¿Europa al completo?

El Papa hace un llamamiento ante la exclusión de las “comunes raíces cristianas” en la Constitución europea. El homicidio de Fortuyn en Holanda, las invectivas del partido de Fallaci y los cambios políticos de Francia y Alemania atizan el debate sobre la Carta Magna. «Los cristianos han vuelto a las condiciones de la Iglesia primitiva, cuando el cristianismo era joven y cuantitativamente exiguo»

MAURIZIO CRIPPA

Nunca como en estos meses ha estado centrado el debate cultural y político en la reflexión sobre lo que hizo, hace o debería hacer de humus de la civilización que todos juntos somos (o deberíamos ser). Pero el tema está cool, como dicen los ingleses: interesa y apasiona.

Los atinados
El Papa ha sido uno de los primeros en tomarse interés por el tema. Junto a las asambleas de la Iglesia católica, ha criticado la línea política y cultural que marcó la Conferencia de Laeken para la redacción de la Carta de la Unión. En aquella ocasión (a finales de 2001) los dirigentes europeos decidieron excluir de la futura Constitución cualquier referencia a las “comunes raíces cristianas” del continente. La misma presencia de comunidades e Iglesias en los países europeos fue escasamente considerada. El Papa - y no sólo él, como es obvio - pide con insistencia que los que en el futuro elaborarán las leyes de nuestra convivencia tengan en cuenta al cristianismo y su visión del hombre. Un partido esencial, difícil y muy resbaladizo. Empezando por Italia, bastaría observar el alboroto que se levantó a mediados de junio en el Parlamento a propósito de la ley sobre fecundación asistida - y los temas bioéticos serán una de las cuestiones clave de la Constitución europea - para comprender en qué medida las “raíces cristianas” son argumentos capaces de romper cualquier formación, entremezclando posiciones distintas y reduciendo izquierda y derecha a meras siglas.
No sólo la ética, sino otros fundamentos básicos de la Europa moderna, abundantemente trastornados por el nuevo librecambio galopante, como la dignidad del trabajo o la justicia social, están en tela de juicio. Defender con un mínimo de previsión estratégica las raíces cristianas dentro de un contexto ahora en su mayoría incristiano es un desafío para toda Europa. Como recordaba el cardenal de Utrecht, Adrianus Simonis, en una entrevista llena de prudencia y de matices al semanario Tempi: «Europa occidental ha olvidado hoy casi completamente sus propias raíces judeo-cristianas. ¡Sólo queda el desierto! Los católicos son una minoría dentro de la minoría».

Los desatinados
La cita del cardenal Simonis no es casual. El prelado holandés y su nación han estado recientemente (a comienzos de mayo) en el ojo del huracán europeo. Pim Fortuyn - dirigente de un partido radical y anti sistema, libertario, pero con netas connotaciones xenófobas - fue asesinado por un opositor político, un extremista ecologista (un inciso: esta circunstancia ha originado un extravagante debate en la prensa sobre si había que considerar particularmente monstruoso este homicidio como fruto del “creerse buenos” y políticamente correctos; pero, vamos a ver: también Caín creía tener razón, y hasta los sacerdotes del Sanedrín se consideraban defensores del bien. Desde que el mundo es mundo, el que mata siempre se considera mejor).
Volviendo a Fortuyn, una de sus ideas principales era el cierre de fronteras para impedir la inmigración (una idea un poco histérica, a la vista de los datos: Holanda tiene menos extracomunitarios que otros países europeos como Alemania o Suiza) y sobre todo con respecto al islam, considerado como religión y cultura no sólo distinta y más atrasada que las europeas, sino sobre todo “enemiga”. Su eslogan favorito estaba a medio camino entre la figura del amenazador y la del hotelero: «Holanda está al completo». Lo cual fue suficiente para que Pim Fortuyn fuese canonizado en su lecho de muerte como protomártir de los valores europeos, y en esta trampa han caído también algunos católicos: por fin un verdadero holandés preparado para erigir un muro contra el islam. Es una lástima que los “valores europeos” por los que combatía Fortuyn - gay declarado y dandy nihilista, que proponía “ofrecer una dosis extra a los drogadictos” - fuesen más o menos estos: aborto, eutanasia, familias de hecho, matrimonios homosexuales. En definitiva, justamente todo lo que el Papa pide vetar en nombre de los “comunes valores cristianos europeos”. Un buen embrollo.
Las estadísticas contribuyen a complicar el panorama: la mayor parte de la opinión pública europea se demuestra muy sensible a las posiciones del tipo “Fortuyn” (una investigación que el Observatorio europeo de Viena publicó en mayo sobre el racismo y la xenofobia afirma que, después del 11 de septiembre, los ciudadanos de la UE se han vuelto más racistas con relación a los musulmanes), mientras se muestra reacia a las del Papa (la semana después del homicidio de Fortuyn, Bélgica legalizaba la eutanasia).

