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Acentos que encienden el alma y la abren al gusto de la responsabilidad en la
vida
Apuntes de la intervención de Luigi Giussani en el
Retiro de novicios
de los Memores Domini
«Ya ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo» (Lc
1, 76). La realidad que intervino en la vida de ese pueblo que había asimilado
que el problema de la salvación es el problema de la vida del hombre,
es para «la salvación y el perdón de los pecados» (Lc
1, 77). Al rezar el Benedictus se hace cotidiano este anuncio que nos comunica
una profunda novedad del ser.
«Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo». De
lo contrario, la historia - apoyada en la historia de cada persona - y la afirmación
de que la vida del hombre está salvada, se verían abandonadas:
todo acabaría en tristeza, sería algo tristemente insoportable
e inevitable, pues la seguridad de su destino teje la conciencia del hombre. «El
perdón de los pecados»: esta necesidad “pesa” sobre
el misterio de nuestra relación con lo divino y sobre su meta final.
La primera señal de la relación con lo divino, profecía
y prenda de él, es que tú, yo y todo hombre formamos parte de un
pueblo: «Para anunciar a su pueblo la salvación».
Percibir todas las paredes de nuestra realidad humana, caduca a la par que eterna,
nos lleva a tomar en consideración el camino del hombre como creador de
un pueblo, con un corazón común y un impulso previsor decisivo. ¡Qué grande
es el acontecimiento de Cristo! ¡Es el acontecimiento de los “niños” llamados
a ser profetas del Altísimo! De tal forma que todo en ellos y para ellos,
a través de ellos, construye un pueblo; todo, incluso los errores, construye
la presencia de un pueblo.
Lo Eterno alcanza el corazón del hombre mediante un acontecimiento (de
modo distinto de cómo Dios llegó a Meribá y a Masá en
el desierto, Sal 94,8); hay algo distinto por lo cual, lentamente, nos disponemos
a abrir los ojos de par en par frente al semblante inconcebiblemente hermoso,
totalmente bueno, que Dios asumió ante la Virgen, ante su madre.
Al rezar el Ave María antes de comer o por la noche, reconocemos la primera
vibración, los primeros acordes de esa realidad musical que es Dios para
los ángeles y para todo hombre que diga: «Padre nuestro que estás
en los cielos, en la raíz profunda de todas las cosas». ¡Como
la Virgen!
«Y a ti, niño te llamarán profeta del Altísimo». Quizás
se nos ha hecho familiar la figura de la Virgen como primogénita de todo
lo que acontece. La figura de la Virgen, su realidad, que miramos como lugar
de la misericordia, lugar del perdón y de la magnanimidad, lugar de la
verdadera magnificencia, espera a la puerta del hombre en todo momento.
«Y a ti, niño [a ti, a mí], te llamarán profeta del Altísimo»:
y nadie que tome en consideración un tramo de mi vida puede negar que
incluso cuando la fragilidad o la maldad han penetrando en mi historia personal,
no han podido impedir el anuncio de su Presencia.
¡
Esta criatura, esta mujer! Una mujer que caminó ciento veinte kilómetros
para ir a visitar a su prima Isabel.
Supliquemos entonces a nuestra madre, pues así la hizo el que plasmó el
mundo. Con el paso del tiempo, dejemos toda objeción, no nos resistamos
a la relación con su figura, con su realidad presente en el misterio de
las cosas, ¡presente en el corazón del ser que obra! Veni Sancte
Spiritus. Veni per Mariam: abandonémonos con serenidad, con la certeza
de Moisés, de Abrahán, y de los hijos de Dios que venían
al mundo: la devoción a la Virgen puede vencer todo miedo y cualquier
irritación debida a la prisa.
¡
Ojalá rezando el Benedictus a diario hagamos memoria de esta abogada nuestra,
del papel vencedor que tiene esta mujer! Tan grande y tan valiente que «quien
quiere recibir una gracia y no recurre a ella», pues no se detiene a invocarla,
echaría a perder su deseo, como si «su deseo pretendiera volar sin
alas» (cf. Dante, Divina Comedia, c. XXXIII del Paraíso, vv. 13-15).
Gracias por darme esta oportunidad.