LIBROS CHESTERTON 1874-1936
Las paradojas de un realista empedernido
Con una visión extremadamente aguda de la crisis del hombre contemporáneo,
Gilbert Keith Chesterton, autor de novelas, relatos policíacos, ensayos
y biografías de santos, enuncia en sus obras la verdad simple y desconcertante
del cristianismo. Porque la realidad no es otra cosa que el campo de acción
de Dios
Laura Cotta Ramosino
El escritor inglés G. K. Chesterton es conocido en el mundo anglosajón
sencillamente como GKC, y entre nosotros, sobre todo, como creador del celebérrimo
sacerdote detective Padre Brown. Un grandísimo escritor (también
físicamente), que detrás de esa fama que le reduce a gran escritor
de novelas policíacas posee una visión extremadamente actual y
aguda de la crisis del mundo contemporáneo, cuyas semillas ya había
advertido a comienzos del siglo pasado. Sin embargo, Chesterton no es un lúgubre
profeta de la crisis; es más, se trata sin duda de un incurable optimista.
Lejos de profesar el “pensamiento positivo” de tantos seudo-intelectuales,
GKC es un optimista de la razón: para él, la alegría nace
de la inagotable maravilla de existir. Así lo expresaba en Ortodoxia: «Todo
el optimismo de esta época ha sido falso y descorazonador por esta razón:
siempre ha tratado de demostrar que nosotros estamos hechos para el mundo. En
cambio, el optimismo cristiano se basa en el hecho de que nosotros no estamos
hechos para el mundo».
Sin el gusto de sorprender
Si hubiera que definir a Chesterton con una sola figura retórica, ésta
sería ciertamente la paradoja. Él muestra su visión de la
realidad y del hombre, precisamente a través de una serie de paradojas
geniales y desconcertantes. No se trata del puro gusto de sorprender, sino que
muy frecuentemente, las verdades que enuncian sus protagonistas son las más
simples y cotidianas y, precisamente por eso, las que más fácilmente
olvidamos. Como cuando Innocent Smith, el protagonista de Manalive, dice: «lo
cierto es que cuando los hombres son excepcionalmente vivaces y les embriaga
la libertad y la inspiración deben terminar siempre, y terminan siempre,
por crear instituciones. Caen en la anarquía cuando están cansados,
pero si están alegres y llenos de fuerza, invariablemente fijan leyes».
En este gusto suyo por la paradoja, Chesterton se manifiesta profundamente cristiano: ¿acaso
el dogma de la Trinidad o el de la naturaleza divina y humana de Cristo no son
paradojas que desafían la razón humana obligándola a ir
más allá de sí misma? Más allá de sí misma,
pero nunca contra sí misma. Porque, como dice el Padre Brown en La cruz
azul, «atacar la razón es mala teología». De hecho,
el cristianismo es para Chesterton un hecho eminentemente racional: «La
dificultad de explicar por qué soy católico radica en el hecho
de que existen diez mil razones, que se pueden resumir en una: que el catolicismo
es verdadero».
La poesía de lo cotidiano
En El hombre que fue Jueves, tal vez su novela más conocida, Chesterton
imagina que en Inglaterra se está forjando una terrible conjura de anarquistas,
cuyo comité directivo está formado por siete hombres identificados
por los días de la semana y capitaneados por el misterioso y terrible
Domingo. Chesterton no ve la anarquía como el noble intento de crear un
mundo nuevo, sino la expresión de la ideología destructiva de un
grupo de intelectuales enloquecidos, bien lejanos del pueblo al que se jactan
de representar. Así, el joven poeta Gabriel Syme se enrola en una policía
especial anti-anárquica y se infiltra en las filas de la organización
hasta introducirse en el comité directivo con el nombre de Jueves. Y en
uno de los primeros encontronazos con uno de sus “colegas” anarquistas,
Syme expresa su confianza en lo cotidiano y la esencia de la poesía, en
oposición a las destructivas divagaciones anarquistas: «Usted dice
con desprecio que cuando se deja Sloane Square se llega a la estación
Victoria. Yo digo que, por el contrario, podrían suceder centenares de
cosas y cada vez que llego de verdad tengo la impresión de haberme librado
por un pelo. Y cuando oigo al revisor gritar “¡Victoria!”, ésta
no es una palabra carente de significado para mí: es el grito de un heraldo
que anuncia una conquista; es una auténtica “victoria”, es
la victoria de Adán». Al final se descubrirá que el comité supremo
de los anarquistas está todo él integrado por ... policías,
por “jóvenes asnos bienintencionados”, como les define Domingo.
