CULTURA
La libertad de María Hija de su Hijo
Una obra maestra de grandes dimensiones: una tabla
de 3,70 x 4,50 pintada por ambos lados. Con sus 53 escenas representa el relato
más
completo de la vida de Cristo y de María. Duccio tuvo la capacidad de «suscitar
una misteriosa resonancia en cada gesto, personaje y episodio»
Giuseppe Frangi
«Sus Duccio vita, quia te pinxit ita». No hay en
toda la historia del arte una rúbrica más sencilla y conmovida
que la que Duccio estampó en su célebre Maestà. «Sé vida
para Duccio», escrito en letras góticas doradas en el estrado, al
pie del trono de María, «porque así te ha pintado».
El sujeto naturalmente es la Virgen, vértice de esta larga narración
destinada al altar mayor del Duomo de Siena. No se trataba de un artesano humilde
y anónimo. Duccio era el artista famoso de cuya grandeza se enorgullecía
toda la ciudad. Un pintor que se embolsó por esta obra una suma fabulosa
para la época (3.000 florines de oro, teniendo en cuenta que todos los
materiales habían sido sufragados por las obras del Duomo). A decir verdad,
incluso las dimensiones de la tabla eran excepcionales: 3,70 x 4,50 en metros,
pero pintada por ambos lados. Además, con sus 53 escenas representa el
relato más completo de la vida de Cristo y de María. Cuando Duccio
pintó su obra maestra tendría probablemente unos 60 años.
Sin embargo La Maestà expresa más la audacia que la autoridad del
maestro. Es un hombre curioso, al que no se le escapa ningún detalle.
Un hombre atraído por los indicios, capaz de perseguir cada uno de ellos,
con la energía innata del recién llegado. Persigamos también
nosotros alguno de éstos siguiendo sus huellas.
La muerte de María
Empecemos por el final. María muere en Éfeso. Tendida en su lecho,
revestida del habitual manto azul resplandeciente, tiene aún el rostro
intacto de cuando fue madre: la escena de la Muerte (a la que siguen la del Funeral
y la del Entierro) se sitúa exactamente encima de la gran Maestà,
lo que hace que la comparación salte a la vista. Cuando el ángel
de la palma luminosa ya le ha anunciado su próxima partida de la escena
terrena, María expresa su deseo de reunir en torno suyo a los 12, en aquel
momento dispersos por los confines de la tierra. Y, de hecho, todos están
allí, alrededor del lecho. Pero en el centro también se les ha
unido el Hijo, rodeado del ejército de los Ángeles y los Patriarcas.
Como manda la tradición iconográfica, sostiene entre los brazos,
en forma de niña, el alma de su madre. «Virgen madre, hija de tu
Hijo», cantaba Dante. El manto rojo de Jesús, bordado en oro, con
esa carga preciosísima de afecto que sólo el Duccio sabía
expresar, la arropa con sumo cuidado. En este pequeño detalle se aprecia
una sensación de comprensión total, de tierno abrazo. Como escribe
don Giussani: «“Virgen madre, hija de tu Hijo”: este verso
indica el significado pleno de lo creado, en cuanto digno de ser aceptado por
el hombre».
María y Juan
Vayamos un poco más atrás. También en la cúspide
de la Maestà, Duccio nos presenta una escena poco habitual: después
del deseo expresado por la Virgen al Ángel, todos los apóstoles
llegan a la casa. Ante el pórtico contemplamos el momento de saludarse,
de abrazarse, de volverse a ver y contar las historias vividas en aquellos años.
Se percibe una fraternidad que Duccio expresa reduciendo el espacio, llenándolo
de figuras, como si todos se buscaran. Pero la clave de la escena está en
el interior, en la pequeña estancia en la que poco antes, sentada sobre
el mismo almohadón rojo bordado en oro, María había recibido
al Ángel. María hace ademán de incorporarse: frente a ella,
comienza a arrodillarse aquel que el Hijo le había confiado al pie de
la Cruz, el discípulo predilecto, Juan. Pocas veces ha sabido expresar
la pintura una atracción de afecto recíproco como en esta escena,
una sensación de devoción tan sencilla y a la vez tan completa.
Obsérvese el dinamismo de las manos: las de Juan tienden hacia María,
en un deseo de abrazo, contenido por un gran respeto. Las de María le
acogen, estrecha las manos de Juan como si desde siempre las hubiera estado esperando. «Virgen
madre», escribe Dante. Glosa Giussani: «La virginidad es maternidad.
La primera característica con la que el Ser se comunica es la virginidad.
Es el concepto de pureza absoluta cuya consecuencia arrolladora es la maternidad.
La virginidad es maternal, es madre de lo creado». No hay gesto más
maternal que estas manos de una Virgen abierta e inclinada para acoger al que
le ha sido confiado como hijo.
La Anunciación: el inicio de la historia
Abajo, a los pies de la Maestà, una serie de paneles nos relatan el inicio
de la historia. El primer acto discurre en un contexto no muy diferente: una
casa, con un pequeño pórtico que parece concebido para no interponer
obstáculos ni objeciones. Es la Anunciación, una de las escenas
más representadas en la historia de la pintura (y una de las que ya no
están en Siena, desde que en 1771 el gran retablo de Duccio fuera trasladado
y recortado: hoy se encuentra, como la Natividad, en la Nacional Gallery de Washington).
María está de pie y, en la mano, el libro abierto; a su espalda,
la puerta que se encuentra simbólicamente entreabierta. Al ver al Ángel,
María tiene un ligero sobresalto, que se refleja en el gesto de la mano
que se lleva al pecho, casi como en ademán de protección instintiva.
No se trataba de una visita prevista ni esperada. Y Duccio lo subraya con la
consabida atención sutil a los detalles, como un cronista escrupuloso:
a diferencia de todas las demás escenas, en ésta María no
tiene el manto azul sobre la cabeza, sino que solamente un delicado velo rosa
le cubre el cabello. Pero todos estos detalles palidecen ante la intensidad de
la mirada. Si bien su cuerpo está en una posición casi de frente
al espectador devoto, la mirada, con las pupilas vueltas hacia un extremo, apunta
hacia otra cosa. Por Gracia se le ha dado ver el «Eterno consejo»,
del que habla Dante. El designio del Eterno. Ahora ella debe decir si quiere
ser el «término fijo» (o, como dice Giussani, «el instrumento
que Dios usó para entrar en el corazón del hombre»). En este
diálogo (que Duccio relata con una delicadeza que no podemos dejar de
agradecer) entre el gesto contenido de la mano y la mirada que se lanza, en cambio,
hacia su destino, se describe la libertad de María. Añade Giussani: «“Fijo” no
señala un freno a la libertad de María, porque el término
fijo es una sugerencia que viene de lo eterno».
Resonancia misteriosa
Por otro lado, «sugerencia», insinuación, es el concepto que
mejor se presta, como categoría crítica, para comprender la belleza
y la delicadeza de Duccio y de su obra maestra. En este sentido lo escribía
un gran crítico, Enzo Carli, en el ensayo más hermoso dedicado
a La Maestà. Carli contrapone a la energía granítica de
Giotto la capacidad de Duccio «de suscitar una resonancia misteriosa en
cada gesto, cada personaje o episodio, y de abrir su representación más
allá de los límites de la fidelidad y de la conveniencia iconográfica,
incluso de la participación sincera y conmovida en el acontecimiento».
Este fue Duccio, el artista que más supo sugerir “mediante imágenes” en
la historia del arte.