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Santidad
La carta que don Giussani ha enviado a Juan Pablo II con ocasión del 50
aniversario del nacimiento de Comunión y Liberación
Santidad:
Este nuevo año está marcado en su comienzo por las palabras que
Usted pronunció en el mensaje para la jornada mundial de la paz, en particular
cuando habló del cristianismo como “victoria” del amor de
Cristo y del compromiso de cada uno para apresurarla, puesto que es lo que anhela
en el fondo el corazón de todos.
Por lo que a nosotros respecta, no podemos dejar de sentir el apremio por esta
invitación al despuntar el año que marca el cincuenta aniversario
de aquel comienzo inesperado, que surgió y se ha desarrollado como un “movimiento” de
millares de personas, jóvenes y menos jóvenes, en el mundo entero,
a partir de los primeros encuentros que tuve en octubre de 1954 en el liceo milanés
donde pedí dar clase de religión.
Una oración de la Liturgia ambrosiana ilumina bien lo que sentimos en
estos momentos:
« Domine Deus, in simplicitate cordis mei laetus obtuli universa.
Et populum Tuum vidi, cum ingenti gaudio Tibi offerre donaria.
Domine Deus, custodi hanc voluntatem cordis eorum».*
Suplicamos al Señor la fidelidad a nuestra compañía que
se convierte en sacramental por su pertenencia a la Iglesia, en la medida en
que es reconocida como don precioso y particular del Espíritu.
Siento el deber acuciante de confiar de nuevo a Vuestra Santidad la emoción
sumamente profunda, vibrante como nunca en mi corazón, que despertó su
juicio autorizado y claro sobre nuestra experiencia de estos cincuenta años,
cuando en la carta que me dirigió el 11 de febrero de 2002 con ocasión
del vigésimo aniversario del reconocimiento de la Fraternidad de Comunión
y Liberación, escribió: «El movimiento ha querido y quiere
indicar no ya un camino sino el camino para llegar a la solución de este
drama existencial. El camino es Cristo».
No sólo no pretendí nunca “fundar” nada, sino que creo
que el genio del movimiento que he visto nacer consiste en haber sentido la urgencia
de proclamar la necesidad de volver a los aspectos elementales del cristianismo,
es decir, la pasión por el hecho cristiano como tal, en sus elementos
originales y nada más. Quizás sea justamente eso lo que ha abierto
imprevisibles posibilidades de encuentro con representantes del mundo judío,
musulmán, budista, protestante y ortodoxo, desde Estados Unidos hasta
Rusia, en un impulso por abrazar y valorar todo lo bello, bueno y justo que hay
en cualquiera que viva una pertenencia.
La cuestión capital del cristianismo hoy día, tal y como Vuestra
Santidad anunció sugerentemente ya en la Redemptor hominis, encíclica
programática de su pontificado, es identificarlo con un Hecho –el
Acontecimiento de Cristo– y no con una ideología. Dios ha hablado
al hombre, a la humanidad, no con un discurso que en último término
pueda ser un hallazgo de filósofos o intelectuales, sino como un hecho
acaecido del que se tiene experiencia. Vuestra Santidad lo ha expresado en la
Novo millenio ineunte: «No será una fórmula lo que nos salve,
sino una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!».
Si por algo se caracteriza nuestra pasión educativa y comunicadora es
por un continuo reclamo a este focus inefable de la experiencia cristiana, en
el que muchos no reparan dándolo casi por supuesto, como una premisa obvia.
Dentro del gran cauce de la Iglesia, y de la fidelidad al Magisterio y a la Tradición,
hemos querido siempre llevar a la gente a descubrir –o a ver de manera
más fácil– cómo Cristo está presente. Por lo
cual, el camino para alcanzar la certeza de que Cristo es Dios, para no dudar
de que es verdad lo que Jesucristo dijo de sí mismo, encuentra su verdadera
respuesta en la actitud de los Apóstoles, que se preguntaban repetidamente: «¿Quién
es éste?» en cuanto su experiencia humana se veía provocada
por el carácter excepcional de aquella presencia que había entrado
en sus vidas.
