A ambos lados del San Gotardo
La segunda etapa del tour europeo de Huellas transcurre en el país del chocolate, de los relojes y de Zwinglio. Un vistazo a las comunidades de CL en las ciudades suizas, donde la soledad se reviste de libertad y disciplina; la primera casa de los Memores fuera de Italia, las madres y el último en llegar
EMILIANO RONZONI
¿Qué es Suiza? Es difícil decirlo. Todavía hoy, a los ojos de quien no la recorre tan sólo buscando con ansia imágenes de postal, Suiza se muestra como un crisol indefinible de pasos de montaña, cantones y pueblos, lenguas y religiones. Con un paso de montaña, el macizo de San Gotardo aparece en el horizonte, imponente, como un dios que divide las aguas; sólo que entonces, en el famoso episodio bíblico, aquel Dios separó las aguas para abrir un camino. Este, en cambio, divide por dividir. La Suiza italiana a un lado, la franco-alemana al otro.
Como suele suceder al final en todos los asuntos humanos, es una cuestión de sentido. ¿Qué pinta, qué puede hacer una comunidad de Comunión y Liberación dentro de aquella amalgama, incrustada como una astilla o un fragmento óseo en la carne? Pregunta (¿por qué, qué sentido tiene?) que vale para cualquier época, latitud o situación, pero que aquí, en Suiza, se plantea con mayor agudeza. Y si se diera el caso de que una pregunta semejante no la hiciéramos nosotros, se la harían seguro los suizos, tanto los ciudadanos como los habitantes de los valles. En 1523, en el cantón de Zurich, el consejo comunal, bajo el influo de Ulrico Zwinglio, sancionó por decreto que Cristo no estaba realmente presente en la Eucaristía. Así que, hace ya más de cuatro siglos, unos cuantos cerveceros y mercaderes de Zurich decidieron acerca de un asunto de tal envergadura como es el de la presencia de Dios en el mundo. ¿Cómo queréis que no se hagan unas cuantas preguntas, enarcando las cejas, acerca de un grupo de personas que tienen la pretensión de ofrecer al Dios presente un lugar donde acampar hoy?
La comunidad suiza de Comunión y Liberación ha crecido sobre todo en el cantón de Tesino, en las ciudades de Lugano y Bellinzona, con un oasis en Friburgo e incursiones territoriales en las ciudades franco-suizas sedes universitarias: Zurich, Berna, Lausana, Ginebra. Comunidades de familias con hijos ya adolescentes y que han construido diversas obras en el Tesino, y comunidades más bien de estudiantes en las ciudades universitarias. En total, casi 400 personas guiadas por una diaconía nacional, con escuelas de comunidad, Fraternidad, y treinta y dos miembros de los Memores Domini distribuidos en tres casas.
Rarezas de exposición
Kathrin, alta, pelirroja, con cinco hijos en siete años de matrimonio, es considerada una reliquia, casi una rareza a exponer en una vitrina. Así de difícil es que un suizo-alemán entre en el movimiento.
Católica, hija de padres católicos a su vez pero que fueron generados a una nueva vida por el crack del 68, debe su pertenencia al movimiento a un error de dirección. Terminado el bachillerato y antes de ir a la universidad, igual que otros jóvenes suizos, decidió conocer mundo durante un año. Creía que terminaría en Perú para hacer un año de voluntariado y cuando llegó descubrió que estaba en Chile, en Santiago, en casa de las Hermanas del buen Samaritano. Las buenas monjas intuyeron que en Suiza el problema general - y el de Kathrin en particular - es la soledad de la persona. «Kathrin, cuando vuelvas a Suiza busca un grupo, una realidad con la que puedas continuar lo que has iniciado aquí». Dicho y hecho, a su regreso le preguntó a un sacerdote de la universidad dónde podía encontrar una comunidad y Bernardo, de CL, que pasaba por allí y la oyó, le echó el lazo. Al principio hubo ganas de participar y dificultades a partes iguales, porque los de CL no cejaban fácilmente y a la católica hija de católicos del 68 eso no le sentaba nada bien.
