Sociedad

Paz en Iraq. Una cuestión de seguridad

Marco Bardazzi

Al poco tiempo de acabar la guerra, la Casa Blanca decidió enviar a Bagdad al antiguo jefe de la policía de Nueva York,
Bernard Kerik, para que coordinara la reconstrucción de las fuerzas de seguridad en la capital iraquí. El experimento ha funcionado bastante bien, pero un solo hombre no puede hacer mucho. Si pudiera, hoy mismo George Bush transferiría a Iraq a todo el New York Police Departament con sus miles de agentes acostumbrados a vigilar los barrios más difíciles de la ciudad.
EEUU necesita obligatoriamente restablecer la seguridad en Iraq. Los dramáticos atentados de Nassiriya y Swaira han demostrado que todo el país es territorio de alto riesgo, desde el norte kurdo al sur chiíta, pasando por el terrible “triángulo sunita” al norte de la capital.
El Pentágono se ve afectado por el síndrome del peacekeeping (ser los guardianes de la paz mundial). Tras la Guerra del Golfo, la doctrina militar americana se empeñó durante años en transformar sus fuerzas armadas –y en particular el ejército– en una máquina mortal de guerra diseñada para aplastar al enemigo con un poder armamentístico increíble. Se trata de una filosofía bélica enseñada en lugares como el United States Army War College en Carlisle, Pennsylvania, y puesta en práctica con éxito la primavera pasada por el general Tommy Franks, antiguo comandante de la operación Iraq Freedom.
Una importación que ahora demuestra sus límites. El ejército americano es uno de los más fuertes de la historia en tiempo de guerra, pero se está revelando desesperadamente inadecuado para gestionar una ocupación a largo plazo como la actual. La guerrilla y el terrorismo han identificado los puntos débiles del aparato militar americano y atacan una media de treinta veces al día por todo el país a los 130.000 soldados de EEUU, a los hombres de la ONU, a las sedes diplomáticas, a los militares y a sus colaboradores.
Un sinfín de pesadillas pesa sobre Washington y las vías de salida son muy complicadas. Tras los ataques a helicópteros estadounidenses en la primera mitad de noviembre y las recientes masacres de italianos y españoles, la Casa Blanca ha acelerado la creación de un organismo de gobierno autónomo iraquí. Devolver confianza a los iraquíes, aprobar una Constitución, organizar las elecciones, ofrecer esa independencia real de gobierno que los demás países pretenden de EEUU, es mucho más difícil en condiciones de inseguridad total.
Una de las primeras medidas tomadas por Paul Bremer, entonces administrador americano en Bagdad, fue disolver repentinamente las fuerzas armadas de Iraq dejando sin trabajo y llenos de rencor a 500.000 hombres. Una decisión que EEUU reconoció en otoño que era un grávisimo error que había que remediar. Muchos de esos hombres han acabado engrosando las filas de los fieles a Sadam Husein y de los secuaces del partido Baath que lidera hoy (junto con Al Qaeda) los ataques antiamericanos.
La administración Bush ha ordenado un adiestramiento acelerado de las nuevas fuerzas de seguridad civiles iraquíes, punto de mira de guerrilleros y terroristas que saben bien que una policía local sólida y fiel a EEUU es su enemigo más insidioso, peor que las patrullas norteamericanas con sus M - 16.
A mitad de noviembre eran ya 90.000 los iraquíes que trabajaban para las fuerzas de ocupación americana como burócratas, policías o aduaneros. Unos 5.000 han recibido formación para transformarse en milicia de defensa civil y otros 10.000 están preparándose para ello. La Casa Blanca ha ordenado el rápido adiestramiento de decenas de miles de militares incluso a costa de no poder comprobar los posibles vínculos de los reclutas con el antiguo régimen. Es una necesidad ineludible: sin seguridad no habrá un gobierno independiente y, sin un gobierno iraquí digno de tal nombre, muy difícilmente Rusia, Francia o India se sumarán al apoyo a EEUU para quitarles una parte del peso de la reconstrucción.
La paz en Bagdad se confía cada vez más a los futuros policías de barrio y cada vez menos a los marines.