cultura
Democracia
en América y libertad de la persona
Es necesario un pueblo educado
y responsable, capaz de superar los riesgos, que ciertamente existen, del régimen
democrático. ¿Cómo? A través de seis condiciones
necesarias. Palabra de Tocqueville
Luca Pesenti
Cada época tiene sus símbolos, sus fetiches, sus fantasmas. Estuvo
la época de Marx, de la clase obrera preparada para el paraíso,
de la revolución permanente, de la igualdad contra la libertad. Después
vino la época de Max Weber, del individualismo protestante al servicio
del capitalismo, de la caída de los vínculos que mantienen unidos
a los pueblos y a los hombres, del utilitarismo de la masa, de la libertad
contra la fraternidad.
Hoy parece que no hay dudas: el símbolo más coherente con el
espíritu de nuestro tiempo es Alexis de Tocqueville, con todo lo que
conlleva su obra intelectual: la democracia y América, la religión
y el Estado, las comunidades y la libertad. Todo ello sintetizado en sus obras,
La democracia en América y El antiguo régimen y la revolución.
Hacia él miran todos los que discuten sobre colgar crucifijos en las
paredes de los colegios, evitar choques de civilizaciones, defender o incluso
exportar la democracia, volver a fundar comunidades, o proclamar libertades.
Los neocomunitaristas, preocupados por la crisis de los vínculos de
afecto, de las relaciones de parentesco y de solidaridad, y por sus consecuencias
sobre la misma subsistencia de la civilización occidental, se remontan
a Tocqueville. Pero también miran hacia él algunos destacados
exponentes del pensamiento neoconservador, elevados a los titulares de la prensa
por ser los asesores teóricos del presidente Bush. En Tocqueville ven
con gran agrado al teórico de la libertad y de su estrecha relación
con la religión, al defensor de la autonomía de la sociedad respecto
del Estado. Y también dentro de la Iglesia hay quienes miran a Tocqueville
como una referencia teórica inevitable, como el cardenal Camillo Ruini.
En resumen, podríamos decir que hoy Tocqueville es un pensador “bipartidista”:
supera las categorías tradicionales y plantea al corazón de Occidente
preguntas decisivas para su propia supervivencia.
No hay democracia
sin libertad
La tesis central de Tocqueville en La democracia en América* puede resumirse
así: todo lo que empuja al hombre en la sociedad moderna a romper sus
vínculos sociales y comunitarios, encerrándolo en el ámbito
de lo privado, lo arrima cada vez con más fuerza a la sombra del poder,
un poder próximo, determinado, íntimo y providencial. Es el poder
de la democracia moderna, con sus raíces en la opinión pública,
igualitario y mayoritario. Sin embargo, al contrario que otros críticos
de la democracia, Tocqueville no tenía ninguna intención de combatirla,
pues estaba convencido de que su implantación era histórica y
filosóficamente inevitable. A él le interesaba más bien
comprender las circunstancias en las que la libertad podía preservarse
dentro de los tiempos y espacios democráticos, haciéndolos inmunes
a las derivas despóticas que se habían manifestado en Europa
y especialmente en la Francia revolucionaria. Para ello, identificó una
serie de condiciones que consideraba necesarias para la defensa de la libertad
en las sociedades democráticas.
Para mantener la libertad
«
La principal causa del mantenimiento de la libertad en la democracia americana –escribía
el historiador del pensamiento sociológico Robert Nisbert– es,
como nos enseña Tocqueville, el principio americano de la división
de la autoridad en la sociedad.» El escritor francés consideraba
que los derechos individuales se habían alcanzado en América
gracias a la diversificación de la autoridad, y que éste es un
principio básico no sólo de la estructura de la autoridad general
en América, sino también de todas las instituciones fundamentales
de la vida americana, incluidas la religión, la economía y el
gobierno político mismo.
Una segunda fuente de libertad en Estados Unidos, según Tocqueville,
era la presencia y la importancia de las instituciones locales, que se entendían
como auténticas escuelas de ciudadanía y de libertad. Íntimamente
relacionada, se encuentra la tercera causa de la libertad americana: el sistema
federal, que separa las ramas ejecutiva, judicial y legislativa en el gobierno
nacional y separa también los poderes del gobierno nacional de los poderes
estatales y locales.
La cuarta de las condiciones necesarias es la libertad de prensa, que considera
decisiva no tanto porque ofrezca la posibilidad abstracta de un juicio individual
sobre los asuntos públicos (como quizás hoy pensaríamos),
sino porque a los ojos de Tocqueville una prensa libre es esencial para impulsar
a las personas a formar asociaciones con grandeza suficiente como para dedicarse
a las causas importantes. Con palabras de hoy en día, sería un
prerrequisito para una aplicación correcta del principio de subsidiariedad
horizontal.
