El desquite de Eduardiño

Salvador de Bahía, Ribeira Azul. Entre la humanidad desesperada de los alagados brasileños, la historia de un chico. Hace diez años conoció a un sacerdote y este encuentro cambió su vida

gianluigi da rold

José Eduardo Ferreira Santos tiene veintiséis años, pero aparenta menos. Parece un estudiante de bachillerato un poco empollón, pero al mismo tiempo resulta simpático. Es delgado, esbelto, y en el momento en que dice: «Tengo veintiséis años», de repente parece mayor. Lo dice de forma grave, como si pensase rápidamente en su vida, breve pero intensa por todo lo que ha visto, por lo que ha vivido, por cómo, año tras año, se ha convertido en adulto entre los alagados de Salvador de Bahía, los horribles palafitos sobre el mar de la Ribeira Azul, las chozas que corresponden a las favelas de las demás ciudades brasileñas.

En brasileño Eduardo se convierte inevitablemente en Eduardiño, por lo que enseguida te viene a la mente la figura de un extremo derecha haciendo regates acrobáticos. El apodo “Dino”, en portugués, se convierte fonéticamente en “Gino”. Así es como le llaman los italianos de AVSI que trabajan en Bahía, y también los chavales de la zona que asisten al Centro educativo Juan Pablo II, casi un oasis en el desierto de violencia y degradación de los alagados. Eduardiño puede contar toda su vida, y resulta clarísimo que no es posible separar su historia de las vicisitudes del Centro educativo, de los alagados y de todo lo que han hecho en Salvador de Bahía los de AVSI y muchas otras personas. “Gino” es el testigo de una conquista de humanidad, de un auténtico rescate humano, después de haber atravesado el infierno que la antigua y espléndida Salvador descrita por Jorge Amado puede reservar para muchos de sus hijos.

Se puede tener una idea aproximada de las favelas brasileñas, las casas de cartón que los turistas pueden ver desde lejos. Pero los alagados es necesario ir a verlos para comprender su terrible realidad. Son casas de madera y de cartón sobre el océano, palafitos construidos sobre el fondo arenoso como se hacía al comienzo de la historia de la humanidad. Los palos clavados en cruz sobre la arena se convierten en trágicas “espadas de madera” cuando la marea baja, para convertirse después en basamento de una casa cuando la marea sube. Para pasar entre estos palafitos es necesario moverse por pasarelas de pesadilla, con cuidado de que los niños no se claven un palo o se caigan al agua. En 1992, cuando se pensó en recuperar los alagados, trasladando los núcleos familiares que vivían allí a casas en la costa, Eduardiño tenía algo más de quince años. La espléndida bahía de la Ribeira Azul podía sólo intuirse o imaginarse, porque el mar había sido ocupado casi por entero por los palafitos. No se veía la playa, ni siquiera el perfil estupendo de la costa. La hipotética urbanización e industrialización del interior de Bahía se había transformado en un trágico desastre. Miles de familias habían dejado el interior de Brasil, el campo, y se habían dirigido hacia la gran bahía de Todos los Santos buscando trabajo y una casa; pero las fábricas quebraron y las casas nunca fueron construidas.

Lucha por la supervivencia
Detrás de aquellos palafitos se hallaba la desesperación de gente desarraigada y sin una perspectiva de futuro. En toda aquella parte de Bahía se asentaron ciento cincuenta mil personas, que defendían con las uñas una letrina para sobrevivir y escapaban de la policía para no ser desalojados de un retazo de mar convertido en una cloaca.

Lo admite incluso la diputada del estado de Bahía, Sonia Fontes: «No sabíamos por dónde empezar frente a aquella situación y, como políticos, cometimos errores, nos entretuvimos con planes de recuperación abstractos. Casi nos olvidamos del contacto humano indispensable con aquellas personas. Es más, no comprendíamos lo que estaban haciendo los cooperantes de AVSI»

Porque frente a esa tragedia humana había algunas personas a las que se les había metido en la cabeza que se podía hacer algo. Se podía compartir el dolor y la desesperación, se podía aconsejar, llevar alimentos, ayudar a cuidar a los niños y a los enfermos, esperar que desapareciera ese clima de violencia y degradación. El sencillo y ejemplar acto de la acción caritativa, el que don Giussani había enseñado a tantos jóvenes en los años cincuenta, no había producido nuevos católicos, sino sobre todo hombres nuevos, nuevos ciudadanos. Para trabajar en la acción caritativa entre los alagados no llegaron solo miembros de CL como Livio y Anna Michelini, sacerdotes como don Giancarlo Petrini, sino también miembros de la extrema izquierda como el “Lázaro de Vicenza”, que vivía entre cuatro muros a orillas de la Ribeira Azul. A aquellos “locos” se les había metido en la cabeza sanear ese ambiente, en donde puñaladas y disparos eran mercancía cotidiana para cualquiera que viviese o pasase por allí.

