El pensador de la
Nueva Inglaterra puritana
Definido como “predicador ácido” según
un cliché que hay que superar, Edwards fue un denodado defensor de la
tradición intelectual de la teología puritana y del fenómeno
religioso del “Gran Despertar”, en una época marcada por la
difusión de una mentalidad racionalista de impronta ilustrada y deísta
Elisa Buzzi
Jonathan Edwards, máximo intérprete de la tradición intelectual
y religiosa puritana de Nueva Inglaterra y, sin duda, uno de los pensadores más
geniales y significativos de América, nació hace trescientos años
en East Windsor, Connecticut, el 5 de octubre de 1703. El padre, Timothy, licenciado
en Harvard, era pastor de la Iglesia Congregacionalista de East Windsor; la madre,
Esther, era hija de una de las personalidades más influyentes de la época
en la Nueva Inglaterra puritana: Salomón Stoddard, pastor de Northampton,
el “papa del valle de Connecticut”.
En otoño de 1716, Edwards se matriculó en Yale donde terminó los
estudios de bachillerato y obtuvo el master en Teología el 20 de septiembre
de 1723. En su época de estudiante en Yale, en torno a los veinte años,
empezó a componer sus primeros escritos de carácter científico
y filosófico, a los cuales está vinculada su fama de niño
prodigio de la filosofía americana. En ellos se esboza la concepción
metafísica que subyacerá en los grandes tratados de la madurez
y que permitió a Edwards no sólo defender la tradición intelectual
de la teología puritana, sino también renovarla, marcándola
con la impronta original de un mente especulativa de primer orden. Tal concepción
se configura en sentido general como una forma de idealismo que él había
desarrollado a partir de una crítica del materialismo y mecanicismo del
XVII y del dualismo cartesiano. En este contexto, elabora la noción de
Excelencia , clave interpretativa de su visión del universo como estructurado
según una dinámica de comunicación y de participación
o “consenso con el Ser”, cuyo eje y origen radica en la comunicación
trinitaria, de la que fluye toda la realidad continuamente, “como en el
primer instante de la creación”. Desde dicha perspectiva “nada
existe si no es en la conciencia, creada o increada”. Los seres inteligentes
son el fin de la creación, “creados para ser la conciencia del universo”,
para percibir la belleza y participar de la excelencia del Ser, en esa comunicación
que bíblicamente se define como Gloria y que constituye la “razón” y
la estructura última del ser.
Pastor en Northampton
A partir de 1726, Edwards aceptó el cargo de ministro de la Primera Iglesia
de Northampton, la congregación más numerosa e importante aparte
de Boston, al principio ayudando a Stoddard y después en calidad de pastor.
En este periodo es especialmente intensa la producción de sermones (los
estudiosos calculan que a lo largo de su vida Edwards compuso casi mil quinientos).
En ellos prosigue su indagación y profundización en los temas que
habían constituido el objeto principal de sus intereses religiosos y teológicos:
la naturaleza de la conversión, el conocimiento espiritual, la justificación
y racionalidad del cristianismo. Estos temas, coordinándose en el cuadro
global de una definición de la vida cristiana en términos de experiencia – problema
que advierte como crucial también en el nivel existencial –, se
entrelazan fuertemente con su perspectiva filosófica y confluyen en la
refutación de posiciones definidas con el término de “arminianismo”.
El sentido de la absoluta excelencia y soberanía del Ser divino y de la
radical dependencia del hombre dominan el horizonte espiritual de Edwards, en
una época en la que tales doctrinas tradicionales comenzaban a vacilar
bajo los golpes de lo que él definía la “nueva moda teológica”,
a saber, la difusión gradual de una mentalidad racionalista de impronta
ilustrada y deísta. Edwards advertía en ella una forma de moralismo
neo-pelagiano, que reducía las verdades fundamentales de la Revelación
y se oponía a una concepción religiosa de la experiencia humana
en su unidad gnoseológica y ética y, aún más, a su
fundamento teológico.
Pecadores en las manos de un Dios airado
En esta línea se puede señalar un punto de inflexión fundamental
en los cruciales acontecimientos de los años 1735-1740/42, vinculados
al Great Revival , un fenómeno religioso y social de enorme relevancia
en la historia americana, del que él fue uno de los principales promotores
y un convencido, si bien crítico, defensor. De este periodo y fruto de
su actividad como predicador del Revival es el famoso sermón Sinners in
the Hands of an Angry God (Pecadores en las manos de un Dios airado), que es
uno de los clásicos de la literatura americana colonial y contribuyó de
forma determinante a labrar la fama de Edwards como “predicador ácido” y
ejemplo típico de esa religiosidad “puritana” tenebrosa
y obsesionada por los terrores infernales. En realidad, este cliché no
hace del todo justicia a la concepción de Edwards, que está más
dominada por la idea de la belleza que por el terror. Si bien es cierto que su
implacable elaboración de la idea bíblica de la ira de Dios es
tan eficaz que deja poco espacio a la imaginación, es preciso considerar
que la profundidad de la visión del horror de la nada y del extrañamiento
del hombre es directamente proporcional a la intensidad de su percepción
de la excelencia absoluta de Dios y de lo dramático de la condición
de los hombres, que, casi siempre inconscientemente, se hallan en cada instante
de su vida «justo al borde de la eternidad» y «como sonámbulos
se dirigen ciegamente hacia su ruina». Además, esta visión
dramática se insertaba en una perspectiva antropológica y ética
más amplia, que hizo de Edwards uno de los pocos pensadores de su época
que intuyeron con lucidez y rebatieron sistemáticamente las implicaciones
utópicas del proyecto ético-político ilustrado que se disponía
a dominar la civilización occidental: la idea de poder fundar sobre la
negación del pecado original y la afirmación de la bondad humana
natural un sistema moral universal que pusiera fin a los conflictos más
destructivos, garantizando un inevitable progreso de la humanidad. Como
recientemente ha observado algún autor, «dado que Edwards fue casi
el único filósofo moral del siglo XVIII que negó la bondad
humana natural, fue también uno de los pocos que percibió no sólo
la vaciedad de este sueño sino su peligro potencial».
