El silbido de Yankele
Cuidaban el rebaño en un campo a las afueras de Belén, cuando un ángel les anunció la buena nueva con palabras que quizás al principio les resultarían incomprensibles, pero se fueron hacia la gruta sin dudarlo. «¿Comprendéis la lección de los pastores? El hombre es el ser que busca a Dios, porque busca su felicidad»
LUIGI AMICONE
La filósofa e historiadora judía Hannah Arendt observa que «El milagro que preserva al mundo y el ámbito de los quehaceres humanos de su normal y natural ruina es el hecho de la natalidad, en el que ontológicamente enraíza la capacidad de obrar. En otras palabras, es el nacimiento de nuevos hombres y el nuevo inicio, es decir, la acción de la que éstos son capaces en virtud del haber nacido. Sólo la experiencia plena de esta facultad puede conferir a lo humano la fe y la esperanza, las dos características esenciales de la experiencia humana que la antigüedad griega ignoró completamente. Dichas fe y esperanza encuentran en el mundo su más gloriosa y eficaz expresión en las breves palabras con las que el Evangelio anunció la buena nueva del adviento: Nos ha nacido un niño».
Un movimiento de pastores
David Flusser, uno de los mayores estudiosos del cristianismo por parte judía, que fue profesor en la universidad de Jerusalén y autor de un precioso ensayo histórico sobre la figura de Jesús (Jesús, 1969), escribió: «Jesús es el judío de la época posterior al Antiguo Testamento del que mejor conocemos la vida y el pensamiento, junto con la del historiador judío Flavio Josefo y quizás la de Pablo».
A propósito del nacimiento de Jesús, Michele Piccirillo, famoso arqueólogo de la Custodia de Tierra Santa, descubridor y restaurador, entre otros, de los preciosos mosaicos de Madaba, del siglo VI, en el monte Nebo, afirma: «No hay otro hecho en el Evangelio del que tengamos más información histórica. Lucas, con precisión admirable, escribe que Jesús nace en tiempos de Augusto, durante el primer censo ordenado por un emperador, cuando Quirino era gobernador de Siria (Lc 2, 1-ss)». Es preciso imaginar cómo pudo ocurrir, dentro del milagro que todo nuevo inicio natural supone, un Inicio totalmente imprevisible que perdura y pretende recapitular en sí mismo todas las cosas. «En aquella comarca unos pastores que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño », cuenta el evangelista Lucas. El Talmud distingue los tres tipos de rebaños que había en la época. Estaban los rebaños que volvían todos los días al redil (bayetot), los que se llevaban al redil durante el invierno (Besa 40 a) y los que pastaban durante todo el año en el desierto (midbariyyot lè olam, Sabb. 45 b). Precisamente estos últimos se asentaban en la región de Belén.
Cómo pudo ocurrir
Había entonces unos pastores que dormían al raso y vigilaban durante la noche su rebaño en un campo a las afueras de Belén, en la frontera con el desierto de Judá, a una hora o algo más de camino del pueblo en mulo. El cielo estaba cuajado de estrellas, el aire vivo, ciertamente limpio, y el silencio roto sólo por el tintineo del cencerro de algún animal. En medio del campamento, como los de nómadas beduinos que todavía se pueden ver hoy en los wadi de Qumrán o en el desierto del Negev, el fuego está encendido, mientras las ovejas y las cabras dormitan tumbadas más allá, junto al perro guardián que las vigila de reojo. La noche de invierno, bella y fría como son las de esta época del año, se ve interrumpida por el repentino centellear de un extraño relámpago de luz, cual rayo que rasga el cielo sereno, tanto que Lucas cuenta que los pastores «se llenaron de temor». Igual que Abrahán ante la aparición de tres hombres en el encinar de Mambre, en Hebrón; igual que Jacob, que en el paso del Yabbok «luchó con Dios y con los hombres y venció» (y Quien le derrotó le dio un nombre nuevo, Israel, porque fue valiente en su lucha con Dios; y el lugar del combate se llamó Penuel, rostro de Dios, en honor del vencedor); igual que María en Nazaret ante el anuncio del ángel, cuando el totalmente Otro se manifiesta con un semblante tan real como misterioso. ¿Cómo fue? Sí, preguntádnoslo a nosotros, que en cierto sentido somos pastores, en las mismas condiciones de aquellos que en un momento dado, en una noche como las demás, entre cabras, barro, duermevelas, cansancio y vacíos de pensamiento, se vieron sorprendidos por algo totalmente fuera de lo común, no sólo admirable en sí y por sí mismo, sino también bueno y atrayente, humano. No se conoce si no es a través de la experiencia. Debemos rememorar el día y la hora en que vimos y oímos hablar a alguien de un tal Jesús de tal modo que no se podía evitar decir: «Quiero ir a ver qué es esto tan extraño».
