Orígenes y desarrollo de la civilización occidental

El cristianismo entre los siglos VI y VIII era el factor que determinaba la vida de pueblos enteros. Mientras Bizancio sometía a la Iglesia al poder imperial, en Europa la autonomía del papado respecto al poder político garantizó cuanto había de bueno en las diversas tradiciones, favoreciendo una síntesis extremadamente original: la Edad Media

MARÍA PÍA ALBERZONI

¿ Puede la experiencia del encuentro con la Verdad ser criterio de juicio y de acción no sólo de la vida personal, sino también de las relaciones entre pueblos y naciones? En nuestra época, la mayoría de los líderes de opinión ha contestado negativamente a esta pregunta. Más aún, según una tesis nueva, muchos han declarado explícitamente que cuando se ha puesto en práctica este criterio la humanidad ha vivido sus peores momentos. Sin embargo, la historia desmiente clamorosamente estas ideologías y se confirma como el mejor antídoto contra juicios superficiales, basados sólo en prejuicios genéricos.

Iniciamos a continuación un recorrido que nos lleva a releer algunos momentos significativos de nuestro pasado, cuyo conocimiento permite adquirir elementos críticos de juicio.

A título de ejemplo, tomaremos en consideración un punto crucial para la formación no sólo de la civilización que aún hoy definimos como “occidental”, sino también para la definición del ámbito cultural-geográfico definido como “Europa”. Se trata de los siglos comprendidos entre el final del mundo antiguo y la Alta Edad Media, en concreto, los siglos VI-VIII, en los cuales y gracias sobre todo a la iniciativa de la Iglesia de Roma, se configuró una primera unidad cultural y política del Occidente.

Lo que a primera vista llama la atención del observador es que Europa no nace ante todo a partir de conquistas militares, como sucede con la más o menos contemporánea expansión islámica, sino que el elemento creativo (y constructor) es una extraordinaria capacidad de integración y asimilación de todo lo positivo que existe en las culturas de las poblaciones que poco a poco se asoman al mundo ya políticamente unificado dentro de la grandiosa experiencia del imperio romano. No sólo la asimilación, sino más bien el encuentro paritario entre el elemento latino y el germánico - presuponiendo en lo latino el cauce indispensable de la Iglesia de Roma - produjo lo que Giuseppe Seti ha definido con justicia como «una síntesis que tiene muy escasas equivalencias en la historia mundial» (G. Sergi, L’idea di Medioevo. Tra senso comune e pratica storica, Roma, Donzelli 1998, p. 24).

Ortodoxia y herejía
¿Cómo se desarrollaron los hechos? A partir de Constantino (306-337), los emperadores romanos de Constantinopla se presentaron y actuaron como los defensores de la ortodoxia, es decir, de la doctrina de la Iglesia, respecto a las herejías cristológicas - referentes a la definición de la persona de Cristo, Dios y hombre verdadero, dentro de la Trinidad - que surgieron en gran número a partir del siglo IV. Basta pensar que ya en el 325 el todavía sin bautizar Constantino convocó en Nicea el primer concilio ecuménico para discutir las doctrinas de un sacerdote de Alejandría de Egipto, Arrio, según el cual Cristo no sería totalmente partícipe de la naturaleza divina, por lo que estaría subordinado al Padre. Constantino en primer lugar y después sus sucesores sintieron como parte de su tarea (tal vez en continuidad con el cargo de pontifex maximus de los emperadores paganos) no sólo la protección de la Iglesia, sino el ser garantes de la ortodoxia. Así pues se empeñaron en hacer observar por medio de decretos de Estado los dogmas que iban ratificando los concilios ecuménicos, los cuales, no debemos olvidarlo, se desarrollaron todos en Oriente hasta el siglo XI y fueron todos convocados por los emperadores. El problema crucial que enseguida se fue delineando fue la total subordinación de la Iglesia de Constantinopla al poder imperial, que llegó a imponer al patriarca de Constantinopla y a los prelados un juramento de fidelidad al emperador semejante al que prestaban los demás súbditos. En cambio, en Occidente, gracias a la inteligente decisión del papado de no ligarse de forma vinculante con ningún poder político - con ánimo de evitar correr la misma suerte que la Iglesia de Constantinopla -, si bien es cierto que la realeza fue en cierto modo sacralizada según el modelo bíblico (la unción real se inspiraba en la de David), al mismo tiempo halló en la relación con la Iglesia de Roma una acción que frenaba su extensión en los diversos ámbitos de la vida.

