VIDA DE LA IGLESIA

Mirar a Cristo

En la clausura del Jubileo, Juan Pablo II hizo pública la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, culminando así las etapas más relevantes del Año Santo. «El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que se acerca a su criatura»

ANDREA TORNIELLI

Con la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, firmada solemnemente en la Plaza de San Pedro después de la clausura de la Puerta Santa el pasado 6 de enero, Juan Pablo II ha zarandeado de nuevo a la Iglesia. Al final de un Jubileo casi perfecto en su organización, que ha visto la participación de verdaderas masas, Wojtyla nos invita a no caer en el triunfalismo. Frente a un acontecimiento imprevisto, como la Jornada Mundial de la Juventud, y a los demás momentos cruciales del Año Santo, el Papa manifiesta su gratitud, pero no extrae enseguida consecuencias operativas, sino que pide a toda la Iglesia que «reme mar adentro» (Duc in altum) a partir de lo esencial, de la vida de todos los días, llamando a todos a la santidad en las circunstancias más pequeñas y ordinarias.
El tono de la carta es confidencial; más que un Papa parece un párroco que confía sus esperanzas y sus reflexiones a sus parroquianos. Así reconoce haberse detenido «a menudo a mirar las largas filas de peregrinos en paciente espera para atravesar la Puerta Santa». «En cada uno de ellos trataba de imaginar - escribe Juan Pablo II - la historia de su vida, llena de alegrías, ansias y dolores; una historia de encuentro con Cristo y que en el diálogo con Él reemprendía su camino de esperanza». El Papa está sobre todo agradecido por lo que ha sucedido en el año 2000: «El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se acerca a su criatura». (...) «Sí, el Jubileo nos ha hecho sentir que dos mil años de historia han pasado sin disminuir la actualidad de aquel “hoy” con el que los ángeles anunciaron a los pastores el acontecimiento maravilloso del nacimiento de Jesús en Belén».
Hablando de la Jornada Mundial de la Juventud, Wojtyla define a los jóvenes como «un don especial del Espíritu». La mirada del Papa no es completamente pesimista, a pesar de las debilidades que caracterizan a la juventud: «A veces, cuando se mira a los jóvenes, con los problemas y las fragilidades que les caracterizan en la sociedad contemporánea, hay una tendencia al pesimismo. Es como si el Jubileo de los Jóvenes nos hubiera “descolocado”, trasmitiéndonos, en cambio, el mensaje de una juventud que expresa un deseo profundo, a pesar de posibles ambigüedades, de aquellos valores auténticos que tienen su plenitud en Cristo».
Después de haber recorrido las etapas más relevantes del Año Santo, Juan Pablo II explica que «el núcleo esencial» de la herencia del Jubileo es la «contemplación del rostro de Cristo». «Ahora tenemos que mirar hacia adelante, debemos remar mar adentro; pero es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del “hacer por hacer”. Tenemos que resistir a esta tentación, buscando “ser” antes que “hacer”».
En el segundo capítulo de la Carta, titulado “Un rostro para contemplar”, Juan Pablo II explica que «los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo “hablar” de Cristo, sino en cierto modo hacérselo rver” (...) Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor». A esta contemplación, añade Wojtyla, «no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico de aquel misterio».
En el tercer capítulo, titulado “Caminar desde Cristo”, el Pontífice se pregunta «¿Qué hemos de hacer?. Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!». (...) «No se trata, pues, - explica de nuevo el Papa - de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste». El Papa hace entonces una llamada a la santidad: «Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al comienzo del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede “programar” la santidad? (...) En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial». A propósito de esto, Wojtyla recuerda que «este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad».
En el párrafo titulado “El primado de la gracia”, el Papa recuerda que «en la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que acecha siempre a todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real con su gracia (...). Pero no hay de olvidar que «sin Cristo no podemos hacer nada».
Desaparecida hoy, incluso en los países de evangelización antigua, la situación de «sociedad cristiana», «hoy se debe afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracterizan». La pasión por la misión «no podrá delegarse en unos pocos “especialistas”, sino que tendrá que implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede guardárselo para sí: debe anunciarlo».
Hablando del diálogo religioso, Juan Pablo II ha citado la declaración Dominus Iesus del cardenal Joseph Ratzinger. Juan Pablo II recuerda que «el diálogo no puede basarse en la indiferencia religiosa, y nosotros como cristianos tenemos el deber de desarrollarlo ofreciendo el pleno testimonio de la esperanza que está en nosotros. No debemos temer que pueda constituir una ofensa a la identidad del otro lo que, en cambio, es anuncio gozoso de un don para todos».


Algunos pasajes extraídos de la Carta apostólica Novo millennio ineunte del Sumo Pontífice Juan Pablo II al episcopado, al clero y a los fieles al término del Gran Jubileo del año 2000

