IGLESIA

En el país de la violencia

Entrevista al cardenal Pedro Rubiano Sáenz, arzobispo de Bogotá, acerca de la trágica situación del país sudamericano. El asesinato de monseñor Duarte, la plaga del narcotráfico, los miles de asesinatos y secuestros, la guerrilla, la reapertura de las negociaciones. «Como sacerdotes, nosotros no podemos abandonar a nuestros fieles»

A CARGO DE ALVER METALLI

¿Cómo vive un cardenal en un país en el que se producen tres muertes violentas cada hora?
Comparte la suerte de su gente, trata de aliviar sus penas, de sostener su esperanza, de hacer sentir la cercanía del Santo Padre a la población que sufre más.

Colombia es el país del mundo que cuenta con un mayor número de sacerdotes asesinados. Muchos han conocido el secuestro y se sabe de un cierto número que está amenazado. No es un secreto que hay sacerdotes que han tenido que salir del país. ¿Está preocupado por el clero colombiano?
No podría no estarlo.

Después del asesinato de monseñor Isaías Duarte ya no hay un límite, cualquiera puede sufrir la misma suerte. ¿Usted no tiene miedo?
¿Yo? Yo corro el mismo peligro que todos los colombianos.

Monseñor Duarte era su sucesor en Cali, en donde estuvo usted hasta 1994. Imagino que lo conocía bien...
Lo conocía muy bien. He visto de cerca su celo, su amor a la gente. Siempre fue claro en sus declaraciones, inequívoco en su servicio, muy cercano a los más necesitados. No tenía miedo de denunciar lo que humillaba la libertad y la dignidad de las personas. Muchos recordarán que en Cali, cuando el Ejército de liberación nacional ocupó la iglesia de La María y secuestró a todos los fieles que se encontraban en misa - 168 personas incluido el párroco - su voz se hizo sentir enseguida y su presencia fue de ánimo para los familiares, de esperanza para los secuestrados, de denuncia hacia la guerrilla. También era clara su postura hacia los narcotraficantes, que son la verdadera plaga del país.

¿Qué significa esto? ¿Que hay pistas que le parecen más creíbles que otras acerca de los autores del asesinato?
Yo no tengo ninguna duda: el asesinato de monseñor Isaías Duarte tiene su origen en el narcotráfico. Y estoy persuadido de que la mayor parte de los males que nos persiguen tiene su base en esta actividad.

Las estadísticas tienen su parte en la guerra que se combate en Colombia, al menos para hacernos comprender las dimensiones. El año pasado murieron 3.865 personas a causa del conflicto, un número que supera el de las víctimas de las Torres Gemelas de Nueva York. Este año, cuando llegue el momento de los balances, se pueden prever cifras aún mayores...
Los números no son lo que más impresiona. Es la inhumanidad que hay detrás lo que impresiona y produce dolor. No consigo olvidar aquella bicicleta bomba en uno de los barrios de Bogotá, el barrio Fátima. ¿Cómo se puede poner una bomba en la bicicleta de un hombre que reparte el pan? Y, ¿quiénes fueron las víctimas? La gente inocente: una niña que entraba en una tienda, una madre que llevaba en brazos a un niño de pocos meses, unos policías que estaban comiendo por allí cerca. Tampoco consigo borrar de mi memoria a aquel hombre asesinado y cargado de explosivos. Había sido asesinado en su coche y abandonado allí, en plena calle, atiborrado de explosivos. Un capitán de la policía, el mayor experto en Colombia en desactivar explosivos, se había acercado al muerto, y voló por los aires completamente desintegrado. Las FARC dicen que no son un grupo terrorista, que actúan con objetivos políticos.... pero, si esto no es terrorismo, ¿cómo hay que llamarlo?

Si tuviese que enumerar los males de Colombia según un orden de gravedad ¿qué pondría en primer lugar?
El narcotráfico. Es lo que provoca un daño mayor.

¿Y la guerrilla?
Si en algún momento la guerrilla pudo tener un ideal político, ahora ya no lo tiene. Lo mismo se puede decir de los paramilitares: su oposición armada a la guerrilla no tiene proyecto alguno. Todos, guerrilleros y paramilitares, desprecian la ley y se nutren de lo mismo: el narcotráfico, el secuestro y la extorsión. Nadie tiene legitimidad política.

