La
libertad impotente. A propósito del bien y del mal
El
maniqueísmo relativiza la libertad humana, no hace de ella el lugar
activo del enfrentamiento entre el bien y el mal. Desplaza la lucha a otro ámbito.
El profesor Botturi afronta la actualidad del problema moral
a cargo de Davide Perillo
« El motivo, en el fondo, es uno: en la vida del hombre, la experiencia
del mal es algo imponente. Siempre, en todos los tiempos. La actitud maniquea
nace de
aquí». También Francesco Botturi, profesor de Filosofía
moral en la Universidad Católica, se quedó impresionado por esta
alusión realizada el sábado por la mañana en los Ejercicios
de la Fraternidad. Se hablaba de «retorno del maniqueísmo»,
de una concepción que «hace desaparecer la libertad», contraponiendo
bien y mal como «ideas predeterminadas», colocándolas una
junto a la otra: «una idea (no una experiencia) de bien, pero sobre todo
el carácter inexorable del mal». Tentación recurrente, cristalizada
en doctrina ya desde el siglo III, pero que reaparece a menudo en la historia. ¿En
qué forma? Y, sobre todo, ¿por qué? «Es verdad, el
dualismo maniqueo es actual. Por lo menos como actitud, si no como doctrina.
En el maniqueísmo se mira al mal como algo que está enfrente del
bien, como principio que lucha con el principio del bien, queriendo vencer. Es
una lucha radical. Desde este punto de vista la visión maniquea tiene
algo de verdad: nace de una mirada dramática sobre la realidad. Por esto
fascina».
Es decir, porque se toma en serio el problema del mal...
Exacto. Y esto es lo que al principio había atraído también
a san Agustín, que antes de su conversión había pasado por
el maniqueísmo. Después fue él mismo el que puso de manifiesto
la debilidad teórica del dualismo maniqueo: el mal no es “algo” (porque
sería positivo), ni es tampoco únicamente negación (porque
sencillamente no existiría); es sólo privación, es ir en
contra de lo que hay. En cualquier caso, no es un principio que tenga consistencia
en sí mismo. De esta forma Agustín supera la contradicción
teórica del dualismo maniqueo, pero no resta dramaticidad al problema
del mal. Deja intacto todo el drama de la existencia marcada por el mal.
El maniqueísmo parte de la experiencia dramática del mal, pero
termina por solidificarla en una idea predeterminada. ¿No es este el motivo
de que «se haga desaparecer la responsabilidad»?
El maniqueísmo relativiza precisamente la libertad humana. No hace de
la libertad el lugar activo del enfrentamiento, sino sólo el teatro de
este choque. El enfrentamiento entre bien y mal tiene como protagonistas a los
principios metafísicos.
¿ Cómo se documenta hoy esta tendencia?
Hoy no existe una verdadera concepción maniquea, una teorización
de esta concepción, porque en la cultura contemporánea no se da
una adecuada sensibilidad metafísica. Sin embargo existen actitudes maniqueas,
efecto típico de posiciones ideológicas, en las que los factores
en juego se identifican con sujetos sociales.
En definitiva, se pasa de una lucha entre bien y mal a la contraposición
entre buenos y malos...
Exacto. Es una tentación típica de la época moderna: el
mesianismo comunista tiene necesidad del capitalista como enemigo absoluto, el
nazismo del judío, etc. Pero son esquemas vigentes también hoy;
los fundamentalismos de cualquier signo tienen este patrón: existe una
alteridad que es simplemente un adversario, pero que es identificado paranoicamente
con el mal. Recuerda mucho a la idea de “chivo expiatorio” (reformulada
hoy por A. Girard), sobre el que se cargan culpas y conflictos sociales para
salvar la unidad social y por tanto la paz.
¿
Qué hay en el fondo de este mecanismo?
El carácter insoportable del mal. El mal es escandaloso, y si no existen
una razón y una energía capaces de superarlo, la tentación
espontánea es la de borrarlo de uno mismo, del propio grupo... Proyectarlo
fuera, como para tenerlo delante y de alguna manera circunscribirlo y dominarlo.
Es un problema de intolerancia: no se consigue soportar el sufrimiento que produce
el mal y se crea un mecanismo de resentimiento contra él que se materializa
- por decirlo de alguna manera - contra alguien. Es un resentimiento profundo
e insidioso, que puede asumir incluso la forma del humanitarismo. Piénsese
en una cierta forma de subrayar los casos más dignos de compasión
para justificar el divorcio, el aborto, la manipulación genética,
la eutanasia... En realidad, para aliviar la propia angustia y para satisfacer
el propio resentimiento hacia un sufrimiento que nos hace experimentar nuestra
impotencia.