La auténtica experiencia religiosa
En la estela de las desabridas controversias desencadenadas por el Revival y
de la profunda reorientación teológica que conllevó, Edwards
se vio llevado a concentrar crecientemente su atención en el problema
de la naturaleza de la auténtica experiencia religiosa, en el Treatise
Concerning Religious Affections (Tratado sobre los Afectos Religiosos, 1746),
el primer gran tratado que compuso y quizás su obra más significativa.
El núcleo fundamental de la visión de la experiencia religiosa
teorizada en el Tratado brota esencialmente de la definición del conocimiento
espiritual como sentido del corazón , o conocimiento afectivo, una percepción
estética de la excelencia divina, en la que las facultades cognitivas
y afectivas del sujeto se unifican en esa profunda transformación de su
inclinación fundamental, producida por la Gracia, que agustinianamente
se puede definir como amor y que implica, en último término, la
participación en la vida misma de la Trinidad. El Tratado, que estaba
destinado a convertirse en uno de los clásicos del protestantismo evangélico,
contiene sin embargo una neta toma de posición contra ciertas formas extremas
de subjetivismo en la experiencia religiosa, desenganchadas de cualquier forma
de verificación objetiva, esto es, escritural, según la visión
típica de la Reforma, pero también “práctica” y
existencial. Esta posición se sintetiza emblemáticamente en una
frase, que de alguna manera refleja el núcleo más profundo de la
experiencia religiosa del propio Edwards: «Vivir de experiencias y no de
Cristo es más abominable a los ojos de Dios que la vulgar inmoralidad
de quienes no atesoran pretensión religiosa alguna».
En la misión india de Stockbridge
Los años que siguieron al Great Revival , Edwards se vio envuelto en una
dura controversia con su congregación que concluyó con su alejamiento
de Northampton en 1750. Junto a su numerosa familia –había tenido
once hijos de su mujer, Sarah Pierpont– se vio obligado a retirarse
a la misión india de Stockbridge donde permaneció hasta 1758. Allí,
aun en las precarias condiciones de “frontera”, logró terminar
una serie de grandes tratados, destacando su obra más famosa y filosóficamente
más comprometida, Freedom of the Will (1754), una sucinta refutación
de la noción de libertad como autodeterminación, reafirmando de
nuevo la absoluta soberanía divina. A continuación, Edwards retomó el
proyecto largamente meditado de emprender un Rational Account of the Main Doctrines
of Christian Religion , un compendio incompleto del cual logró terminar
sólo algunas partes que fueron publicadas en forma de tres tratados: The
Great Christian Doctrine of Original Sin Defended (1758), A Dissertation Concerning
the End for Which God Created the World yThe Nature of True Virtue . Estas dos últimas
obras, que fueron publicadas póstumamente en 1765, vuelven a plantear
con argumentos más rigurosos y en forma menos polémica su visión
de la realidad como manifestación de la Gloria divina, de aquella plenitud
del ser que es el único “fin” por el que el mundo ha sido
creado, y de la vida moral como belleza que brota de la adhesión al ser.
Hacia finales de 1757, Edwards recibió el ofrecimiento de presidir la
universidad de New Jersey (Princeton), de reciente fundación. Dudó bastante,
pues temía que un cargo de tal responsabilidad le arrancara de un proyecto
sobre el que estaba concentrando todas las energías que sus precarias
condiciones de salud le permitían: una gran obra en la que la teología
sistemática se afrontara con un método totalmente nuevo, en forma
de historia de la salvación. Este proyecto sólo fue realizado en
parte, con la publicación póstuma en 1774 de una obra basada en
una serie de sermones predicados en 1739 y titulada The History of the Work of
Redemption . A comienzos de 1758 se decidió por fin a aceptar el puesto
en Princeton, a donde se trasladó en febrero; por consejo de los médicos
decidió vacunarse contra la viruela, que entonces era una enfermedad endémica
y hacía estragos especialmente en las grandes comunidades universitarias.
Su salud ya minada no resistió los efectos de la vacuna y tras un mes,
el 22 de marzo, murió.