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¿Te extrañas de que se acabe el mundo? Extráñate más bien de que el mundo haya llegado a viejo. El hombre nace, crece y envejece. ¡Y cuántos achaques lleva consigo la vejez! (...) El hombre, al envejecer, se llena de achaques; el mundo, al envejecer, se llena de miserias.
¿Acaso no te ha dado Dios bastante al enviarte a Cristo en la vejez del mundo? (...) No quieras, pues, uncirte a este viejo mundo; no te resistas a rejuvenecer en Cristo, que te dice: El mundo se muere, el mundo envejece, el mundo se acaba; sufre el estertor de la senectud. Pero no temas: tu juventud se renovará como la del águila (Sal 102,5) (...).
Quizá no muera Roma; quizá haya sido flagelada, pero no esté en ruina. Quizá haya sido castigada, pero no aniquilada. Quizá no perezca Roma si los romanos no perecen. Y no perecerán si alaban a Dios, pero perecerán si blasfeman de él».
San Agustín
(Sermón 81,8-9)
Obras de San Agustín, Tomo VII, BAC, Madrid 1950, p. 235-236