¿Qué quiere decir entonces que en este juego «la libertad, ante la
experiencia del límite, se detiene»?
Es la cuestión de fondo. La libertad es adhesión al bien. Pero
precisamente se pone a prueba en esta capacidad de adherirse. Porque la adhesión
al bien pasa a través de la elección, que es un poder expuesto
al riesgo y al drama. La visión dualista se solidifica por la experiencia
del mal. No consigue concebirse a sí misma como el lugar en el que se
desarrolla el drama. Actuando así no alcanza la profundidad de la libertad.
Sacar fuera el mal, identificarlo con “otra cosa” es renunciar
a la profundidad de la propia libertad.
¿Hasta tener miedo de ella, como dice don Pino?
Tomás escribió que «malum etiam habet quandam infinitatem»,
incluso el mal tiene una cierta infinitud. A primera vista, parece la posición
maniquea. En realidad quiere decir que cuanto más profundo es el mal,
tanto más pone en juego la relación de la libertad con el ser.
Mirar a la cara a esta amplitud de la libertad y hacerse cargo de ella es una
tarea vertiginosa. Exaltante, pero también temible. Por eso sufrimos la
tentación de huir.
Sin embargo la experiencia nos dice que «existe algo dentro de la libertad
misma, un veneno dentro de mi libertad», como se decía en Rímini:
es el pecado original.
Sí, porque sigue estando el enigma de la capacidad de la libertad de hacer
el mal. Si la libertad es esencialmente adhesión autónoma al bien, ¿por
qué es capaz del mal? Aquí el escándalo pasa de ser externo
a ser interno. El hombre que reflexiona sobre la propia posibilidad de hacer
el mal no puede no escandalizarse de sí mismo. Por eso el hombre no es
capaz de confrontarse verdaderamente con el enigma de su libertad si no es con
una condición: que su mal esté ya de algún modo rescatado.
Sólo en el horizonte de una promesa futura o de una salvación presente
se hace posible superar el miedo de la libertad. La concepción judaica
antigua, y después cristiana, del mal lo atribuye al hombre. Pero esta
idea es contemporánea a la “promesa” y a una primera forma
de “alianza” con el hombre: el ser arrojados del paraíso terrenal
es contemporáneo a la promesa de la lucha de la mujer con la serpiente
y al cuidado de Dios hacia el hombre, al que reviste amorosamente con una túnica
de piel (cfr. Gn 3,15.21).
Y en virtud de la promesa de salvación se tiene el valor de llegar
hasta el fondo del drama de la libertad.
Sólo a la luz de la gracia es soportable la idea misma del pecado original.
Si lo pensamos, la idea del pecado original es terrible. No es menos dramática
que la idea maniquea.
¿Qué diferencia existe entonces entre la elevación del mal a
principio inexorable, como sucede en el maniqueísmo, y el hecho de
que la libertad esté inexorablemente herida y por tanto sea incapaz,
por ella misma, de hacer el bien?
En un caso se habla de un principio metafísico inalterable, en el otro
de una condición de la libertad, que sigue siendo por sí misma
deseo de bien. Si se niega esto, se cae en el pesimismo luterano. En cambio,
el juicio sobre el pecado adquiere sentido únicamente a la luz de la gracia,
que da sentido a la libertad, como experimentó san Pablo.
Si esto es así, el pecado no constituye ya una objeción: se convierte
en un signo que remite a algo más grande. El límite se convierte
en un “escalón”, como dice a menudo don Giussani... entonces, ¿qué papel
juega la gracia?
El hecho de que el pecado sea una cuestión de libertad y de que el mal
esté ligado a la libertad implica algo: que si existe una respuesta al
mal, tiene que ser obra de otra libertad. No puede ser el efecto de un principio
anónimo o la aplicación de unas reglas. La naturaleza del problema
es tal que ningún dispositivo, ya sea individual o colectivo, interior
o exterior, está capacitado para responder. La libertad, por su propia
naturaleza, no puede tener otra medida que la libertad. Si una libertad está enferma,
su medida podrá ser sólo una libertad sana que cuide de ella, es
decir, una libertad capaz de ese amor del que ella no es (ya) capaz. La libertad
de Cristo sale al encuentro de la libertad del hombre. La única medida
adecuada de la libertad que se ha perdido a sí misma es la misericordia.
La misericordia - así la define don Giussani - como «justicia que
recrea».