Si faltaba a un encuentro, la llamaban para saber por qué no había ido y después la invitaban a las vacaciones, y después... «¿Pero cómo se atreven?». Así, mientras nos va contando, Kathrin va desvelando los trazos y los recelos que han modelado a lo largo de los siglos el rostro de este pueblo disperso entre montes y valles: «Todos tenemos garantizada la libertad de hacer lo que queramos. Pero que nadie se atreva a decir a otro lo que debería hacer, o a decir públicamente aquello en lo que cree». Su madre, que quiere mucho a su Kathrin, con cada anuncio de un nuevo hijo ironiza acerca de los métodos naturales, «la ruleta anticonceptiva del Papa» y, para que no pierda la costumbre de estar en guardia contra todo lo que está organizado, recorta y le envía por correo todos los artículos de periódico contra el Papa y la Iglesia romana.
Pero ella, Kathrin, entre un hijo y otro y entre un recorte de periódico y otro, está descubriendo y aprendiendo que lo que está organizado en este caso es una ayuda a la libertad. Es un sostén que permite y ayuda a la libertad a volverse cada vez más grande. Pequeño secreto, gran roca y escollo doloroso contra el que se estrella el ir y venir del mar protestante.
Fe y disciplina
Kathrin nos habla de su gran amiga de la juventud, su mejor amiga incluso ahora que se ha casado y vive en Bellinzona, con lo que se ven muy poco. Habla de ella con admiración. Formaba parte de una comunidad luterana: una gran fe, una grandísima fe y una disciplina férrea.
Todas las mañanas se levantaba a las seis y hacía una hora de oración de rodillas en el suelo, después vida en común marcada por el rezo de las horas, lectura de un libro del que se había arrancado toda alusión a la Virgen y a los santos. Hoy esta comunidad no existe, cada uno se ha ido por su lado desperdigándose por el mundo. Y de nuevo están solos. Su amiga mantiene las prácticas devotas y al inicio de cada Cuaresma ayuna durante una semana.
La soledad es la gran presente en la narración de Kathrin, casi como si fuera a sus ojos el pan cotidiano y el destino obligado de los suizos alemanes, de su gente, de su pueblo: «Es la soledad la que les obliga a ser tan disciplinados. Deben serlo porque todo recae, entera y solamente, sobre sus espaldas».
Kathrin, cansada de hacerse amiga de gente del movimiento que conocía porque venían a la universidad y después volvían a sus países, decidió seguirles. Encontró marido y se instalaron en Bellinzona. Frecuenta la parroquia y ha trabajado con otras madres para montar el belén, además de crear una guardería. Con el asombro de quien - como ella dice - tiene mucho que aprender, ve cómo su fe se va volviendo una experiencia muy humana frente a las cosas concretas. Lee la escuela de comunidad y ha encontrado en don Giussani el maestro que buscaba. ¿No desea conocerle? Cuando se lo pregunto me mira sorprendida. Nunca se le ha pasado por la mente, como tampoco se le ha pasado el ver a Jesús. «Ya me siento muy recompensada. Ni se me ocurre molestarle. Además, cuando oigo hablar a mis amigos, Lucía, Claudio, es como si le oyera hablar a él». Y añade: «Pero es importante saber que está ahí».
Libertad, libertad
Autoridad y libertad, estructura y libertad, organización y libertad: éste es el problema. Por estos lugares la cuestión reaparece en todos los diálogos, envuelve y da forma a todos los encuentros. Hasta su expresión en forma de tosca y rígida contraposición de términos especulares es significativa: cómo es posible seguir siendo libres siguiendo a alguien. Mauricio, profesor de filosofía, sólo encuentra una forma de resumir su encuentro con don Giussani: «Hablaba con autoridad y respetaba mi libertad. No imponía nada. Las decisiones quedaban para mí y se me daba el transcurso del tiempo para que pudiera tomarlas. Este rasgo siempre me ha resultado evidente».
Mauricio lleva ya unos cuantos años de vida de movimiento a sus espaldas. Hablamos en la gran cocina de la casa de los Memores Domini de Lugano, donde viven una decena de chicas con una sólida vida profesional. No es que la gran casa domine sobre una cumbre, pero no sé por qué me recuerda a Mont San Vierge, la roca de La anunciación a María de Claudel.
Esta casa ha visto pasar muchas cosas desde que, en los primeros años 70, tuvo la plena aprobación de don Giussani como primera casa fuera de Italia. Ha contemplado los avatares de la vida del movimiento, ha tomado parte, discutido, luchado, con la certeza de que ese misterio de adhesión que está en la libertad de la persona basta en sí mismo para justificar la historia del mundo y sostener la certeza del cumplimiento final.