El pontificado de Gregorio Magno (590-604) señala una etapa significativa en este sentido. Éste era descendiente de una familia senatorial de Roma y, antes de retirarse a la vida monástica, había ejercido tareas de administración pública en la ciudad. Y no sólo eso. Gracias a su formación también los papas se sirvieron de él, de modo que fue enviado como “embajador” a la corte de Constantinopla, donde pudo darse cuenta de la absoluta sumisión de aquella Iglesia al poder imperial. Cuando fue elegido obispo de Roma, numerosos problemas asediaban a Occidente: por ejemplo, la presencia de los lombardos en la península italiana, que suponía una amenaza de posibles ataques contra Roma. Gregorio supo evitar a la ciudad dichos ataques pagando los tributos necesarios con lo que rentaban las tierras propiedad de la Iglesia. En esa situación, abandonada la esperanza de que el imperio se ocupase de la defensa de unas tierras que, al menos de nombre, seguían siendo de su dominio, Gregorio optó con realismo por la vía de la colaboración y la convivencia pacífica con las poblaciones germánicas, consagrándose ante todo a su conversión.

Paganos o arrianos
Muchas de estas poblaciones (los anglos, los frisones, los sajones) eran aún paganos, otras, como los lombardos o los visigodos, eran mayoritariamente cristianos pero en la forma arriana, habían sido evangelizados según la doctrina de Arrio. Gregorio envió algunos monjes (que eran entonces la fuerza más vital del mundo cristiano) como misioneros a Inglaterra, mientras que en Italia se mantuvo en estrecho contacto con la corte, especialmente con la princesa Teodolinda, que provenía de una familia católica. La acción de Gregorio Magno no significó la conversión inmediata de estas poblaciones, la cual tuvo lugar gradualmente, pero indicó el camino hacia la fusión entre el elemento romano-católico y las poblaciones germánicas.

Pensándolo bien, este caso, como cuanto sucedió en el reino de los francos hasta el siglo VI, muestra cómo el elemento religioso fue el terreno privilegiado en el que se pudo realizar una síntesis cultural de enorme alcance, siendo lo único capaz de unir entre sí en un ideal común poblaciones tan diversas desde el punto de vista cultural. Se entiende así que Gregorio de Tours, un gran obispo descendiente de una familia de la aristocracia senatorial galo-romana, en su Historia eclesiástica de los Francos comparase a Clodoveo - rey de los francos, bautizado en el 498 con los jefes de su tribu por san Remigio, obispo de Reims - con Constantino, el emperador que durante toda la Edad Media constituyó el modelo indiscutido del emperador cristiano. En aquel momento la integración entre los dos pueblos se había realizado plenamente. Y se realizó sin que ninguna de las dos partes renunciase a su identidad propia, si bien la que prevaleció fue seguramente la más fuerte desde el punto de vista cultural.: se mantuvieron muchas tradiciones locales y otras fueron rescatadas a la luz de la nueva fe; la concepción misma del poder típica del mundo germánico (el rey-guerrero absolutamente electivo y reconocido por todo el pueblo mientras cumpliera las promesas - normalmente de carácter militar - hechas en el momento de la elección) no desapareció, pero fue en cierto modo sacralizada con la unción, siguiendo el modelo de los reyes bíblicos.