El cristianismo

Es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se acerca a su criatura, y después de haber hablado muchas veces y de diversos modos por medio de los profetas, «últimamente, en estos días, nos ha hablado por medio de su Hijo» (Hb 1,1-2).
¡En estos días! Sí, el Jubileo nos ha hecho sentir que dos mil años de historia han pasado sin disminuir la actualidad de aquel “hoy” con el que los ángeles anunciaron a los pastores el acontecimiento maravilloso del nacimiento de Jesús en Belén: «Hoy os ha nacido en la ciudad de David un salvador, que es Cristo el Señor» (Lc 2,11). Han pasado dos mil años, pero permanece más viva que nunca la proclamación que Jesús hizo de su misión ante sus atónitos conciudadanos en la Sinagoga de Nazaret, aplicando a sí mismo la profecía de Isaías: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (Lc-4,21). Han pasado dos mil años, pero vuelve siempre de forma consoladora para los pecadores necesitados de misericordia - y ¿quién no lo está? - aquel “hoy” de la salvación que en la Cruz abrió las puertas del Reino de Dios al ladrón arrepentido: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). (...)
¡El cristianismo es la religión que ha entrado en la historia! En efecto, es sobre el terreno de la historia donde Dios ha querido establecer con Israel una alianza y preparar así el nacimiento del Hijo del seno de María, «en la plenitud de los tiempos» (Ga 4,4). Contemplado en su misterio divino y humano, Cristo es el fundamento y el centro de la historia, de la cual es el sentido y la meta última. En efecto, «todo se hizo» por medio él, Verbo e imagen del Padre (Jn 1,3). Su encarnación, culminada en el misterio pascual y en el don del Espíritu, es el corazón del tiempo, la hora misteriosa en la cual el Reino de Dios se ha hecho cercano, más aún, ha echado raíces, como una semilla destinada a convertirse en un gran árbol en nuestra historia. (...)
«Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año Jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizá no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo “hablar” de Cristo, sino en cierto modo hacérselo “ver”. ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?
Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.
La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de Él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que san Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu, que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles, que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos.
Lo que nos ha llegado por medio de ellos es una visión de fe, basada en un testimonio histórico preciso. Es un testimonio verdadero que los evangelios, no obstante su compleja redacción y con una intención primordialmente catequética, nos transmitieron de una manera plenamente comprensible.
En realidad, los Evangelios no pretenden ser una biografía completa de Jesús según los cánones de la ciencia histórica moderna. Sin embargo, de ellos emerge el rostro del Nazareno con un fundamento histórico seguro, pues los evangelistas se preocuparon de presentarlo recogiendo testimonios fiables. (...)
Jesús pregunta a sus discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, quién dice la “gente” que es Él, a lo cual ellos responden: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún - ¡y cuánto! - de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, ¡Jesús es muy distinto! Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que Él espera de los “suyos”: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). (...)
¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia: «una persona en dos naturalezas». La persona es aquélla, y sólo aquélla, la Palabra eterna, el hijo del Padre. Sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.
Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como el apóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir, a reconocer la plena humanidad (...).
Si hoy, con el racionalismo que reina en gran parte de la cultura contemporánea, es sobre todo la fe en la divinidad de Cristo lo que constituye un problema, en otros contextos históricos y culturales hubo más bien la tendencia a rebajar o desconocer el aspecto histórico concreto de la humanidad de Jesús. Pero para la fe de la Iglesia es esencial e irrenunciable afirmar que realmente la Palabra «se hizo carne» y asumió todas las características del ser humano, excepto el pecado. En esta perspectiva, la Encarnación es verdaderamente una kenosis, un “despojarse”, por parte del Hijo de Dios, de la gloria que tiene desde la eternidad.
Por otra parte, este rebajarse del Hijo de Dios no es un fin en sí mismo; tiende más bien a la plena glorificación de Cristo, incluso en su humanidad. «Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre-sobre-todo-nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9-11).
«Señor, busco tu rostro» (Sal 26,8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En Él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho «brillar su rostro sobre nosotros» (Sal 66,3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre». (...)
Esta identidad divino-humana brota vigorosamente de los Evangelios, que nos ofrecen una serie de elementos gracias a los cuales podemos introducirnos en la «zona-límite» del misterio, representada por la autoconciencia de Cristo.
Aunque sea lícito pensar que, por su condición humana que lo hacía crecer «en sabiduría, en estatura y en gracia» (Lc 2,52), la conciencia humana de su misterio progresa también hasta la plena expresión de su humanidad glorificada, (...). En el marco de Getsemaní y del Gólgota, la conciencia humana de Jesús se verá sometida a la prueba más dura. Pero ni siquiera el drama de la Pasión y muerte conseguirá mellar su serena seguridad de ser el Hijo del Padre celestial.
La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración. (...)
Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. (...)
Pero esta contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado! (...)
La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que lloró por haberle negado y reanudó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: «Tú sabes que te quiero» (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impresionado por Él: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Flp 1,21).
Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. «Dulcis Iesu memoria, dans vera cordis gaudia»: ¡Dulce recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! (...)
«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). (...)
No será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!
No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene en cuenta el tiempo y la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz.
En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que acecha siempre a todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no hay de olvidar que, sin Cristo, «no podemos hacer nada» (cf. Jn 15,5).
La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? (...)
Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos «especialistas», sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede guardarlo sólo para sí, debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos. (...)
Pero el diálogo no puede basarse en la indiferencia religiosa, y nosotros como cristianos tenemos el deber de desarrollarlo ofreciendo el pleno testimonio de la esperanza que está en nosotros. No debemos temer que pueda constituir una ofensa a la identidad del otro lo que, en cambio, es anuncio gozoso de un don para todos, y que se propone a todos con el mayor respeto a la libertad de cada uno: el don de la revelación del Dios-Amor, que «tanto amó al mundo que le dio su Hijo unigénito» (Jn 3,16). Todo esto, como también ha sido subrayado recientemente por la Declaración Dominus Iesus, no puede ser objeto de una especie de negociación dialogística, como si para nosotros fuese una simple opinión. Al contrario, para nosotros es una gracia que nos llena de alegría, una noticia que debemos anunciar. (...)