También en el comienzo de esta casa, como en la historia de Lucía que ha sido la responsable de siempre, está el escándalo sorprendente de una intromisión. La intromisión en la historia personal. Estamos a mediados de los 60 y a un grupo de amigos les llega la invitación por parte de una asociación católica para participar en un retiro espiritual. Esta asociación había invitado a hablar a un joven y desconocido sacerdote milanés, don Luigi Giussani, que -como recuerda Lucía- les irritó y escandalizó enseguida: «Os contaré cosas que cambiarán vuestra vida».
Alguno más ingenuo y directo fue espoleado por los demás y le espetó: «¿Cómo te atreves a decir que nos harás cambiar de vida? ¿Quién eres tú para entrometerte así?» El joven sacerdote le escuchó sonriendo: «Mañana por la mañana escucharéis cosas ante las cuales es imposible no tomar postura. De una u otra manera supondrá un cambio de vida».
En la gran cocina de la casa, la larga historia del movimiento en Suiza se vuelve en realidad lo que es: historia de rostros y de amistades, historias de relaciones significativas y de amigos más amigos que otros porque dan más rostro al ideal común. Claudio, Egidio, Pietro, Carla, Albino, Carlo Felice, don Willy, don Libero, don Angelo, don Gianni, el padre Mauro, don Bruno, Flavio, Giorgio, Patrizio, Pepi, Urs. Algunos de ellos ya no están, como Eugenio, el gran amigo obispo, o Urs von Baltasar, o Carlo Felice.
¡Monopolio ciellino!
Las polémicas de los periódicos suizos contra CL son un fenómeno recurrente. Algo así como la afluencia catártica de temores subterráneos. La última ocasión la ha propiciado la cercanía del final de febrero, fecha en la que el Tesino deberá decantarse respecto a una hipotética subvención para las escuelas libres. Si bien camuflado bajo la forma de una pregunta («¿Ataque de los integristas al estado liberal?»), el título de un largo artículo aparecido hace algo más de dos meses en el Neue Zurcher Zeitung, el diario suizo de mayor predicamento, ha sacado de nuevo a la palestra la eterna cuestión y el eterno temor. ¿Pero qué es lo que querrá este modo de entender la fe que pretende tener que ver con la vida, sus necesidades, sus intereses? ¿Y qué sucederá? La campaña, machacona hasta el aburrimiento, ha identificado enseguida al enemigo: el dinero irá a los colegios de los curas y de CL. Es inútil reseñar que la iniciativa ha tenido otros protagonistas, además de CL, como resulta inútil indicar que dos partidos políticos han reconocido la bondad del asunto y hecho propia la batalla. Todo lo ha hecho CL para favorecer a CL. Y, escoltando la polémica, se publica en los periódicos la consabida y -sobre todo para ellos- risible ristra de nombres y apellidos con las posiciones de poder de los ciellinos en la universidad, en los medios de comunicación y en las empresas.
Es cierto que en los asuntos humanos la cuestión es siempre de sentido. Pero es también una cuestión de oídos. Porque si no se tienen oídos para escuchar, ¿qué se puede hacer?
«...La verdad es que CL quiere educar en la fe a personas absolutamente normales... ¿qué deberían hacer estos católicos peligrosos? ¿Buscar un trabajo menos importante? ¿Estar lejos de la escuela, de la universidad, de los medios de comunicación? ¿O quedarse en paro? ¿Tal vez regresar a las catacumbas?». Muchas veces, los de CL han tratado de responder con cartas a los numerosos artículos que aparecen en los periódicos A la sencillez de las preguntas nunca se ha correspondido con sencillez en las respuestas. Sería preciso preguntarle a la tolerante Suiza: ¿cómo deberían vivir estos ciellinossi no pidiendo perdón continuamente por existir? No sirve de nada recordar que otras escuelas libres, incluso laicas como la Steiner, están presentes en el Cantón Tesino; de nada sirve recordar que sólo una mínima parte de los alumnos son hijos de ciellinos; de nada sirve recordar que la mayoría de los padres son ciudadanos de a pie, creyentes o no, que se mueven por una necesidad educativa que es de todos. Y tampoco sirve de nada sacar a la palestra la cuestión social, es decir de familias que, vengan de donde vengan y tengan el credo que tengan, si están necesitadas pagan sólo lo que pueden.