Han pasado tres meses desde la ruptura de las negociaciones con la guerrilla. ¿Qué es lo que ha provocado este desgarrón?
La intransigencia de las FARC. En una fase delicada de las negociaciones secuestraron otro avión, desencadenaron una oleada de atentados a la red eléctrica, uno, fallido, contra el acueducto de Bogotá, secuestraron a personas, atacaron pueblos... Durante casi tres años y medio las FARC han tenido la ocasión de avanzar en una negociación de paz, pero no han permitido dar pasos adelante significativos.

¿Qué cálculo puede haberse hecho la guerrilla? ¿Se lo ha preguntado alguna vez?
Sea cual sea el cálculo, el resultado es el opuesto al que probablemente se esperan: esta situación de sufrimiento une más al país. La gente comprende que no puede permanecer en silencio, dejarse aplastar sin hacer nada.
Precisamente en estos días las FARC han propuesto retomar el diálogo en el mismo punto en el que se había interrumpido hace algunos meses, poniendo como condición establecer un nuevo territorio neutral. Exactamente han pedido que se desmilitaricen dos áreas del país, Putumayo y Caquetá. Si dependiese de usted, ¿qué respuesta daría?
Les recordaría que se les había concedido ya un territorio neutral - de cerca de 42.000 km2
- y, ¿qué sucedió? Que lo usaron para reforzarse, siguieron secuestrando, no se produjeron avances en la negociación. Después les recordaría que nos hallamos en vísperas de un aniversario significativo: precisamente en estos días se produce el centenario de la consagración del país al Sagrado Corazón de Jesús, llevada a cabo cuando se firmó la paz después de mil días de guerra, otra guerra civil. El deterioro que sufrió el país en aquellos años no lejanos terminó con la pérdida de una parte del territorio, Panamá, por la intervención de EEUU. Cuando las FARC piden poder controlar dos departamentos viene a la memoria el pasado, y creo que los colombianos no permitirán que se les ceda una parte del territorio.
Dicho esto, añado que somos conscientes de que la paz no se obtiene con más guerra, sino con más diálogo, con más reconciliación, con más negociación.
En América central ha sido posible el desarme pacífico de las guerrillas y su incorporación a la vida política nacional. ¿Por qué es tan difícil en Colombia?
La guerrilla colombiana no es igual que la que había en otros países de América central. Aquí, entre nosotros, hay un ingrediente distinto: el narcotráfico y las riquezas que éste ofrece.

Se está hablando de una mediación del Presidente de la Conferencia episcopal colombiana para la liberación de algunos secuestrados en la región de Antioquía. ¿Lo ve usted con buenos ojos? Esta práctica, ¿puede extenderse a otros secuestrados que están en manos de las FARC o del ELN?
Como obispos y sacerdotes no podemos de ninguna manera abandonar a la gente que ha sido secuestrada. En este momento se habla de dos mil personas en manos de la guerrilla. Personas a las que se ha puesto un precio, como si se tratase de vender un animal, una vaca: si la vaca es de buena raza, vale más que si es de raza mediocre. Así hay secuestrados de primera, de segunda, de tercera y de cuarta clase, y secuestrados que no se sabe ni siquiera que existen. Nosotros, como sacerdotes, no podemos abandonar a nuestros fieles. Tenemos el deber de hacer todo lo posible para obtener su liberación.

Si damos crédito a la encuesta que circula en estos días, los colombianos asignan el máximo grado de credibilidad a la Iglesia, poniéndola en el primer puesto entre las instituciones del país. ¿Qué significa esto?
El prestigio del que goza la Iglesia se lo ha ganado sobre el terreno, por su presencia entre la población. La Iglesia, a pesar de tantas dificultades, está presente por todo el país. Donde hay gente que sufre, allí hay un sacerdote, un misionero, una religiosa.
En el atentado que conmocionó a la opinión pública mundial, en el Chocó, en donde murieron 117 personas, la gente buscó refugio en la iglesia. El templo siempre ha sido un lugar de asilo, y la guerrilla no lo ha respetado.

Usted viaja por Europa, va a menudo al Vaticano... ¿Le parece que en los ambientes que frecuenta existe una conciencia suficientemente precisa de lo que sucede en Colombia?
No, no es precisa. En ciertos ambientes la guerrilla es todavía considerada como un ejército liberador de la opresión, existe una cierta indulgencia hacia sus métodos. En el mundo de las ONG muchos piensan así todavía, en total contradicción con la realidad y con la gran mayoría de los colombianos. A menudo oigo hablar de Colombia como de un país de violentos, de narcotraficantes, de delincuentes y de bandas de malhechores que se adueñan de las calles. Pocos hacen referencia al hecho de que la demanda y el consumo de estupefacientes que procede de EEUU y de Europa es la causa principal de nuestras desgracias.