La crítica
al “despotismo democrático”
A pesar de que apuntó muchos motivos para el entusiasmo, Tocqueville
no fue en absoluto un admirador acrítico de la sociedad americana. En
efecto, según Tocqueville, la sociedad democrática es una sociedad
individualista en la que cada uno, con su familia, tiende a aislarse del resto.
El individuo ascético weberiano, que se caracteriza por sus proyectos
a largo plazo y por una rigurosa ética del trabajo, desaparece. En su
lugar aparece un homo democraticus hedonista, al quien la igualdad de las condiciones
sociales le empuja a tener una pasión irrefrenable por la riqueza y
el bienestar. Es el primer retrato completo de ese yo acelerado, impreciso,
gris, insatisfecho y ansioso que con tanta frecuencia sacará a la luz
la sociología del siglo XIX, y que encontrará en la definición
simmeliana del hombre “blasée” (hastiado) su imagen definitiva
como tipo humano predominante en el ambiente metropolitano. «La misma
igualdad –explica Tocqueville– que permite a cualquier ciudadano
albergar grandes esperanzas, hace a todos los ciudadanos individualmente débiles.
Permite que se dilaten sus deseos, pero al mismo tiempo limita por todos lados
la fuerza de los mismos».
Como las sociedades
despóticas
Curiosamente, esta sociedad individualista presenta algunas características
comunes con el aislamiento propio de las sociedades despóticas, pues
el despotismo tiende a aislar a los individuos entre sí. Por esta razón
Tocqueville formuló, anticipando una reflexión que después
desarrollará sobre todo Hannah Arendt, lo que Raymond Boudon considera
que es su “teorema fundamental”: que la masa de individuos separados
y distantes «tiende a dejar el campo completamente libre a los efectos
perversos que generan las buenas intenciones del Estado». Ese Estado,
sigue diciendo Tocqueville, que no solamente se convierte en empresario, educador
y asistente social, sino que también establece las ideas y los valores
que sirven de fundamento para esas actividades (especialmente para la educación).
De este modo, la democracia tiende hacia una forma de “despotismo” bastante
distinta de las antiguas formas de tiranía. En palabras de Tocqueville: «El
soberano extiende su brazo sobre la sociedad entera; cubre toda su superficie
con una red de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes;
no suprime las voluntades, pero las debilita, las inclina y las dirige; casi
nunca obliga a actuar, pero continuamente se esfuerza por impedir que se actúe;
no destruye, pero impide que se cree; no tiraniza directamente, pero obstaculiza,
reprime, desmoraliza y anula».
Comunidad y religión:
Educación para la libertad
Con todo, Tocqueville no pensaba que este “despotismo democrático” fuese
inevitable. El problema que plantea La democracia en América centra
así la atención en un modelo de libertad que un conjunto abstracto
de reglas y procedimientos no puede garantizar (como querría cierto
liberalismo), sino solamente la presencia de un pueblo educado y responsable.
Es decir, personas capaces de superar los riesgos del individualismo democrático,
poniendo en práctica otras dos características de la América
que describe Tocqueville. Sobre todo, la participación asociativa. En
su viaje por América el escritor francés quedó impresionado
tanto por el número de asociaciones civiles y políticas como
por su enorme vitalidad. Estas asociaciones eran esenciales para superar la
división innata de los individuos en el seno de la democracia, y para
defenderlos contra la centralización del poder. En resumen, las asociaciones
voluntarias combatían simultáneamente los dos males del individualismo
y del despotismo democrático.
Espíritu religioso y libertad
Pero no basta la vitalidad asociativa para explicar la excepción americana.
La sociedad americana es, a ojos de un no creyente como Tocqueville, la que
ha sabido unir de un modo perfecto el espíritu religioso y el liberal.
Todo lo contrario de la Francia que describe El antiguo régimen y la
revolución, donde a un fortísimo centralismo político
asociado a una desmovilización de la sociedad civil (los famosos cuerpos
intermedios de las sociedades premodernas, aniquilados por el celo revolucionario)
se unió un extendido sentimiento antirreligioso (al menos entre la élite
revolucionaria). Para el laico Tocqueville, por tanto, la religión no
podía ni debía ser simplemente un asunto privado, sino, como
ha escrito Nicola Matteuci, «un hecho público, o mejor, una “institución
política”», aunque siempre manteniendo una rigurosa separación
respecto del Estado. Solamente la religión, a ojos del estudioso francés,
puede formar a hombres moralmente libres, capaces de enfrentarse y vencer los
males que derivan del igualitarismo democrático y de la reducción
materialista de la vida a búsqueda del bienestar. Así pues, la
religión no es sólo un elemento connatural a la naturaleza humana,
sino una necesidad civil y social para la salvaguardia de la libertad.* “La
democracia en América”. Alexis Tocqueville. Alianza Editorial,
Madrid, 1993.