¡Prevaricadores de la autonomía del estado liberal, integristas e intolerantes, lo son y lo deben seguir siendo! «Pero, ¿cómo que intolerantes? - trató de objetar uno -. Si hay padres que, sin creer, participan activamente en la vida de nuestras escuelas? ¿Cómo que intolerantes, si hay padres musulmanes que mandan a sus hijas con nosotros porque en las tolerantes escuelas públicas se ríen de ellas a causa del chador y entre nosotros encuentran respeto?». «Nada que hacer - respondió un parlamentario adverso -, los padres, aún los no creyentes, que participan, más que testimonio de apertura de las escuelas, son el signo de una degradación personal progresiva hacia la cerrazón integrista. Y, respecto a las chicas musulmanas, ¡vaya pregunta!, está claro que a los integristas Dios los cría y ellos se juntan...».
Al otro lado del San Gotardo
Sin embargo, en Friburgo un periodista llamado Patrice nos cuenta que recientemente le han dado un buen palo en la vida. Para ser más precisos, Patrice dice sonriendo para sí que ha tenido «la misma experiencia que santa Juana de Arco». En el periódico La Liberté, diario de origen y tradición católica, alguien se había atrevido a no sepultar de críticas la recién salida Dominus Iesus del cardenal Ratzinger. ¿Quién fue el osado? Pues Patrice. Mientras tanto, a su alrededor periódicos, semanarios y televisiones se arrojaban ofendidos contra la enésima ofensa papal. Se convoca un consejo de redacción a petición de sus colegas que pegan fuerte. La sentencia: Patrice podrá seguir escribiendo, es más, deberá escribir sobre estos temas, pero cuando suceda algo así no será el único. De esta forma, al no ser la única voz sino una entre tantas, no parecerá la más autorizada. Y la neutralidad helvética queda así restaurada.
Patrice está al tanto de todas las comunidades de más allá del San Gotardo: Friburgo, Lausana, Ginebra, Neuchatel, Berna, Zurich... En total, unas setenta personas, más en la Suiza romance que en la alemana. En tiempos, Jesús mandaba a los suyos por el mundo de dos en dos, pero aquí, en la Suiza franco-alemana, se da una pequeña recesión y los nuestros deben arreglárselas ellos solos en su puesto de trabajo o de estudio. Querrá decir que al término de la carrera se presentarán ante el jefe pidiendo la paga más los intereses extraordinarios y las dietas. Bueno, tampoco el Papa lo tiene mucho mejor. En la peregrinación de toda Suiza para el Jubileo no había más de 3.500 personas. «Esta soledad nos ha enseñado a amar nuestra unidad - cuenta Patrice - y a perfeccionarnos en el método del periscopio. Estamos siempre con el periscopio alzado, escrutamos el horizonte y en cuanto aparece en la lente la silueta de un amigo lo celebramos con alegría, porque nos traerá un poco del movimiento al que pertenecemos».
¿De qué materia está hecha la vida de este pueblo que vive izado sobre la punta de su propia tolerancia? El buen franco-suizo-alemán rinde culto al ídolo del trabajo, se regala de vez en cuando con placenteras soirèes, se da la gran vida viajando por el mundo, y nunca faltan del menú del tiempo libre los platos culturales; y, para que sea todo más digerible, tiene siempre a mano el bicarbonato de las satisfacciones humanitarias. Sí, digámoslo, hay algo de voluntariado, si bien el sacrificio del tiempo cada vez se remplaza más por el ofrecimiento de dinero.
Patrice, que ama a su gente, sufre por un cuadro que desearía menos crudo: «Tal vez aquí el cristianismo ha tenido demasiado el rostro de una moral sexual, más que de un acontecimiento humano. Y quizás por eso las reacciones contra el Papa al final van todas dirigidas a esa esfera: el sexo, el aborto, los anticonceptivos». Cuando le pedimos que nos cuente algún encuentro verdadero nos habla de Cristina, ginebrina que trabaja en Berna, que ha encontrado el movimiento y se ha apasionado «tal vez porque no sabía nada del cristianismo. Ni siquiera el catecismo de pequeña». No es cierto que todos los salmos terminen en gloria. A veces, más de lo que pensamos, terminan también (que san Pablo perdone el pudor de la vulgata) en lodo. Lo que más me impresiona es que los campeones de la modernidad, de la laicidad de la conciencia que no debe obediencia a nada más que a la racionalidad de su propia esencia, los campeones del racionalismo moderno contra el oscurantismo fideísta, acaban en el festival del más banal sentimentalismo religioso. Debates, polémicas, reivindicaciones escandalizadas, al final aprietas, aprietas, exprimes, exprimes, y el jugo de tanta inteligencia es el siguiente: Ratzinger es malo, el Papa ama el poder, los homosexuales se quieren demasiado para ser malos, la eutanasia es una decisión que nace de un exceso de amor. ¿Pero existirá alguna vez un dato de la realidad sobre el que poder ejercitar la razón? Por esto el agradecimiento de Patrice es a un movimiento que le ha enseñado a respetar realidad y razón.