Intermedio: las pequeñas patrias
Junto al debate sobre las raíces destaca también el relance de las “patrias”. En Italia - mentor el presidente Ciampi y cómplice el Mundial de fútbol - se ha puesto mucho énfasis en el 2 de junio, renacida fiesta de la República, con canto de himnos de Mameli pregonados aquí y allá. ¿Cómo interpretar tanto patriotismo imprevisto? Es difícil negarle la razón a Massimo Cacciari cuando comenta que la retórica de estas manifestaciones sirve sólo para «cubrir el vacío de valores compartidos», y que procura «reavivar valores en los que nadie cree ya» tratando de oponerse a una corriente social cada vez más acentuada (La Repubblica del 3 de junio).
De opinión bien distinta es un intelectual de derechas como Marcello Veneziani, contento por la vuelta del amor a la patria entendido como «respeto a Italia, a su integridad territorial, a su paisaje y a su lengua, a sus culturas...». En su artículo de Il Giornale del 3 de junio, Veneziani enfrenta las izquierdas con las derechas sobre el tema de la patria y formula una hipótesis interesante, según la cual «las culturas de izquierdas sostienen que el amor a la patria se funda en el pacto constitucional», mientras que las de derechas «sostienen que antes de la constitución formal, sancionada por una carta, existe una constitución real o material que nace o se forma en el curso de la historia y de la vida de una comunidad». En resumen, ¡vivan las raíces!. (Pero, ¿nos salvarán las pequeñas patrias? Toda la sangrienta historia de Europa parece afirmar lo contrario).

Los instrumentos y los instrumentales
En medio de todo esto hay quien querría utilizar el cristianismo (“la civilización cristiana”) como una línea divisoria, pero vaciando su contenido cuando entra en colisión con otros intereses. No nos engañemos: ¿existe en todo el territorio de la Unión algún laico dispuesto a renunciar a las llamadas “conquistas civiles” europeas en nombre de los “valores cristianos”? Pero al mismo tiempo, un político nada extremista como es el bávaro Edmund Stoiber, probable próximo canciller alemán, repite que los musulmanes deben «aceptar las leyes cristianas de Alemania». ¿Qué sentido debe darse a esta frase? Sería más lógico proceder de forma pragmática y reconocer la verdad de lo que ha escrito Angelo Panebianco (Corriere della Sera del 3 de junio) a propósito del fracaso de la cultura “aperturista” de una Europa guiada durante años por los “irreflexivos instigadores de un mundo sin fronteras». Es curioso que hasta en Inglaterra, según un estudio de Johnatan Stevenson, del Instituto de Estudios Estratégicos, el multiculturalismo entendido como «dejar a todos la libertad de estar como quieran», sin aprender lengua y tradiciones del país que acoge, no ha favorecido precisamente la integración, sino el auto aislamiento y la radicalización de la población islámica. ¿Cómo reaccionar ante esta situación? Panebianco lleva las de ganar cuando dice que la izquierda «está prisionera de una ideología que tilda de xenófobos a todo el que muestra aprensión hacia las incomodidades causadas por la inmigración». Pero la fórmula de Fortuyn, “estamos al completo”, no es ni siquiera la única que se puede experimentar razonablemente. Países como Francia, que recientemente ha dado un giro a la derecha, y Alemania (que lo hará quizá dentro de poco) están probando otros caminos, como hacer obligatorios para los inmigrantes cursos de lengua, cultura y derecho del país en el que han aceptado vivir (“aceptado”, o sea, que deben “aceptar” sus reglas).
Para terminar, Marcello Veneziani, en el artículo arriba citado, sostiene que para la cultura de izquierdas el amor a la patria coincide «con la ciudadanía y sus reglas», mientras que para la derecha «está ligado a la pertenencia y a la identidad». El mismo juicio se puede aplicar también a una Europa en busca de raíces. Una búsqueda, como se ha visto, complicada y llena de aspectos distintos, pero deseosa de que, de forma laica, en la futura Unión puedan tener “ciudadanía” también las “identidades” que forman parte de Europa. Como es el caso de los cristianos que, por decirlo con las palabras del cardenal Simonis, «han vuelto a las condiciones de la Iglesia primitiva, cuando el cristianismo era joven y cuantitativamente exiguo».