En un final rocambolesco y surrealista, lo que había comenzado como la
cacería del jefe supremo de la anarquía se transforma en un extraordinario
encuentro con el misterio de la vida: «El mal es demasiado grande y no
podemos menos que creer que el bien es un accidente, pero el bien es tan grande
que damos por cierto que el mal podrá ser explicado». Quizá toda
la historia (escrita antes de la conversión oficial de Chesterton al catolicismo)
no sea más que una alegoría del discurso de san Pablo en el Areópago:
toda la realidad no es otra cosa que el campo de acción de ese Dios desconocido,
que «creó, de un solo principio, todo el linaje humano...determinando
las épocas de su historia y las fronteras de sus territorios. Quería
que lo buscasen a él, a ver si, al menos a tientas, lo encontraban; aunque
no está lejos de ninguno de nosotros» (Hch, 17). Pero el cumplimiento
del hombre, añade Chesterton, se halla siempre en un lugar, nunca en generalizaciones
abstractas: «Un estudio más penetrante de las unidades de tiempo
y de lugar, tal como fueron diseñadas por la dramaturgia griega, (...)
nos habría indicado por qué los poetas, paganos o no, han retornado
continuamente a la idea de la felicidad como un lugar físico para la humanidad
en cuanto persona. Nos habría indicado por qué el mundo está siempre
a la busca de absolutos que no sean abstracciones, por qué el país
de los hados era siempre un país y hasta el superhombre era casi un hombre».
La pasión por el género policíaco
Pero la curiosidad que Chesteron experimentaba hacia la realidad se manifiesta
sobre todo en su pasión por el género narrativo que le daría
celebridad: el policíaco. En una informal defensa de la literatura popular
en general y de las historias de detectives en particular, Chesterton decía
bromeando, ma non troppo, que «el género policíaco no sólo
es una forma de arte perfectamente legítima, sino que presenta ciertas
ventajas bien definidas y reales como factor de bienestar público. El
primer valor esencial del género policíaco reside en el hecho de
que es la primera y única forma de literatura popular en la que se expresa
de alguna manera la poesía de la vida moderna». Así pues,
en la base de sus novelas policíacas está sobre todo la atención
a la vida y a las cosas que, si se observan atentamente, pueden revelar sus misterios
y secretos. Es más, según Chesterton, una buena novela policíaca
puede además convertirse en clave de lectura de la existencia humana:
La novela de aventuras policíaca representa la aventura humana completa
y está basada en el hecho de que la moralidad es la más oscura
y audaz de las conspiraciones».
El método del Padre Brown
Chesterton escribió diversas narraciones policíacas, pero no cabe
duda de que su personaje más famoso sigue siendo el apacible y aparentemente
ingenuo Padre Brown, el sacerdote católico que se sirve de su larga experiencia
en el confesionario para indagar en la psicología de los criminales y
resolver los crímenes más extraños y que, como admite el
propio Chesterton, se inspira en la figura del Padre O’Connor, al que se
debe en buena parte la conversión del escritor.
Pero, ¿cuál es el método investigador del Padre Brown? Desde
luego, no el inductivo y científico de Sherlock Holmes, sino más
bien el de una asombrosa identificación con el otro. En El secreto del
Padre Brown, el pequeño sacerdote confiesa a un periodista que lo está entrevistando,
que él mismo es el asesino en todos los delitos de los que se ha ocupado
y después añade: «Yo no he matado materialmente a esos hombres.
Trato de decir que he pensado y vuelto a pensar cómo un hombre puede llegar
a hacerlo, hasta que me he dado cuenta de que yo soy similar a él en todo,
excepto en la voluntad de llevar a cabo la acción final». Y en El
martillo de Dios, que es también un extraordinario estudio de las posiciones
católica, protestante y laicista respecto del hombre y el pecado, el Padre
Brown añade humildemente: «Soy un hombre y por eso tengo el corazón
lleno de demonios». Del reconocimiento del mal que todo hombre lleva dentro
de sí - no sólo los criminales -, depende también la capacidad
de ser misericordioso, una capacidad que es propia del cristiano. Y la grandeza
del Padre Brown, más que en sus dotes investigadoras, radica en su inagotable
apertura al bien que puede hallarse en el fondo del corazón de un asesino;
una genialidad ecuménica, genuinamente católica, que le lleva a
luchar, más que por la afirmación de una justicia abstracta, por
la salvación de cada alma que se cruza en su camino.