Merece la pena ir a ver
Para aquellos pastores debió de ser igual. Debió ser una presencia humanamente tan atractiva y buena que les movió razonablemente a ponerse en camino para acudir a un lugar concreto y ver a una persona precisa. En las notas tomadas a partir de los testigos primeros (probablemente los propios parientes de Jesús: Hegesippo, escritor del siglo II, recuerda que bajo el emperador Domiciano, 81-96 d. de C., «todavía vivían parientes del Señor, sobrinos de Judas»), Lucas relata el hecho que sobresaltó a un puñado de ovejeros ciertamente ni pudientes ni intelectuales, considerados en la época como la escoria de la sociedad (porque no solían observar la Ley por la vida que llevaban, y la vox populi y la misma Ley les consideraba ladrones y estafadores, tanto que los rabinos desaconsejaban hacer tratos con ellos, cfr. Baba Qamma, X 9). «El ángel les dijo: No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor. Y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».
Indudablemente, son palabras que sonarían extrañas, incomprensibles, a oídos de los pastores. Pero por muy rudos e ignorantes que fueran, debieron de percibirlas como una promesa de alegría, algo que merecía la pena ir a ver. No cabía elucubrar ante tan increíble anuncio, aun admitiendo que un pastor de entonces lo quisiera intentar. «¿El Salvador? ¿La ciudad de David? ¿Lo habéis oído también vosotros o es que me ha mordido un escorpión?». ¿Posible que uno del grupo hable así? Y los demás, ¿qué responderían? También ellos lo habían oído. Quién sabe cómo alrededor del fuego, se sucederían las confirmaciones. ¡Yo también lo he oído! ¡Yo también! Pero, ¿por qué marcharse dejando allí todo, ovejas, cabras, perros y comida al fuego? Juan Pablo II, en su primera Navidad como Pontífice, el 27 de diciembre de 1978, respondía así a los jóvenes reunidos en la basílica vaticana: «¿Habéis comprendido la lección de los pastores?... El hombre es el ser que busca a Dios, porque busca la felicidad».
De todas formas, Lucas continúa: los pastores «fueron apresurados y hallaron a María y a José y al Niño echado en el pesebre. Y cuando vieron, entendieron lo que se les había dicho acerca de aquel Niño. Y todos los que lo oyeron , se maravillaron, y también de lo que les habían referido los pastores. Y María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho» (Lc 2, 17-20).
Resulta evidente que los hechos apuntados por el médico evangelista corresponden, probablemente, a espacios y tiempos mucho más extensos y articulados que los esenciales utilizados por Lucas en la redacción que serviría para comunicar y transmitir lo ocurrido a los hermanos de las diferentes comunidades, pueblos y ciudades judías. Los pastores fueron y contaron, ni más ni menos, lo que se les había dicho. Mientras, María callaba, no decía nada a nadie, excepto a su corazón. Después (después de horas, días, ¿qué verían y oirían?) los pastores volvieron seguros de que la promesa que se les había anunciado era verdad. ¿Cómo llegarían a la convicción? ¿Por qué no intentamos responder a partir de nuestra experiencia, queridos compañeros pastores?
Abuna sheik Joseph
Belén. Muchos años después de los pastores de Lucas, quien escribe pasó por aquí. Me acompañaba un monje franciscano a quien también los musulmanes del lugar consideraban uno de los sabios del pueblo y al que le apodan en árabe, abuna sheik Joseph. Visitando Belén, el viejo franciscano me señaló con precisión certera restos arqueológicos que se remontaban al pueblo tal y como debía de ser en tiempos de Jesús. En un área de unos 500 metros por 300, donde se encuentra la única fuente de la zona (razón por la que se levantaba aquí la principal posada, ésa en la que María no encontró alojamiento por la gran afluencia de familias que no residían en Belén e iban a empadronarse) todavía hoy pueden verse restos de la puerta este en los alrededores de la antigua iglesia siria. «Por las circunstancias señaladas en Lc 2, 7 el nacimiento de Jesús tiene lugar en un establo (griego: phatne; latín: praesepium, un pesebre). La tradición antigua señala una gruta, algo que probablemente sea cierto, dado que las cuevas no se utilizaban sólo como establo, sino que a menudo se habitaban» (Galbiati-Aletti, Atlas histórico de la Biblia y del antiguo Oriente).
