MEMORIA

Cada año la comunidad de CL de Madrid celebra el Viernes Santo con un Vía Crucis en los alrededores de El Escorial. Con este gesto trata de expresar la memoria cristiana que coincide con tomar conciencia de un acontecimiento que está presente en la historia. Las estaciones se recorren en silencio y la memoria se expresa mediante la lectura de pasos de la Sagrada Escritura y de los Misterios de C. Pèguy, la escucha de cantos de la Tradición cristiana y con una meditación común

Pasión

Félix de azúa
Mañana es Jueves Santo, y me pregunto cuántos escolares saben cuál es la peculiar santidad de este jueves. Dirán: ‘La crucifixión de Jesucristo’, pero lo santo no es la ejecución en la cruz, sino el rescate que simboliza y el cambio de un ritual basado en el sacrificio del cordero, a otro que comparte el pan y el vino. Muy pocos conocen ya la Pasión, el relato que expone una nueva concepción de la muerte aparecida hace dos mil años. Sin embargo, Occidente no es sino el resultado de esa concepción de la muerte y de la inmortalidad que llamamos cristianismo.
El olvido de los saberes innecesarios es una prueba de salud y de fuerza intelectual. Nadie usa la astrología o la alquimia si no es con fines de entretenimiento. Pero el olvido de saberes esenciales es señal de cataclismo. Si preguntamos a los escolares por qué razón murió Jesucristo, es dudoso que sepan contestar. La pregunta puede ser más rara. ¿Cómo explican que una criatura humana, ínfima y nula, se rebelara contra su omnipotente creador? O más oscura. ¿Es comprensible que un padre condene a morir a su hijo para salvar a unas criaturas que le han ofendido? El relato de la Pasión estipula el infinito valor que nos concedemos los occidentales, y nuestra terquedad en no ceder ante Dios, el cual tendrá que matar a su hijo para mantener el contrato con sus criaturas. Los occidentales somos divinamente díscolos. O satánicamente soberbios. Ha de morir un dios para que acatemos un cierto orden celestial. A regañadientes.
El relato de la Pasión hizo pasar noches en vela a Hegel, horas eufóricas a Nietzsche, sonó como una geometría invisible a oídos de Bach, condenó a la agonía a Pascal y a Dostoievsky, está vivo en las grandes obras europeas que aún no han sido arrasadas. No es un cuento chino sino el relato de nuestro origen. Y ahora se hunde en la oscuridad de lo innecesario, convertido en un rito pintoresco, como las cándidas hechicerías de los pueblos silvestres.
Pero con el eclipse de la Pasión se eclipsan también los occidentales, aquellos pueblos que compartieron un relato de rebeldía, un mito sacrificial y un fundamento común. Lo que ahora muere en la cruz es nuestra propia memoria.
El País, Miércoles, 11 de abril de 2001


Sorprende encontrarse en las páginas de un periódico con alguien que se pregunta sinceramente acerca del sentido de la vida. Fue reconfortante leer el año pasado lo que Félix de Azúa escribió sobre la resurrección la carne; es provocador hoy leer la columna que lleva por título Pasión, con motivo del Jueves Santo. Para él escribo estas líneas

Carmen giussani

«El olvido de los saberes innecesarios es una prueba de salud y de fuerza intelectual. Nadie usa la astrología o la alquimia si no es con fines de entretenimiento. Pero el olvido de saberes esenciales es señal de cataclismo».
Un pueblo que ha conocido a Cristo en la historia no puede olvidarlo, so pena de perder su forma específica de concebir la razón y, por tanto, de vivir la propia humanidad con una originalidad inconfundible. Es sumamente oportuna esa advertencia de Azúa.
Ahora bien, los pueblos occidentales no «compartieron un relato de rebeldía, un mito sacrifical y un fundamento común». «Nuestro origen» no es sólo un relato, sino un hecho de la historia: fue y es un hombre judío cuya humanidad ha convencido de la verdad, uno por uno, a hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación, hasta llegar a convencerme a mí. Su humanidad ha devuelto al hombre occidental su razón entendida como capacidad de apertura ante el único Misterio que explica por completo la experiencia humana.
La alternativa en la vida de todo hombre, consciente o inconscientemente, es la rebelión ante el Misterio o la filiación. Hubo un hombre que compartió nuestro dolor y lo salvó, porque era Dios, lo salva día tras día. Reconocerle presente, como hizo el Buen Ladrón, es entrar en una vida que no muere. Tomar la cruz de cada día y seguirle, o quedarnos solos con el inevitable dolor humano, duro y sin sentido, es la alternativa del cristiano.
«¿Por qué habrían los hombres de amar a la Iglesia?», se pregunta Eliot en Los Coros de la Piedra, si «Ella les habla de Vida y Muerte, y de todo lo que ellos querrían olvidar (...) Ella les habla de Mal y Pecado, y otros hechos desagradables» mientras que los hombres «tratan constantemente de escapar de las tinieblas de fuera y de dentro a fuerza de soñar sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno». A los hombres nos conviene amar a la Iglesia porque no censura los datos de los que está tejida nuestra experiencia. El Pregón Pascual nos pone ante la verdad: vida y muerte entablan entre los hombres - no sólo entre los occidentales - una singular batalla y el corazón desea que la Vida triunfante nos levante de la postración. Cristo en la Cruz nos rescata de nuestros sueños, engaños y olvidos. Tratamos constantemente de escapar de las tinieblas de fuera y de dentro por medio de sistemas perfectos, pero nada de lo construido por el hombre con el apoyo exclusivo de su capacidad, aunque sea noble, logra sostener lo humano de un modo definitivo. Mirar a Cristo presente en su Cuerpo vivo nos abre un camino que, sin dejar de ser fatigoso, se hace cierto. Ya no hay que huir. No es necesario fingir.