¿Sigue el Papa de cerca la situación de Colombia?
Con muchísima atención. La última vez, en Roma, fui invitado a cenar con el Santo Padre. Era el momento en el que los problemas en Tierra Santa se habían vuelto dramáticos. Aún en esta situación me pude dar cuenta de la preocupación amorosa del Santo Padre por Colombia.

Mirando la situación de Colombia, razonablemente, ¿qué elementos de esperanza ve?
Nuestra gente. Trato de estar muy cerca de las personas y me doy cuenta de que su respuesta ante una propuesta positiva es excelente, generosa.

JUAN PABL0 II
Por la reconciliación y el perdón
El pasado 9 de mayo, con ocasión del centenario de la consagración de Colombia al Sagrado Corazón, Juan Pablo II envió un mensaje a mons. Alberto Giraldo Jaramillo, presidente de la Conferencia episcopal de Colombia. Publicamos un extracto

Se cumple ahora un siglo desde aquel 22 de junio de 1902 en que los obispos, las autoridades civiles y el pueblo de Colombia, animados por profundos sentimientos de amor y devoción, consagraron la República al Sagrado Corazón de Jesús, prometiendo asimismo edificar un templo votivo en donde implorar la paz para la nación (...).

La sociedad que escucha el mensaje de Cristo y lo sigue camina hacia la auténtica paz, rechaza cualquier forma de violencia y genera nuevas formas de convivencia a lo largo del camino seguro y firme de la justicia, de la reconciliación y del perdón, promoviendo vínculos de unidad, fraternidad y respeto hacia cualquier persona.

Deseo vivamente que esta conmemoración, que por desgracia se celebra en un momento en el que vuestra amada nación no goza todavía de una paz interna estable y la violencia sigue cosechando víctimas entre todos los componentes de la sociedad, sin excluir ni siquiera a los Pastores de la Iglesia, sea la oportunidad para que todos - sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos -, unidos a sus obispos y desde todos los rincones de este amado país, den vida a un gran movimiento nacional de reconciliación y de perdón. Que sea también una ocasión para implorar de Dios el don de la paz y para comprometerse, cada uno desde su propio ámbito social, a poner las bases para la reconstrucción moral y material de vuestra comunidad nacional. Bien sabéis que en esta obra Jesucristo, el Príncipe de la Paz, os dará la fuerza necesaria para restablecer una sociedad justa, solidaria, responsable y pacífica.

