El
efecto Chernobyl
El efecto Chernobyl
Existe una gran confusión acerca de las palabras que describen la experiencia
elemental del hombre. Estamos todos un tanto ciegos acerca de la verdad de la
experiencia y faltos de energía afectiva. A raíz de un pasaje de
la lección de don Pino en los Ejercicios de la Fraternidad, lo hemos comentado
con un profesor de Filosofía moral y un psicoanalista
Stefano Alberto (don Pino)
Abrahán Hechel observa: «En nombre de buenas intenciones, hemos
favorecido el crecimiento del mal». Así la relación del hombre
con su destino no es la libertad, no es la posibilidad de reconocer el atractivo
vencedor, sino algo predeterminado inexorablemente y fatalmente negativo, que
aniquila el yo.
Grossman, en Vida y destino, comenta: «El mayor cambio que se produjo en
la mayoría de las personas fue que poco a poco perdieron el sentimiento
de su individualidad y advirtieron con fuerza cada vez mayor el sentimiento de
la fatalidad. (...) El gusto por la felicidad se había perdido, ya no
estaba, y en su lugar al hombre le atormenta una multitud de ganas y proyectos».
La posibilidad de resolver la enigmática situación del hombre mediante
ideas, ideas justas, desemboca inexorablemente en separar la realidad en buena
y mala, lo cual afecta a la experiencia original del hombre que tiene un deseo
imborrable de felicidad. (...)
¿
Cómo sintetizar este pecado? El hombre está hecho para la felicidad,
pero busca la muerte. La libertad del hombre trata de negar, intenta oponerse
al hecho evidente de que está hecho para la felicidad. Es el orgullo.
El orgullo trajo al mundo el mal, que es la afirmación de uno mismo antes
que la realidad. Este orgullo es como un enloquecimiento.
¿
Qué es lo que se debilita? La conciencia, el gusto por la verdad, porque
este orgullo se convierte en mentira («No es así»), capricho
o fragilidad afectiva, según la expresión de Giussani «efecto
Chernobyl». Todos estamos un tanto faltos de energía afectiva.
Naturalmente, el poder se aprovecha de ello, favorece e incrementa este “enloquecimiento”,
esta falta de energía debida al pecado original, esta ceguera. El poder
intenta (¿recodáis el precioso capítulo «Entre Barrabás
y el esclavo frigio» de El yo, el poder y las obras?) «sofocar, reducir
los deseos e incluso atrofiar su fuente» apagando el deseo y creando gran
confusión. Si mi conciencia está debilitada y me falta energía
afectiva, ¿qué me queda? La reacción, la reactividad y,
por tanto, más violencia.
Quien niega que tenemos esta herida dentro, que la posibilidad de la guerra empieza
en nosotros, que el desorden es la consecuencia de la herida del pecado, necesita
dividir la realidad entre buenos y malos: elimina la responsabilidad, quita la
posibilidad de que la libertad se rescate. (...)
«
La tendencia espontánea de la ideología es la de distribuir a los
seres humanos en dos categorías: por un lado, los que actúan, y
que por tanto son responsables de sus actos y por ello acusables; por otro, los
que reaccionan y la causa de sus actos es siempre externa a ellos mismos, por
lo cual son inocentes» (Alain Finkielcraut): el mal siempre está en
otros, el enemigo está siempre fuera de uno mismo. Se elimina la libertad
como responsabilidad, y posibilidad de rescatarse mediante un nuevo inicio. Más
radicalmente, se elimina la posibilidad de amar.