Sin embargo, algo se mueve. Este es el dato de una grata sorpresa: la renovación parece venir de lo alto, de los obispos de más reciente nombramiento. El de Basilea, Koch (ha estudiado en Friburgo con Corecco y von Schönborn, hoy cardenal de Viena) ha hecho saber de inmediato a sus fieles que considera a los nuevos movimientos eclesiales una bendición para la Iglesia. Al clero no le ha gustado mucho, pero él no se deja desanimar. Con el nuevo obispo Bernard Jenod, el catolicismo recobra presencia también en Friburgo. Su Excelencia ama la visibilidad del catolicismo y le gustan las fiestas. Así que la gente se ha reunido en la calle, en gran número, unida y contenta como no sucedía desde hacía mucho tiempo.
Cosas viejas y cosas nuevas
¿Alguien dijo alguna vez que el cristianismo no apareció en el mundo como una religión sino como una pasión por el hombre? Sí, alguien debe haberlo dicho. Y, sin duda, lo dice y lo repite la experiencia de un grupo de madres amigas, que viven en Lugano. Rossella, Patricia, Hope, Ivette son madres, cada una con una caterva de hijos a sus espaldas (la que menos tiene tres), con los pies bien plantados en el suelo y que ni siquiera sabían para qué puede servir la religión. Cuentan con sus emociones y las preguntas de minus habens -que alguno se divierte obstinadamente en endosarles- como bagaje para su viaje por el mundo. Todas viven desde hace algunos meses la experiencia del movimiento. Rossella da por hecho que ella no buscaba nada. Y tal vez, si le hubieran puesto delante la alternativa, habría preferido no sólo no buscar, sino no encontrar. Tampoco le resulta fácil contarnos estas cosas, porque hablar le recuerda al gran dolor que no nombra. Hace ya dos años de estos hechos. Había algunos amigos que, prefigurando cómo terminaría ella, le hacían mucha compañía a su marido. Horas y horas, a veces sin hablar, hasta el punto de que la sacaban de quicio: «¿Pero, qué hacen aquí si no tienen nada que decir?». Después, pasados unos meses, ella, que no quería saber nada de la religión, acudió en busca de aquellos amigos de su marido: «Yo no sé por qué creo, ni por qué busco algo. Estoy aquí sencillamente porque no soy capaz de vivir sola con cuatro hijos. Estoy aquí porque lo necesito». Hoy para ella, aún en el misterio de un gran dolor, ha comenzado una nueva vida.
Ver a Rossella, Ivette, Hope y Patricia, verlas juntas, viendo su amistad que no necesita de palabras, evoca todo menos el vacío deprimido de señoras insatisfechas y a la búsqueda de consuelo sentimental-religioso.
Patricia ni siquiera intuía que existieran ciertas preguntas. Del movimiento no sabía nada. Mejor dicho, conocía los prejuicios que todos conocen. Todo le iba bien y las cosas estaban en su sitio: el marido, el trabajo, la familia, los hijos, la existencia. Todo menos un hijo que tenía problemas en el colegio. Ese hijo le corroía por dentro, y digo por dentro porque por fuera no tenía con quién hablar. Hasta que conoció a Roberto, que es director de un colegio del movimiento, y decidió mandar a su hijo a ese colegio. Así llegó el descubrimiento sencillo, pero absolutamente impensable antes, de que se podía tener amigos en la vida. Hoy dedica parte de su tiempo al comedor escolar y ha implicado a su padre que es cocinero ya jubilado. El marido no le pone obstáculos, aunque tampoco la anima. Hace escuela de comunidad con sus amigas partiendo de los textos de don Giussani y sigue pensando en Jacob, que lucha con Dios hasta terminar marcado. No; el cristianismo no ha entrado en la historia como una religión, sino como una respuesta a la necesidad del hombre. Esto es lo que nos transmite la joven y fresca amistad de estas madres.