El precio de ser sacerdote
ALVER METALLI
La guerrilla colombiana no es como las demás guerrillas centroamericanas, según me explica Darío Restrepo, un periodista de El Colombiano de Medellín: tiene recursos prácticamente ilimitados, que provienen del narcotráfico, la actividad comercial más rentable que hay en el país. Ninguna gran empresa de Colombia es comparable a la guerrilla. La prosecución de la guerra, para ellos, puede resultar más ventajosa que alcanzar la paz.
La mitad de todos los ataques terroristas internacionales realizados el pasado año han sido cometidos en Colombia. La fuente es la relación anual del Pentágono. EEUU tiene su propio lenguaje, como es sabido, pero los datos quitan el aliento. Y no sólo en este sentido: Colombia es el país que registra el mayor número de secuestros en el mundo, superando el año pasado los tres mil.
Si la vida no es fácil para la gente común, tampoco lo es para los sacerdotes. Han sido asesinados treinta y siete desde que en octubre de 1989 se acabara con la vida del obispo de Arauca, Jesús Emilio Jaramillo. La guerrilla ha asesinado más que nadie: once las FARC (Fuerzas armadas revolucionarias colombianas), dos el ELN (Ejército de liberación nacional), uno los paramilitares, que desde hace algunos años se llaman Autodefensas unidas. Son cifras ciertamente discutibles. Probablemente imprecisas, como impreciso y confuso es todo en Colombia. No todos los asesinatos muestran a las claras la firma de quien los comete. Los secuestradores se aprovechan de la situación, los narcotraficantes también, y no es fácil distinguir la mano que golpea. Pero aún así, en su carácter aproximativo, la contabilidad llevada a cabo por la oficina de prensa del episcopado colombiano da idea de las responsabilidades.
Hablando con los que han conocido a las víctimas y leyendo sus biografías, se aprecia un rasgo común entre los sacerdotes asesinados. Todos, de una forma u otra, unos más que otros, se hacían cargo de los más necesitados. Unos en los barrios populares de Medellín, otros en los campos de Bolívar, Santander, Arauca, Cúcuta, Magdalena... El padre Publio Cortés Alfonso estaba acostumbrado a desplazarse en moto para visitar a sus fieles esparcidos por el Briceño; Arnoldo Gómez Ramírez se ocupaba, entre otras cosas, de un programa cooperativo para microempresas para dar trabajo a los jóvenes de Buenaventura; el padre Javier Arjona estaba sepultado, por decirlo así, desde hacía treinta años en una parroquia de San Jacinto, en la provincia de Bolívar. El padre Calderón Peña se desplazaba a caballo en zonas por donde no podían pasar los vehículos. Y podríamos continuar así: Antonio Bedoya fue asesinado en la plaza de su pequeña parroquia, el padre Alcides Jiménez cayó sobre el altar, dentro de su pobre iglesia en el departamento de Putumayo. Miguel Ángel Quiroga tenía 25 años cuando fue asesinado, y mostraba el entusiasmo del sacerdote joven. En septiembre del año pasado fue asesinada la madre Yolanda Cerón ante los ojos atónitos de un centenar de personas. Dirigía la pastoral social de una pequeña diócesis. En los primeros meses de 2002 han caído los sacerdotes León Corrales Bedoya, Arley Arias García, Juan Ramón Núñez, hasta el asesinato del arzobispo de Cali, monseñor Isaías Duarte.
Siete obispos han conocido el secuestro en este mismo espacio de tiempo. El obispo de Tibú, José de Jesús Quintero, fue secuestrado dos veces. Había ocupado el puesto de un sacerdote amenazado del norte de la provincia de Santander, y no se le reservó un trato mejor. Incluso después de esto no quería marcharse de su diócesis, hasta que sus superiores le convencieron de trasladarse a Bogotá.
Es comprensible que exista alarma en la Iglesia colombiana. Después del asesinato de monseñor Duarte, los obispos de la Conferencia episcopal son conscientes de que todo es posible. Un buen número de ellos vive bajo amenaza, un número todavía mayor de sacerdotes corre peligro de muerte. Algunos han sido trasladados a zonas más seguras (si es que las hay), otros han dejado el país en silencio, como el padre Jesús María Henao, delegado episcopal para la pastoral social, y Gersaín Paz, portavoz de la archidiócesis de Cali y estrecho colaborador del obispo Duarte.
Allí donde hay gente que sufre, hay sacerdotes. Había uno también en la casa parroquial de Bojayá, una aldea perdida de un millar de habitantes en el Chocó (provincia paupérrima que se degrada hacia el Pacífico). Preparaba la comida para la gente que se había dirigido al edificio de la iglesia contigua para refugiarse del ataque de la guerrilla. Pero no encontraron amparo. Es más, la iglesia se convirtió en su tumba. Un cilindro de metal cargado de explosivo, disparado por los atacantes, hizo que se derrumbara el techo, que cayó sobre las trescientas personas que se habían refugiado en el templo. Murieron 117 personas, entre las que había 47 niños. El diez por ciento de la población de Bojayá. El padre Janeiro Jiménez, párroco de la aldea, se llevó a la selva a los supervivientes, y estuvo escondido con ellos durante tres días. Un sacerdote italiano que asiste a los evacuados - hay medio millón de ellos en Colombia, que vive de las ayudas humanitarias - dice que la gente se fía de él, se fía de los sacerdotes en general, se fía de la Iglesia. Se llama Sante Cervellín, se encuentra desde hace 39 años en América Latina y en estos días se está ocupando de los que han escapado de la zona de la masacre y se han refugiado en la ciudad de Kibdó: dos mil personas.
Una encuesta publicada antes de las elecciones confirma sus palabras y refleja que los colombianos tienen confianza en la Iglesia. La señalan como la institución más fiable, antes que las fuerzas armadas, mucho antes que los partidos políticos. No es sólo una institución, aunque no es este el lugar para entrar en esta discusión. Pero entonces, ¿por qué la guerrilla secuestra sacerdotes, los amenaza, los mata? Si la guerrilla lucha por la emancipación de los más pobres y los pobres se fían de los sacerdotes, ¿por qué los mata? Este es también un signo de lo que ha cambiado la guerrilla colombiana. Es el signo de su anomalía.