Un día sí y otro no
En 1992 había una nave detrás de los alagados. En aquella nave, los niños iban a hacer una comida completa un día sí y otro no. También Eduardiño hizo cola y, como le sucedía a muchos otros, cuando tenía que saltarse la comida en su día de “no”, lloraba de desesperación y de comezón por el hambre que sentía. Volvía a su “casa”, con sus hermanos y su familia, después de haber pasado entre intermitentes escenas de violencia de todo tipo. El padre de Eduardiño se dedicaba, y se dedica todavía, a recoger plátanos y a vender fruta. En la medida de lo posible, Eduardiño le ayudaba. Pero “Gino”, de vez en cuando, caminaba durante largo rato hasta el centro de Bahía, hasta el Pelorinho, e iba a casa de Amado, en la plaza del “palo” y de las “jaulas” en las que se metía a los esclavos rebeldes venidos de Angola. También el Pelorinho tenía un ambiente degradado, también allí existía una humanidad desesperada, pero allí podían verse los testimonios de los primeros misioneros, las grandes iglesias, las catedrales del barroco portugués. «Estaba mirando las vidrieras de una iglesia, fascinado por su belleza. Se me acercó un sacerdote, don Giancarlo, y me preguntó: ¿Qué estás haciendo? Le conté lo que hacía, dónde vivía y cómo vivía. Volví a verle y él me ayudó».

La vida de Eduardo da un vuelco desde aquel momento. Hoy dice: «He convivido con la violencia y la muerte. En donde vivo, la vida no tiene valor, no tiene sentido alguno. ¿Cómo puede crecer la persona si la vida no tiene valor, no tiene sentido? Intuía, mientras vivía en la degradación de los alagados, que la vida se decide justamente en la juventud. Pero veía que de mis coetáneos, paradójicamente los más inteligentes, sensibles y curiosos eran los que se lanzaban a los puestos de venta de droga, entre las bandas de delincuentes. Una vida breve, un instante de tiempo consumido en la desesperación rodeada por la hipocresía, el cinismo y la indiferencia general».

Licenciatura en pedagogía
Pero a Eduardiño le han tocado la fortuna y la gracia. Por medio de las adopciones a distancia, un italiano que ni siquiera le conoce, ha pagado sus estudios. José Eduardo Ferreira Santos es inteligente y al final consigue estudiar, y se licencia en pedagogía. Aunque su padre sigue vendiendo fruta, su palafito se ha convertido en una casita aceptable. Pero Eduardiño está destinado a hacer historia. Su delgada figura de chico despierto con gafas, se convierte en el símbolo del rescate de una comunidad humana entera. Esto también sucede en la vida.

Mientras Eduardo crece, estudia y se licencia, organismos políticos brasileños e internacionales, como el Banco mundial, se dan cuenta de que desde la acción caritativa se ha llegado a un proyecto válido de recuperación urbanística. Se dividen los alagados en lotes de recuperación, se comienzan a construir casas en la costa, se arregla lo que se puede en las casas de la playa, desaparecen los primeros palafitos y la Ribeira Azul vuelve a ser el paraíso natural que fue durante siglos, con el agua azul de una piscina en el océano, con los flamencos buscando peces, la arena y las palmeras de la playa. Eduardiño mira encantado ese primer “milagro” y piensa todo lo que queda por hacer. Mientras, trabaja como educador en el lugar en el que ha crecido, en el Centro educativo donado por Angelo Abbondio, un empresario italiano que no olvidará jamás su primera visita a los alagados.

Mientras el plan de recuperación avanza, Eduardiño mira a los chicos más jóvenes que juegan a la pelota, estudian, y comen regularmente (todos los días ahora). Trabaja con Enrico Novara, con Pina Gallicchio, con Cesare Simioni, con Benedetta Fontana. Ha ido este año al Meeting de Rímini. Si no hubiesen derribado las Torres Gemelas, habría ido a hablar a un congreso de la ONU en Nueva York. Cuando le dijeron que iría, casi se desmaya de timidez y de incredulidad. En Rímini, les dijo a los periodistas: «Quisiera cambiar la vida de mis chicos, como don Giancarlo cambió la mía. ¿De qué forma? Encontrándome con ellos». Unas palabras que puede ser el mejor manual para interpretar la globalización de la que tanto se habla abstractamente en estos días.