Algo misterioso es el centro de todo
Stefano Pranzan, guarda del cementerio de Isola Scala (Verona)
No es fácil describir con palabras lo que el corazón desea. Pero,
en un momento dado, el deseo de felicidad comenzó a concretarse a través
de otras personas, como un testigo que pasa de mano en mano. Ahora, a los 38
años, puedo decir que ese deseo es el deseo de mirar la realidad (es
decir, mirar todo y a todos) por aquello que es, y no por lo que parece. Yo
trabajo en un cementerio desde hace algunos años. Veo, por una parte,
en qué se convierte la gente algún tiempo después de morir
(y corro el riesgo de volverme cínico), y veo también el amor
y el dolor que quedan. No puedo olvidar, ni siquiera ante un cuerpo que se
descompone o ante una persona que llora, que cada uno ha sido engendrado por
un amor misterioso y misericordioso, que cada uno «ama la vida y desea
días de prosperidad». No puedo olvidarlo porque ese amor lo siento
para conmigo. Algo hermoso me tocó hace años: algunos amigos
escucharon decir a un cura de Milán (que ahora puedo definir como un
queridísimo amigo, querido don Giussani), que hay algo misterioso que
pretende ser el centro de todo. Este Misterio empezó a llamarme y a
mostrarme su rostro. Dios salva al hombre a través del hombre. Y yo,
como puedo, lo grito y deseo que cada día algo o alguien atraiga mi
atención sobre ese algo misterioso, que a veces se manifiesta y a veces
se esconde, pero que está siempre allí, está allí conmigo.
Una fecundidad infinita en la obediencia a la campana
Hermana Chiara Piccinini, monja trapense en Venezuela
Cuando conocí el movimiento me encontré con Cristo, y en Él
encontré el misterio de mi persona y de toda mi existencia. En un encuentro
muy humano, casi diría banal, ante mi exigencia de significado y de
justicia (estaba en una situación desesperada, no sabía a quién
obedecer) recibí una respuesta llena de certeza: «Tú eres
alguien - no un número ni una casualidad - y lo serás para siempre».
Cristo se definía, de forma implacable, como el Amor verdadero y total,
como el Esposo, como el Buen Pastor. Todos los “demás” habían
venido a robar y destruir mi exigencia de vida; Él no. Al reconocer
lo que Cristo era decidí entregarle mi vida en una obediencia total,
colmada de una infinita repercusión interior de su Presencia en mi corazón. «¡Alégrate,
María!». Entré en la Trapa para permanecer en esta alegría,
para reconocer este anuncio y seguirlo, implicando toda mi persona en la absoluta
cotidianidad de la vida de clausura. Así, en el paciente, claro e intenso
camino de transformación, perseverando en la profundidad nebulosa de
la obediencia a la campana, a las indicaciones de la Regla de san Benito, al
silencio, al trabajo manual sencillo y atento, poco a poco he sido revestida
de gratuidad y de alabanza continua, y todo esto se ha convertido en la modalidad
existencial de mi libertad, en el aliento de mi vida. Pero ciertamente la belleza
que más me ha marcado ha sido la recuperación de la dimensión
de filiación - hija en el Hijo - que el convento de Vitorchiano me ha
ofrecido. Cuanto más me dejaba generar por la palabra y por el ejemplo
de la Madre, por la mirada llena de ánimo y de infinito amor consumado
de las madres ancianas; por la separación de las madres que partían
para vivir nuestro carisma en tierras lejanas; por el apoyo y la corrección
amorosa de la comunidad, más capaz era de volver la espalda a la esclavitud
de mi autosuficiencia y autonomía, de mi altanería e intolerancia,
del mal que llevo dentro, para echar raíces indomables en la pertenencia
a la Iglesia, insertándome en su historia, en lo que contiene y significa.
Me he sentido amada sin mérito alguno, perdonada sin la pretensión
de serlo. Una experiencia de regeneración impensable, algo mística
en cuanto que indescriptible, que no me ha abandonado jamás y que me
empuja a estar en un irreductible estado de ofrecimiento para que Su rostro,
ese Rostro de mi primer encuentro y de cada instante del día presente,
se convierta en experiencia de felicidad para todos. No deseo otra cosa que
consumirme en esta fecundidad, en donde encuentro totalmente mi plenitud de
hija y de mujer. Un último anhelo permanece en mí: que nos ayudemos,
que nos sostengamos para que todo hombre pueda “robar un trozo de paraíso”,
como Cristo me permitió que yo hiciera desde la cruz de mi límite
y de mi pecado.
