editorial
La primera palabra de una nueva lengua
Por el espíritu vamos a Dios... ¡Qué desgarrador accidente!». Las palabras de Arthur Rimbaud manifiestan el drama de la conciencia humana, de modo especial de la contemporánea. Para los hombres de nuestro tiempo, Dios aparece como una realidad alcanzable sólo mediante un largo y complicado recorrido espiritual, conforme a las enseñanzas de filósofos y maestros de las religiones a lo largo de los siglos. Una vía espiritual. He aquí lo que se precisa para conocer el secreto último de la realidad, para abrazar por fin lo que se corresponde con la vastedad y profundidad del deseo humano, del anhelo de verdad y belleza que lo mueve. Multitud de hombres se encaminaron por esta vía dejándonos señales luminosas pero inciertas de sus conquistas. Más allá de una serie innumerable de velos y pasajes, al final estaría Dios. La mayoría de los hombres se queda un tanto perpleja y temerosa. Y entre las continuas presiones cotidianas, deja de plantearse el problema de Dios o escucha a los múltiples falsos maestros que proponen una vía espiritual más barata y cómoda. Así, especialmente en tiempos de inseguridad y zozobra, prosperan las vías al Dios del bienestar, del equilibrio, del toma lo mejor, un poco de todo metido en un gran caldero.
Es cierta la exclamación de Rimbaud: «¡Qué desgarrador accidente!». Porque el hombre no es puro espíritu, no vive en las nubes. Todos los días se mide con otros hombres de carne y hueso, con cuestiones ligadas a su supervivencia y desarrollo. De ser algo que se encuentra al final de un difícil y confuso camino espiritual, Dios sería un infortunio y su búsqueda una actividad que entorpece, algo dolorosamente contradictorio con la vida. Como si llegar cerca de Dios fuera ser menos hombres.
El misterio de la Encarnación subvierte el orden, da la vuelta a dicha forma de pensar, normal y dominante. El sí de María al anuncio del Ángel, que repitió luego día tras día ante aquel Niño, es la primera palabra de una nueva lengua con la que los hombres hablan con Dios y de Dios. Es una familiaridad inaudita. Es una ternura que rompe toda rigidez del esfuerzo humano para conocer a Dios. Él, presa imposible para la imaginación humana y la ascesis espiritual, se deja tomar en brazos como un niño, come sentado a la mesa, camina entre los hombres, se dejará matar sin oponer resistencia. Y volverá a la vida para no dejar nunca solos a los suyos y al mundo que lo busca.
El silencio de los pastores, de los Magos, de ese pueblo de cultos e incultos, de pobres y ricos con alma sencilla que se acercaron al pesebre es la actitud más profunda y auténtica ante el Misterio que atrae el corazón y la razón humanos.
«Si no volvéis a ser como niños no entraréis nunca», canta Claudio Chieffo. Como hace dos mil años, ante ese Niño se plantea una alternativa inmediata entre el silencio admirado y conmovido de quienes saben recibir un don misterioso y extraordinario y el parloteo distraído de quienes no se percatan o no quieren saber nada. Hoy, como entones, los que gobiernan el pensamiento de los hombres se alarman porque se planta un hecho irreductible a sus planes y estrategias para conservar su poder. Todo poder humano que pretenda instrumentalizar a los hombres para sus fines - desde el que se ejerce en el ámbito de la vida personal, hasta el que afecta al pueblo entero - necesita un Dios lejano, inalcanzable y confuso. Un Dios que no ponga nada en tela de juicio ni sobresalte el corazón de nadie por una posibilidad repentina de libertad. Esto mismo sucedió hace dos mil años en Belén y vuelve a suceder en todos los rincones del mundo. Reconocerlo es fácil para los sencillos, libres de presunción. Feliz Navidad a todos.