido quién era Jesús y se fue hasta Él y le preguntó: «Maestro ¿qué tengo que hacer para ser perfecto?» Él mismo se lo buscó. Jesús le dijo: «Escucha a tu padre y a tu madre, estudia, haz los exámenes etc.». «Estas cosas ya las hago». «Si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme», es decir, pertenéceme. Porque “déjalo todo” quiere decir pertenéceme con todo lo que eres y tienes: lo que tienes es para mí. El joven rico bajó la cabeza y se fue triste porque tenía muchos bienes y tuvo miedo de perderlos.
Vivimos en una sociedad donde nada impresiona, donde todo da igual, en una sociedad que no cree que el hombre sea libre, porque es una sociedad sin Dios; y si Dios no existe, no existe la libertad; sin Dios lo único que queda es el poder del más fuerte. Sólo si Dios existe, incluso el más fuerte tiene que someterse a Él. Por tanto, es un problema de libertad, un problema del bien y del mal, de lo verdadero y lo falso, un problema de propuesta o no propuesta.
Vivimos en una sociedad así y también nosotros tendemos a caer: «¿Pero cómo? ¡Estaba tan contento hace un momento y ahora ya no lo estoy!». Hijo mío, espabílate, estímate a ti mismo. Es muy posible que tú ya no estés contento y ¿qué pasa? No está escrito en ningún sitio que en la vida estarás siempre contento. Tienes que saber, sin embargo, quién eres y dónde estás, porque tal vez puedas estar “emocionado”, pero nunca estarás verdaderamente contento.
La vida no es una emoción, no se resuelve con una pastilla, con la discoteca o con cualquier otra cosa, en definitiva, es dura. Nosotros - también yo - vemos mucho cine: os invito y me invito también a mí mismo a hacer una cosa: en vez de ver tantas películas, o incluso viéndolas, ¡hagámoslas nosotros!, pero a lo grande.