cultura
Un fotograma de la vida de Jesús
La obra del sevillano Bartolomé Esteban Murillo no es
más que una serena escena familiar en torno a José, María
y el Niño. Una condición cotidiana que Dios eligió al mandar
a su Hijo. Nada más normal y al mismo tiempo más sagrado
Giuseppe Frangi
La biografía de Bartolomé Esteban Murillo puede ayudar a comprender
las razones de esta famosa obra de arte conservada en el Museo del Prado. Había
nacido en Sevilla en 1617, decimocuarto hijo de Gaspar Esteban y de María
Pérez Murillo. A los diez años se quedó huérfano,
y fue cuidado por sus hermanas mayores, que reconocieron su talento artístico
y le enviaron al taller de Juan del Castillo. A su vez Murillo (que había
tomado el apellido de su madre, según una tradición andaluza) se
casó con Beatriz Cabrera, una joven sevillana, y tuvo también él
una familia muy numerosa: nueve hijos, aunque la terrible peste de 1649 le dejó solo
cinco vivos.
Dos viajes en toda su vida
La experiencia de la vida en familia fue para Murillo una experiencia profunda: él,
a diferencia del otro gran sevillano nacido una generación anterior, Diego
Velázquez, no dejó nunca su ciudad natal, salvo para realizar dos
viajes de corta duración a Madrid.
Con Murillo nos hallamos ante un artista extremadamente fiel a su destino y a
su vocación. En su vida de artista representó casi exclusivamente
temas sagrados, que tenían un gran éxito en su ciudad. Fue, entre
otras cosas, el artista de la Inmaculada Concepción, que pintó en
más de veinte ocasiones, pues recibió numerosos encargos. Esto
se debía a que en España, en 1617 -pocos meses después del
nacimiento del artista- se había emitido el votus sanguinis, es decir,
el juramento de defender la Inmaculada Concepción hasta el derramamiento
de sangre (para la proclamación del dogma habrá que esperar hasta
1854).
Pero volvamos a esta Sagrada Familia del pajarito pintada en 1650. Murillo, según
el naturalismo propio de la España del siglo XVII, relata un pasaje de
la vida de la familia de Jesús, utilizando la realidad de su Sevilla natal.
Probablemente tiene en los ojos esa obra maestra de Caravaggio La Virgen de Loreto,
de la que se sabe que una copia llegó a Sevilla dentro de la colección
del duque de Alcalá.
Ovillos y ropa para remendar
El cuadro de Murillo es como un fotograma lleno de intimidad, con los personajes
sorprendidos en una hora cualquiera del día: María, curiosamente
en segundo plano, está haciendo un ovillo con el hilo de la devanadora;
a sus pies tiene una cesta de mimbre con la ropa para remendar. El centro de
la escena lo ocupa un joven José, que ha dejado por un momento el banco
de carpintero que se adivina a sus espaldas y juega divertido con Jesús.
El niño, a su vez, juega con un cachorro y con un pajarito que sujeta
con su mano. Se ha dicho que ese pajarito representa la redención. En
los evangelios apócrifos de la infancia se cuenta el episodio de Jesús
niño que, después de haber modelado pajaritos con barro, soplaba
sobre ellos y los hacía volar. Curiosamente este episodio está también
recogido en el Corán (sura 3,49), en donde se dice, a propósito
de Jesús: «Le enviará como mensajero a los hijos de Israel,
a los cuales les dirá: “Os traigo una señal de vuestro Señor.
Yo haré con arcilla una figura de pájaro, después soplaré y
se convertirá en un pájaro vivo con el permiso de Dios”».
En el siglo XII la gran mística Hildegarda de Bingen había introducido
la idea de que los pájaros eran las criaturas de carne más pura,
pues no habían sido procreados por el calor de la concupiscencia.
Una familia serena
Ciertamente la escena se presta a muchas interpretaciones simbólicas,
pero el corazón de este cuadro está en la naturaleza del relato,
en esa dimensión de cotidianidad llena de sentimiento y de afecto. Es
un interior familiar totalmente normal, sereno y sano en las relaciones entre
sus miembros. La Sagrada Familia de Murillo no es una familia con un “estatuto
especial”, y parece la imagen perfecta para las estupendas palabras de
Péguy escritas en Véronique: «Aunque ya se sabe, es importante
el hecho de que sea justamente la vida de familia, tan criticada y vituperada...,
la que Jesús ha escogido, la que ha preferido entre todas para vivirla,
es importante que la haya efectivamente, que la haya verdaderamente, que la haya
vivido históricamente durante los primeros treinta años de su existencia
terrestre; los únicos que cuentan como ejemplo, como modelo, como objeto
de imitación... vivía la vida de familia; hombre imitable al que
hay que imitar, vir imitabilis atque imitandus. Trabajaba con sus manos en la
casa de su padre. Sabemos con certeza que era un buen trabajador... dócil
a la Virgen y también a sus maestros, y en general a todos los grandes
personajes, sometido a la Virgen y a José» (de Véronique,
Piemme, pp. 114-115).
Aspecto visible del triunfo
En el artículo de Panorama con ocasión del vigésimo quinto
aniversario del Santo Padre, don Giussani hablaba así del matrimonio: «En
el mensaje del Papa la mujer para el hombre y el hombre para la mujer son el
aspecto visual, visible del triunfo de la flor que “germinó” como
escribe Dante en su Himno a la Virgen: la identidad entre humanidad y fe. La
belleza y la capacidad de bondad que encierra esa unidad se revela en el gesto
sacramental que más valora lo humano, el matrimonio...
El amor es el valor más grande que tiene el hombre y por tanto la relación
entre el hombre y la mujer es la fórmula representativa del ideal» (también
en Huellas, noviembre 2003).
Así pues, en esta obra maestra, Murillo no ha hecho sino poner ante nosotros,
con sencillez y sin ningún artificio, la vida de familia de Jesús.