Yankele está vivo y lucha con nosotros
«No decimos que Jesús quiso fundar una iglesia o una comunidad. Él quiso un movimiento», escribe David Flusser. Es consolador pensar que muchos años después de los pastores, después de sheik Joseph y otros muchos amigos cristianos de Tierra Santa, quien escribe se embarca en un movimiento que le ha llevado a conocer a una judía israelí a la que muchos lectores ya conocen a través de su carta en Huellas y por el testimonio de Giancarlo Giojelli (cfr. Huellas, octubre de 2002). Desde el principio nos llamó la atención que esta mujer, definitivamente judía y convencida de que sus nuevos amigos cristianos no tienen ninguna presunción ante el judaísmo - utilizando las palabras de Giussani, «mirando la historia tal y como nos ha alcanzado, comparándola con la historia de los judíos, quisiéramos pedir perdón a nuestros hermanos judíos por nuestra certeza; mientras que a ellos les está reservado llevar todavía pondus diei et gestus (todo el peso de la historia) en la vida» - hablara de determinados amigos suyos de los Memores Domini de Nazaret como de ángeles. Quien escribe, que evidentemente no es un ángel, le pidió a Angelica Calò Livné una sugerencia para esta historia, y accedió a contarnos esta bellísima splendor veritatis.
«Lo primero que se me ocurre cuando pienso en un pastor, es la leyenda del Baal Shem Tov, el padre del Hassidismo. Yankele era un pastor pobre que no pudo estudiar en la yeshivà. Su padre sufría mucho por ello y lo envió a las montañas con los rebaños de ovejas para que al menos fuera útil para eso.
Llegó el día del Kippur. El pueblo se preparaba para el perdón, la Sinagoga brillaba de luz y de divino esplendor. El Baal Shem Tov convocó a los judíos del pueblo. Todos estaban reunidos y llegó el momento solemne, la Oración de los Sacerdotes..., cesó el murmullo y sólo se oía la respiración del gran Rabino. Inesperadamente, un silbido sobrehumano rasgó el solemne silencio. Todos, horrorizados, se volvieron hacia el lugar de donde provenía... El padre de Yankele palideció y se tambaleó... El muchacho estaba ahí, tembloroso, con los dos dedos todavía sobre los labios. El padre se abrió paso entre la trastornada gente, dispuesto a castigar al hijo con toda la rabia y la vergüenza que le azoraba...El chico huyó despavorido y el Baal Shem Tov, desde lo alto del púlpito, tronó: «¡Traedme al muchacho!».
Un rumor recorrió la Sinagoga: «¡Es el pastor Yankele, su padre no ha sabido educarlo, no ha sabido enseñarle a amar a D-s!». Cuando Yankele llegó ante el Maestro, éste le preguntó: «¿Sabes lo que has hecho muchacho?».
Con la cabeza bajada, apesadumbrado, respondió: «Perdóname, gran Rabino. No he sabido contenerme. Yo también quería rezar. Quería expresar al Santo, Bendito sea, mi admiración por lo que ha creado...,¡igual que cuando estoy en la montaña y desde allí arriba veo a mi alrededor la majestad de Su belleza! Perdóname Maestro. No pasará nunca más. No vendré más a la Sinagoga. ¡Me quedaré para siempre en la montaña!»
En ese momento fue como si una luz lo iluminara todo. El Rabino posó dulcemente la mano sobre la cabeza del joven y dijo: «Bendito sea este día en el que el Señor ha querido hablarnos a nosotros sus hijos a través de este pequeño pastor. ¡Tu silbido, muchacho, este gesto de amor que se te ha dado para expresarte, ha rasgado las puertas del cielo y ha hecho llegar Su bendición a todos nosotros!». «Cuando pienso en un pastor... - comenta Angelica - pienso en primer lugar en mi amigo Yankele...¡con ternura y casi, casi con envidia!».