CL EN EL MUNDO
De la estepa a la tierra del Sol naciente
Diario de dos viajes a los confines de la tierra. Primero, Kazajstán: a Astana para visitar al Nuncio y a Karaganda para celebrar Ejercicios espirituales. Después, Japón: a Fukujama para dar los Ejercicios y al Monte Koya para impartir dos lecciones en la universidad
AMBROGIO PISONI
Kazajstán
El avión deja Ámsterdam con casi noventa minutos de retraso, y por ello son las tres de la madrugada cuando por fin saludo al padre Eugenio, en el aeropuerto de Almaty. Otra vez en Kazajstán, esta vez para ver a nuestros amigos, para vivir con ellos los Ejercicios espirituales. Es jueves 3 de octubre. Después de unas horas de descanso, volamos hacia Astana, la nueva capital. Nos espera el p. Livio, que nos conduce rápidamente a la sede de la Nunciatura Apostólica. Allí nos recibe el Nuncio, monseñor Wesolowski, a quien veo por segunda vez desde que a principios de año llegó a Kazajstán procedente de Bolivia. Es atento e inteligente; y, sobre todo después de la visita del Santo Padre, está atento a que la presencia de la Iglesia Católica sea verdaderamente misionera. Pasamos con él apenas una hora, pero basta para confirmar y aumentar el mutuo aprecio. A las ocho menos veinte en punto el eléctrico se mueve lentamente e inicia su recorrido hacia Karaganda, 230 Km. hacia el sur, en el corazón de la estepa. Es casi medianoche cuando el p. Adelio nos abre las puertas de su casa. Al día siguiente llegan los amigos de Almaty, después de un viaje de casi veinte horas en tren. A las siete de la tarde asistimos todos a la cita en el antiguo sanatorio de Utra. Es el lugar que desde hace ya dos años ve reunirse a la comunidad de CL para los Ejercicios. Este año son cincuenta y cuatro personas, entre jóvenes y adultos. Todo se desarrolla con rápida y eficaz precisión. Empezamos después de la cena: la entrada en silencio acompañada de la música, las imágenes que se suceden y que regalan a esa sala fría y austera la caricia de una belleza esperada desde siempre. Esa belleza que se manifiesta sobre todo en los rostros de nuestros amigos, llenos de espera deseosa que se convierte en trabajo en cada gesto, igual que el canto, la oración, la escucha de la lección de don Pino (la mañana de Rímini) o el trabajo por grupos. El sábado por la tarde, Nariman y Valentina, estudiantes del conservatorio, interpretan al piano la gota de Chopin y la Sonata del claro de luna de Beethoveen. Pero la sorpresa más grata la ofrece al final el coro, preparado y dirigido por Adelio, que interpreta cantos de la tradición kazaka, rusa y de la historia del movimiento en italiano y en español. El domingo por la mañana es la asamblea: surgen preguntas en abundancia del trabajo por grupos y el tiempo se pasa volando. La primera pregunta es de Jhas, uno de los últimos en conocer el movimiento: «Ayer participé en la misa por segunda vez en mi vida: no comprendo nada, como todo lo que oigo. Y sin embargo no quiero dejar esta compañía: es demasiado importante para mi vida. ¿Puedo estar entre vosotros sin Dios?». Quédate con nosotros, querido Jhas: Dios, el Misterio es la fuente de tu deseo. Después de la santa misa vemos y escuchamos la intervención de don Giussani al final de los Ejercicios. Cuando se apaga la imagen, el silencio se llena de conmoción. El lunes por la mañana tengo todavía tiempo para verme con los cinco sacerdotes que viven la experiencia de la fraternidad del Studium Christi. No existe fecundidad misionera sin el cuidado de la verdad de la propia pertenencia. Después del almuerzo emprendemos el viaje de vuelta. Con Livio al volante de un Lada tan sucio como tenaz, Eugenio y Edo, nos dirigimos hacia Astana. Dejando Karaganda a nuestras espaldas, nos adentramos en la interminable estepa. Después de casi cuatro horas llegamos a Astana: ciudad reconstruida en tiempo récord y en pleno frenesí de quien quiere anticipar el futuro; poco después estamos en el aeropuerto. A las 22:00 el avión de la Air-Astana despega hacia Almaty. Todavía tengo tiempo de despedirme de los amigos y amigas de los Memores Domini y colocar en el equipaje de mano el regalo para el cumpleaños de don Giussani.