La gracia de ser hijo y por tanto padre
Barry Stohlman, carpintero (Washington)
Nada más leer la pregunta me han venido a la mente dos elementos en
mi vida que, a medida que pasa el tiempo, me doy cuenta de que no son míos,
de que no los poseo, pero que se me han concedido y se me presentan cada día
de forma nueva, y son la respuesta viva en la vida de todos los días
al deseo de felicidad. Se trata de mi familia (mi mujer y mis cinco hijos,
con uno en camino) y mi trabajo. No hay experiencia más concreta que ésta.
El trabajo como posibilidad de expresar mi humanidad y mi creatividad, participando
de forma constructiva en la sociedad. La familia, fuente de alegría
y experiencia de amor en este mundo, es decir, la posibilidad de amar y de
ser amado. Pero de todo esto no me daría cuenta si no fuera por la experiencia
que he tenido en los últimos 16 años descubriendo a Cristo presente
en la realidad, que cambia verdaderamente todas las cosas de la vida. En especial
estos últimos cinco años, en los que he tenido la gran suerte
de vivir en EEUU, donde la multitud de hechos que suceden y los amigos con
los que tratamos de seguir y de servir al acontecimiento de Cristo, cómo
y dónde se presenta, me hacen tener los ojos abiertos y me abren el
corazón. En resumen, una vida así, tan llena de espera y de preguntas,
yo la quiero, la quiero para mí, para mis hijos, para mis colegas y
para mis amigos.
Si existe la posibilidad para mí de ser padre, en la familia y en el
trabajo, que es lo que me hace feliz, es gracias al hecho de que soy hijo,
hijo de don Mauro y de don Gius... y esto es una Gracia.
Motivo de alegría
para uno mismo y para los demás
Fulvio Farina, obrero (Abbiategrasso)
Enganchado desde hacía tiempo a los porros, llevaba una vida muy anárquica.
Hasta que un día me crucé con su mirada. Rosanna, que hoy es
mi mujer, tenía una mirada distinta. Me sentí enseguida acogido,
y lo sigo siendo. Por eso soy capaz de acoger. Reconocí algo distinto,
no fue simplemente sentar la cabeza. Y vivo feliz. Cuando voy al trabajo (en
el taller de pintura de una fábrica de tractores) para mí es
como ir a la guerra: veo a todo el mundo cabizbajo, enojado. Pero cuando cruzan
conmigo, levantan la mirada, ante ellos hay una presencia que sonríe.
Yo no hablo sólo de fútbol, soy más abierto, y esto a
veces molesta, porque estoy hablando con uno y me vuelvo hacia otro que pasa,
o atiendo a quién me pregunta. Mis compañeros son de izquierdas
o testigos de Jehová, pero cuando tienen algún problema me piden
que me quede un momento con ellos. Te conviertes en una presencia de la que
se pueden fiar, porque les echas una mano mediante los Centros de solidaridad
o el Banco de Alimentos. Cuando les hablo de los juicios de la CdO, me llaman “formigoni”,
cuando les hablo de Jesús me llaman “loco”, pero ante la
necesidad me buscan a mí. Yo no me siento solo. Me siento como si fuese
un compás: parece que lo importante es la mina, pero sin la punta que
se clava en el papel la mina no podría trazar el círculo. ¡Qué afortunado
soy! Soy feliz también cuando estoy enfadado. Me hace feliz darme cuenta
de que mi deseo es cada vez mayor y de que lucho por él.
La conciencia del
límite. La evidencia de la respuestaLorenza Violini,
profesora de Derecho Constitucional
En la Universidad Statale (Milán)
Creo que la respuesta a esta pregunta - y a aquella, todavía más
radical, sobre su realización efectiva: «¿Eres feliz? ¿Por
qué?» - no puede sino partir de la conciencia del propio límite,
o al menos esta es la primera reacción que experimenté cuando
empecé a reflexionar. Es una conciencia que vive en lo más íntimo.
En esta intimidad se inserta también la intuición radical de
que la respuesta más verdadera a esta pregunta es un “sí”conmovido
y total. Llamada a salir a la luz, esta dimensión del corazón,
de otra forma escondida, está rebosante de la memoria de una historia
buena, enriquecida por los que me han enseñado a comparar todo con mi
deseo de felicidad y a confiar todo a la misericordia de Dios. Es un bagaje,
un espesor de la conciencia que me ha permitido encontrar y vivir todo tipo
de momentos en la vida, atravesar, asumiéndolas, las fatigas de las
que está hecha esta vida, pero también vivir con una intensidad
sorprendente las alegrías, los dones recibidos como ocasión para
profundizar en el sentido de la relación con la Presencia que llena
todo de significado. Creo que no abandonaría por nada del mundo ni la
compañía que hace esta pregunta ni la respuesta, totalmente mía
y que a la vez es un don, que brota desde la intimidad del corazón y
que me hace decir - con un ápice de la conciencia que tenía san
Pedro (pero de la misma naturaleza) cuando respondió a Jesús
-: «Señor, Tú lo sabes todo, Tú lo sabes».