Contrariamente a la idea dominante de que los derechos del hombre nacen con la Revolución Francesa, la Iglesia es la única que ha lanzado en la historia «la gran revolución personalista y comunitaria». Un nuevo concepto de modernidad
LUIGI NEGRI
En la historiografía oficial y en la mentalidad común, el Antiguo Régimen representa la síntesis de todas las condiciones negativas: ignorancia, superstición, desigualdades e injusticias sociales, enfermedades y sufrimientos inauditos. El conjunto de todos los factores negativos del pasado constituye la fuente de una insoportable alineación del hombre.
En contra de este pasado, habría nacido la modernidad, que habría redescubierto el valor de la persona y la inviolabilidad de sus derechos, y denunciado el pasado como situación digna de ser destruida definitivamente. La Revolución Francesa sería el momento en el que la humanidad asumiera conscientemente esta tarea de destrucción, como condición para la construcción de una novedad humana y social en la historia.
Todos los documentos oficiales de la Primera República francesa, después del regicidio de enero de 1793, llevaban un incipit común: «Las generaciones futuras nos deberán una gratitud imperecedera, por haber destruido esa abominación de la humanidad, que fue el Antiguo Régimen y la monarquía».
Esta visión de la historia es del todo infundada y, como ha demostrado de forma inequívoca Regine Pernoud, la noción de Antiguo Régimen es absolutamente ideológica, en su aspecto negativo, igual que lo fue y sigue siéndolo la noción de Medievo.
Res Publica
El anuncio de la encarnación de Dios en Jesucristo influyó de manera decisiva en la concepción de lo que es el hombre. El hombre, redimido por Jesucristo, se convierte en hijo de Dios y se descubre, por tanto, como persona hecha «a imagen y semejanza de Dios» y, por esto, definitivamente superior a toda condición y situación en la que vive.
La historia registra la entrada de un protagonista nuevo, que es la persona consciente de su pertenencia a Dios y dotada, por ella y en ella, de una libertad irreductible y propia, de responsabilidad ética y de una capacidad inexorable de construir cultural y socialmente.
Según la expresión de Emmanuel Mounier, la Iglesia ha producido en la historia «la gran revolución personalista y comunitaria» y, de generación en generación, ha educado a la persona y a la realidad comunional de las personas para vivir el propio camino personal y social como creación de una civilización nueva.
Esta civilización, que las obras de Christopher Dawson presentan magníficamente, se fue construyendo con esfuerzo después del derrumbamiento del orden greco-romano en el impacto con la presencia devastadora de los bárbaros. Un costoso camino de educación se fue tejiendo día tras día, lo cual sostuvo la evolución de la sociedad europea desde la barbarie del comienzo del Medievo a la espléndida síntesis de los siglos XII y XIII.
Los derechos humanos son las connotaciones fundamentales de la libertad y de la responsabilidad personal. En vez de teorizar sobre ellos, esa extraordinaria aventura humana y social que fue la Res Publica cristiana medieval los practicó a lo largo de toda la Edad Media. Densa en su grandeza religiosa y cultural y al mismo tiempo dolorosamente seducida por todas las violencias, los atropellos y las debilidades morales que siempre acompañan y condicionan todo camino educativo. Esta es la historia. Lo demás es fantasía, cuando no alucinación.
Nadie puede negar que, en la profunda crisis religiosa y humana que señala el paso del Medievo a la modernidad, se produjo una mayor rigidez en el orden de la vida social, y la libertad y la conciencia personal fueron sometidas a presiones objetivamente negativas. Hay que destacar que, sobre todo en los periodos de paso de una etapa a otra de la historia, la oscuridad tiende a prevalecer sobre la claridad. En la Edad Media jamás se sostuvo teóricamente que la Iglesia, en cuanto organización, prevaleciese sobre la persona, y que la estructura social lo hiciera sobre los derechos personales y familiares. En cualquier caso, la Iglesia, precisamente en los momentos de paso, ha desarrollado una acción eficaz en defensa de los derechos fundamentales de la persona y de su libertad.
Los derechos fundamentales del hombre han sido afirmados y predicados a lo largo de los siglos por personas que pertenecían al pueblo cristiano y, por ello, se convertían en protagonistas responsables de su vida y de las vicisitudes culturales y sociales.
La experiencia de la libertad siempre se ha conjugado coherentemente con la caridad, de tal forma que ha sabido salvaguardar los derechos inviolables de la persona y de la conciencia contra cualquier violencia, ya sea eclesiástica o política.
Sujeto y democracia
Maritain nos muestra que la modernidad no ha inventado los derechos del hombre, si acaso los hace emerger del contexto de la tradición clásico-cristiana donde se formaron y ejercieron.
La novedad consiste en que se empezó a atribuirlos a un sujeto individual que ya no pertenece a la realidad del pueblo cristiano y que se concibe a partir de una autonomía absoluta y caracterizada por una profunda autosuficiencia. Los derechos fundamentales son por tanto derechos del sujeto, expresión inmediata y directa de su subjetividad, capacidad autónoma de su razón y expresión de su poder. Estos derechos ya no se fundamentan en el reconocimiento de la propia dependencia en cuanto criatura, de la que son expresión y comprobación a la vez («hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza»), sino que se empiezan a entender como expresión de la capacidad originaria del hombre para imponerse a la realidad, poseerla con la ciencia y manipularla con la técnica.
Los términos siguen siendo los mismos, pero el mundo de valores que expresan, como demostró Romano Guardini, adquiere connotaciones totalmente distintas. Tomemos como ejemplo el término libertad. En la tradición cristiana, la libertad es libertad para: responsabilidad, obediencia a la ley de Dios, capacidad de afirmar lo positivo y de construir histórica y socialmente. Para el hombre moderno la libertad es libertad con respecto a: emancipación de cualquier vínculo religioso, familiar y social, el hombre es libre porque rechaza los vínculos tradicionales y los reconstruye a partir de su instinto individual.
De esta forma, la democracia, que, en la práctica, constituía en la sociedad tradicional una comunión de vida y de compromiso social enraizada en la unidad de la fe, sostenida por la caridad y extremadamente diferenciada en cuanto a sus formas; en la modernidad se convierte en el rigor de las reglas estrictamente científicas con el que nace el Estado y se establece su funcionamiento.
Cuando se diga que, en vez del sujeto individual, el verdadero sujeto depositario de los derechos fundamentales es la subjetividad colectiva (Estado, partido, formaciones ideológicas, estructuras sociales), entonces los derechos individuales se convertirán en una asignación de las formaciones que detentan el poder, y se les reconocerán o negarán a los individuos únicamente en función de la utilidad colectiva.
En los distintos regímenes totalitarios que se han sucedido en la historia, sobre todo en Occidente, la libertad efectiva de la persona individual se ha negado a menudo para afirmar el carácter absoluto y totalizante de la única libertad admitida, la de la institución social, es decir, del Estado.
Sin la afirmación en la historia de la categoría del Misterio, y sin la certeza del Acontecimiento cristiano, en el que toda persona encuentra su consistencia ontológica originaria (hijo de Dios) y su inexorable responsabilidad ética y social, los derechos del hombre están condenados a una inevitable fragilidad. A menudo son reclamados como valores absolutamente indiscutibles, pero estas proclamaciones solemnes tienen muy a menudo el contrapunto de una práctica negación de estos mismos derechos. La relectura del n. 17 de la Redemptor Hominis de Juan Pablo II, titulado de forma aguda «Derechos del hombre: ¿letra o espíritu?», puede representar una documentación adecuada y una profundización seria en estas observaciones.