Japón
La isla artificial sobre la que se extiende el aeropuerto de Osaka-Kansai aparece de repente cuando el Jumbo atraviesa la capa de nubes para dirigirse hacia la pista de aterrizaje. Es 1 de noviembre y me encuentro otra vez en Japón para visitar a nuestros amigos. A las 12:50 en punto estoy en Hiroshima. En el aeropuerto, en la estación y a bordo de los trenes el escenario es harto conocido: orden, precisión, limpieza, puntualidad, la sonrisa de los empleados y el rito de las inclinaciones. «Nada nuevo bajo el sol naciente», me saldría decir. Pero no; la novedad está y se materializa en el rostro de Sako, que viene a recogerme. Su sonrisa no se encasilla en el estándar nipón. Por la noche, después de celebrar la misa en la capilla del obispado, ceno con Sako y Marzia. En la casa todo está en su sitio, como en cualquier hogar de los Memores Domini. Fuera, el equilibrio de las formas es consecuencia de una disciplina sin libertad. Es el drama de este país y la presencia de nuestra comunidad es una pequeña semilla en el corazón de este drama. Al día siguiente salimos para Fukujama, donde participaremos en los Ejercicios, a unos cien kilómetros al este de Hiroshima. Al empezar la misa de la noche hay dieciocho personas, de las cuales tres son nuevas. Hasta el lunes trabajamos, cantamos, rezamos y pedimos, con la alegría propia del que forma parte de una insignificante comunidad en un país lejano, para quien reunirse con los hermanos tiene el sabor de un gusto inestimable. Está el padre Arnaldo, que trabaja en la parroquia de Fukujama; Víctor con su mujer y sus dos hijos; Ernesto y Chiedo, que vienen desde Tokio; Bárbara, que vuelve a Florencia después de tres meses recopilando material para su tesis, y todos los demás. Y aún queda una sorpresa: el primer número de Huellas en japonés. Recibo una copia especial para don Giussani con las firmas de todos. Con este regalo me despido de estos amigos.
La meta ahora es el Monte Koya: el encuentro con el profesor Habukawa y una ponencia que debo dar en la Kayasan University sobre el tema El cristianismo y las religiones, que habían solicitado el Rector y el prof. Takagi. En la estación de Shim-Osaka viene a recogerme mi amigo Kurt, un suizo casado con una japonesa budista. Son las seis cuando llegamos a casa de la familia Habukawa, al templo Murvokoyn. El mundo del Kayasan me acoge con su silencio y su calma, signo de un Japón que quiere seguir obstinadamente fiel a una identidad que ya no se comparte. Los jóvenes estudiantes que trabajan en el templo Muryokoyn vienen enseguida a recibirme. Al día siguiente el profesor Habukawa me manda a buscar y, como siempre, se informa enseguida sobre don Giussani y sobre mis padres. Kurt y su mujer me acompañan a la universidad, donde me recibe el rector con uno de sus profesores, experto en budismo hindú. En el aula destinada para el encuentro hay treinta y tres oyentes entre profesores y estudiantes. El profesor de budismo hindú hace la introducción. Palabras de presentación, inclinaciones y breve ritual de aplausos. Desde la memoria del comienzo de nuestra amistad en 1987, pasando por la descripción del corazón humano con todo su deseo de felicidad, hasta la amistad con Jesús, el único Acontecimiento que es respuesta a este grito. El discurso se va desarrollando traducido frase por frase. El saludo con el que nos despedimos tiene el gusto de una sinceridad que no conoce las estrechas ataduras de la formalidad. Antes de partir, el rector manifiesta el deseo de que nuestra relación se intensifique hasta asumir un perfil académico: una posibilidad que gustosamente verificaremos. Son casi las 4:30 de la madrugada del miércoles cuando nos despedimos. Del tren al metro hasta llegar a Osaka y de aquí un shinkausen me lleva a Tokio. Allí Chieko, la mujer de Ernesto (ver Huellas n. 10, 2002), me salva del laberinto de la estación central. Juntos salimos hacia la Gaigo University, una imponente estructura con amplios espacios, servicios inmejorables y pocos estudiantes, muchos de los cuales desaparecen en cuanto terminan las clases. Silvia, que imparte clases de italiano en este campus, me había invitado para que diera dos lecciones a sus estudiantes sobre la realidad del cristianismo. Son trece, la mayoría de segundo y tercer año, lo que obliga a utilizar un lenguaje sencillo ligado a la esencialidad del contenido. Al día siguiente llega la réplica, de nueve a once. El jueves por la mañana, con Ernesto, que había venido para acompañarme hasta el tren del aeropuerto, dejamos la Gaigo. En la estación, Ernesto me enseña el último número del tebeo japonés que ha traducido al italiano: uno de los trabajos que, junto con la enseñanza del italiano, le permite a él y a Chieko vivir en esta extraña y carísima sociedad japonesa.