En la carta a la Fraternidad, Vuestra Santidad escribió también
que «el cristianismo, antes que ser un conjunto de doctrinas o de reglas
para la salvación, es el acontecimiento de un encuentro». Durante
cincuenta años hemos apostado todo sobre esta evidencia. Precisamente
la experiencia de ese encuentro está en la raíz de tantas vocaciones
cristianas que nacen entre nosotros –al matrimonio, al sacerdocio, a la
virginidad– y del florecimiento de personalidades seglares comprometidas
con una creatividad que entra en la vida cotidiana conforme a las tres dimensiones
educativas que siempre hemos señalado desde los comienzos: la cultura,
la caridad y la misión.
Por ello, no nos sentimos portadores de una espiritualidad particular, ni advertimos
la necesidad de identificarla. Domina en nosotros la gratitud por haber descubierto
que la Iglesia es una vida que sale al encuentro de nuestra vida: no es un discurso
sobre ella.
La Iglesia es la humanidad que vive la humanidad de Cristo, lo cual establece
para cada uno de nosotros el valor que tiene el concepto de fraternidad sacramental
que, aunque sea difícil de comprender en su plenitud, indica evidentemente
un espesor distinto de la vida.
Por tanto, me atrevo a entregar en Vuestras manos el deseo de poder servir a
la Iglesia con nuestro carisma, a través de la inadecuación de
nuestros límites humanos. Pero precisamente nuestros límites nos
impelen a la responsabilidad de la conversión, del cambio de mentalidad
y de humanidad.
En este ser continuamente sacados de la nada al ser, miramos a María,
que Su Santidad nos recuerda constantemente como el camino y el método
para alcanzar una familiaridad mayor con Cristo: como solemos repetir con el
Himno a la Virgen de Dante –convertido en oración cotidiana–,
Ella es «fuente viva de esperanza».
Tender al bien y a la conversión es el fin de cada uno de nosotros, que
Cristo ha hecho posible. Por eso la conversión a Cristo y, por consiguiente,
a su Iglesia es la fuente de una esperanza que incide en la vida concreta y por
la que se puede dar la vida, tal como hacen los mártires cristianos.
Pero parece que esta fe en los últimos siglos mira a la vida diaria y
considera el trabajo humano como algo despojado de valor eterno y de una esperanza
fundada. Por este motivo es preciso que busquemos la gloria del Verbo divino
en el enfoque que damos a cada cosa y en el impulso con que las conquistamos,
y que la salvación que Cristo ha traído –aunque sea a través
de la cruz– irrumpa en la aurora de todos los días.
Santidad, que el verso de Dante: «eres aquí entre nosotros antorcha
meridiana de caridad» se haga realidad en todas las relaciones que se le
concede establecer al pueblo cristiano, bajo la guía de pastores que sepan
invocar el Espíritu de Cristo por mediación de María.
Nuestro movimiento, que el Espíritu de Cristo ha suscitado y creado en
la obediencia y en la paz, inspire fraternalmente a toda la sociedad cristiana,
de tal manera que en dondequiera que la fe sea proclamada se puedan encontrar
vestigios de la santidad de la Virgen («En ti misericordia, en ti piedad,
en ti magnificencia, en ti se aúna / cuanto es bondad en la criatura»).
Implorando Vuestra bendición, me confieso obedientísimo hijo de
Vuestra Santidad
sac. Luigi Giussani
Milán, 26 de enero de 2004
*«Señor Dios, en la sencillez de mi corazón te he dado todo
con alegría. Y he visto a tu pueblo reconocer con gozo inmenso la existencia
como ofrecimiento a Ti. Señor Dios, custodia esta disposición de
su corazón».