Contra la teocracia
Así pues, en los reinos romano-germánicos fue exorcizada la concepción del poder político que con razón puede definirse como teocrática y que se había afirmado en Bizancio. Además, para garantizar la autonomía del papado respecto al poder político, los papas de la segunda mitad del siglo VIII decidieron elegir como interlocutores privilegiados, o mejor, como defensores, a los francos, concretamente al mayordomo de palacio Pipino el Breve y sus hijos Carlos y Carlomagno, que fueron ungidos reyes primero por Bonifacio, el evangelizador de los frisones y los sajones, y después por el mismo Papa Esteban II (754). Así se garantizaba a la sede romana la libertad en sus decisiones, dado que si bien su defensor era el rey germánico más poderoso, al mismo tiempo éste se hallaba lejos de Roma, adonde se acercó sólo para responder a puntuales peticiones de ayuda que le dirigió el Papa. También los reyes lombardos eran ya católicos y no menos devotos que Pipino - tanto Liutprando como Astolfo obedecieron en distintas ocasiones a las peticiones del Papa y donaron las tierras que acababan de conquistar - pero su indiscutible hegemonía en la península italiana y en la región que rodea Roma habría hecho que el Papa se convirtiera en el primer obispo de los lombardos, renunciando así a la misión universal inscrita en el mandato petrino.

Justamente para que no se la identificara con ningún poder político, la Iglesia de Roma supo acoger cuanto de bueno había en las diversas culturas - ya se había verificado lo mismo respecto a la cultura helenística, y lo mismo sucedió con las culturas bizantina, judía, germánica y árabe - llevándolo de alguna forma a su madurez dentro de un sistema cultural vivaz y extremadamente crítico, de acuerdo con las enseñanzas de san Pablo: «Examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Tes 5,21). La Edad Media occidental se caracterizó por una gran capacidad de absorción y reelaboración cultural, un elemento que será propio de la civilización europea, favorecido precisamente por el elemento religioso que muchos querrían indicar como motivo de guerra y de odio.

Posibilidad de iniciativa
Por otra parte, en su relación con un “imperio ligero” como era el del Occidente medieval, la Iglesia romana no sólo tuvo una mayor posibilidad de iniciativa en todos los campos, incluido el cultural, sino que sobre todo pudo evitar el compromiso excesivo con un poder fuerte. Mientras tanto, el emperador de Bizancio, cada vez más comprometido en su papel de defensor de la fe y, por tanto, de verdadero representante de Dios en la tierra, no había vacilado, en determinadas circunstancias, a la hora de perseguir incluso a papas y obispos ilustres que se habían opuesto a algunas de sus decisiones doctrinales. En este sentido, es emblemático el caso de Martín I, que fue deportado a Constantinopla en el 653, donde murió, por no haber aceptado reconocer el monotelismo (una solución de compromiso elaborada por el patriarca de Constantinopla, según la cual las dos naturalezas de Cristo, divina y humana, habían sido unidas por una sola voluntad); pero idénticos métodos fueron empleados con los súbditos de las regiones orientales y de Egipto - decididos seguidores del monofisismo, la herejía que consideraba la naturaleza humana de Cristo como totalmente absorbida por la divina - con el fin de reconducirles a la observancia de la recta doctrina, llegando a una represión de la disidencia religiosa (se entiende por parte del imperio), que exacerbó el ánimo de los súbditos y fue la causa más determinante de la rápida expansión islámica en aquellas regiones. Los habitantes egipcios de Alejandría, por ejemplo, no dudaron en abrir las puertas de la ciudad a la llegada de los árabes, esperando así no tener que sufrir más la persecución religiosa por parte de Bizancio.

Volviendo al interrogante que ha suscitado nuestra reflexión, es posible decir que la religión cristiana, como experiencia del encuentro con la Verdad, no fue ciertamente el origen de guerras, sino más bien de importantes movimientos de integración entre los pueblos y de vivaz elaboración cultural; sólo cuando fue mediatizada por el poder político llegó a ser causa de enfrentamientos. La historia de la Iglesia de Roma desde los primeros siglos de la Edad Media indica con claridad el camino de una independencia del poder, independencia que resulta eficaz también hoy, allí donde los cristianos y las Iglesias locales tienen clara conciencia de su identidad y de la unidad “supranacional” que genera el reconocimiento del primado romano.