Un lugar que no está a medias
Tomemos el caso de Hope, judía americana de Nueva York. Su padre de joven estudió Derecho y nada más terminar la Segunda Guerra Mundial, se fue de vacaciones a Miami con sus amigos donde se encontró a la puerta del hotel con un cartel impensado e impensable: Prohibido entrar a los judíos y a los negros. Por esto, por defender a los negros y a los judíos, se hizo abogado penalista. Una elección que le costó la exclusión de la comunidad judía. Así, Hope estudió en una escuela pública de Miami, viendo a Ïu padre expulsado de la comunidad por defender a los negros, y creció con su búsqueda personal para reencontrar en las religiones y en la historia de los pueblos las huellas de las enseñanzas de su padre.
Le resultaba fascinante la historia de Oriente Medio, gran escuela de tolerancia; fascinante también la historia de Jesús, presentado en familia como un hermano más grande. Su búsqueda le llevó, hace años, a conocer y leer los textos de don Giussani, resultando vencida por la extraña capacidad de aportar respuestas allí donde otros se quedaban parados. Pero cuando en los últimos meses Hope conoció el movimiento, no buscaba un conocimiento religioso o una respuesta a cuestiones espirituales. No; ella buscaba personas que fueran al fondo de su propia humanidad. Buscaba un movimiento, un «lugar católico que no estuviera a medias» dice ella, personas con las que vivir el ideal percibido en la enseñanza de su padre y entrevisto en la lectura de los textos, en lo concreto de todos los días, en la educación de los niños, con el marido, en todo. Hoy Hope hace escuela de comunidad. Hace tiempo pidió el Bautismo para sus hijos, el mayor de los cuales va al colegio de los amigos del movimiento. Hace dos meses, ella terminó un testimonio en una asamblea así: «Yo siento que, gracias a esta amistad con vosotros, la historia religiosa de mis bisabuelos, de mis abuelos, de mi padre, no se ha terminado. En Pascua hará veinte años de la muerte de mi padre. Estoy segura de que él está muy orgulloso de todos nosotros».
De la Liguria a la Bavosa
Marco ha sido el último en nacer, se entiende que a la vida del movimiento. El mes pasado participó en su primera escuela de comunidad. Ligur de nacimiento, no pocos de sus veintiséis años los ha pasado como toxicómano. Acaba de terminar su programa en la Bavosa, una casa de reinserción que lleva el nombre de una finca que don Gelmini, con la ayuda de amigos del movimiento, ha alquilado y reformado para sus chicos de Lugano. Marco trabaja, es viticultor y vive con Massimiliano. Cuando el equipo de fútbol de la Bavosa desafía al del movimiento, siempre les dan una paliza, por la resistencia que tienen sus cuerpos y lo mucho que corren. Y es que allí se trabaja duro, se presta gran atención también al físico y se soportan con dignidad las ironías de los ciellinos humillados y vencidos («Bueno, ya sabemos por qué corréis tanto...»). Marco asegura que don Gelmini recomienda a sus chicos, una vez que terminan el programa, que conozcan y participen en la amistad del movimiento de CL. Dice que don Giussani y don Gelmini se conocen y se estiman mucho. Que don Giussani ha ido a conocer la obra de don Piero en la casa madre.
«Cuando conocí a los amigos del movimiento pensaba que serían distantes y se creerían más que yo por el hecho de haber estudiado. Sin embargo, todo fue muy sencillo y normal. Así fue también cuando participamos con don Gelmini en el Meeting de Rímini y nos hospedaron en casa de personas que no conocía de nada. Pensé que se comportarían con cierta superioridad, pero no fue así; era como uno de ellos, todo muy normal, no me prestaron ni mayor ni menor atención que a sus hijos. En resumen, conocerles me ha desvelado mis prejuicios y me ha hecho caer en la cuenta de lo que deseo. Por otra parte, la comunidad de don Piero se llama Incontro y sé por la escuela de comunidad que también para el movimiento la palabra encuentro es fundamental. En el fondo, lo que pedimos es un encuentro».
Un encuentro. Demasiado fácil la respuesta y por ello también demasiado fácil la pregunta. Pero la hago de cualquier forma, con una pizca de retórica: ¿por qué será que lo que le resulta claro a Marco, veintiséis años sin estudios y con muchos trabajos, permanece oculto para la rica y liberal Suiza?