EncUEntrO CON JESÚS
El pequeño gran hombre
Desde este número proponemos una serie de artículos sobre los encuentros de Jesús. Puntos ligados a la Escuela de comunidad. Empezamos con Zaqueo, el odiado recaudador de impuestos que, empujado por una increíble curiosidad, quiere a toda costa ver a Jesús
Giancarlo Giojelli
El asunto que nos ocupa es narrado en el evangelio de Lucas, cronista atento a lo esencial. Jesús va camino de Jerusalén, ha atravesado Samaría, ha contado parábolas que han agitado el corazón de muchos, ha expulsado demonios y curado enfermos, ha confundido a los fariseos que se escandalizaban incluso de que hiciera milagros en sábado, se ha encontrado ya con el joven rico y ha dicho claramente lo que tenía que decir sobre el peligro de que la riqueza aparte del Reino de Dios. Su camino pasa por Jericó, la más antigua ciudad del mundo. Cuando atraviesa el poblado, en el centro de un espléndido oasis a pocos kilómetros del Mar Muerto, rodeada por el desierto y las montañas, hay una muchedumbre inmensa en torno a Él. Entre la muchedumbre se encuentra también Zaqueo. Era un personaje tristemente famoso, bien conocido por todos, «jefe de los publicanos y rico», como escribe Lucas. Rico; precisamente de aquellos para los que la puerta del Reino de los cielos era verdaderamente estrecha. Los publicanos, además, eran peor que otros ricos, eran despreciados, casi impuros. Eran los que hacían dinero cobrando los impuestos para los romanos. Un recaudador de impuestos nunca ha sido muy querido ni muy popular en ningún país del mundo. El publicano judío representaba una doble blasfemia: judíos que pedían dinero a otros judíos por cuenta del odiado imperio romano, aquel que el Mesías debía eliminar, por lo menos en las expectativas del pueblo. Un momento que parecía inminente teniendo en cuenta el bullir de movimientos independentistas y de expectativas mesiánicas en los días de Jesús. En resumen, los primeros en sufrir las consecuencias de la eliminación de los romanos a manos del Mesías, según lo que esperaba la gente, debían ser precisamente los publicanos, aquella gentuza. Y también estaban sus contactos con los paganos, que les hacían poco recomendables, casi indignos de entrar en el Templo. Y quizá también, para rematar el asunto, se quedaban con parte del dinero.
A cualquier precio
En resumen, era lo peor, lo más inmoral que podía encontrarse, y Zaqueo era su jefe. Lucas lo describe como «bajo de estatura». La muchedumbre le tapa con facilidad y, evidentemente, nadie le hace el favor de apartarse. Zaqueo tenía a su favor una sola cosa, una increíble curiosidad; se moría literalmente de ganas de ver a Jesús, sin saber muy bien por qué. Pero tenía que verlo a cualquier precio, aun a costa de hacer el ridículo. «Trataba de distinguir quién era Jesús - escribe Lucas -, pero la gente se lo impedía». El cuadro descrito en el evangelio se anima: Zaqueo lo intenta, se mueve, pero no hay nada que hacer. Entonces corre veloz y ágil y, trepando, se sube a un árbol, «una higuera», precisa Lucas. Higueras como aquellas existen todavía en Jericó, altas, frondosas, con muchas ramas que nacen de la parte baja del tronco, es muy fácil subirse. Sabía que Jesús tenía que pasar por allí. El evangelio no se detiene a describir lo que experimentaba Zaqueo en aquel momento. Curiosidad, ciertamente, quizá un confuso sentido de culpa por una vida que no era demasiado ejemplar, quizá la intuición de que algo podía suceder, algo verdaderamente nuevo. Quizá, quién sabe. ¡Se decían tantas cosas de ese nazareno! Pero el evangelio se limita a los hechos. Jesús llega y enseguida levanta la mirada, ve al rico, al publicano, al impuro, al jefe de la mafia, subido a una rama. Una escena quizá un poco ridícula, un poco patética, pero seguramente en aquel momento eran pocos los que se reían. Aquel hombrecillo era malo y pecador, y había robado a muchos pobres. Era un cruce de miradas. La de Jesús, a la que la gente seguía con el aliento suspendido pensando «Quién sabe lo que dirá ahora...», era una mirada que sólo los discípulos conocían bien y que siempre señalaba que iba a suceder algo, algo inesperado, pero que no podía ser más que aquello, se haría evidente enseguida.
«Voy a alojarme en tu casa»
La mirada de Zaqueo: «Me ha visto, y ¿ahora?». La mirada alzada de la muchedumbre: «Pero mira dónde se ha ido a fijar..., pero seguramente Jesús sabe de quién se trata, qué tipo de persona está subida en la higuera». Don Giussani ha evocado muchas veces aquel momento: «Podemos imaginarnos cuando pasa debajo de aquel árbol en donde se halla, agazapado, Zaqueo, el jefe de la mafia de toda la zona noreste de Jerusalén, de Jericó. Se detiene y le mira: Zaqueo - le llama por su nombre -, Zaqueo, date prisa en bajar, que voy a tu casa. Entre nosotros no hay posibilidad de una ternura como esta; somos sucios, groseros, somos piedras con respecto a esta cosa llamada Zaqueo». Merece la pena leer y releer las palabras de Jesús, que Lucas transcribe fielmente porque debieron quedar impresas en el corazón de los apóstoles, palabras inesperadas para todos, para los discípulos, para la gente, ¡imaginemos para Zaqueo!: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Y lo que sucede es sorprendente, ni siquiera el cronista del evangelio puede esta vez evitar contarnos el tumulto de sentimientos que se desencadena: Zaqueo «bajó enseguida, y lo recibió muy contento», casi salta desde el árbol, mientras que la gente se aleja y murmura: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». La misma muchedumbre que sigue a Jesús, que poco antes estaba junto a él mientras le devolvía la vista a un ciego, y que entonces había intentado callar a aquel inoportuno lisiado que gritaba demasiado fuerte. Pero esto era demasiado. ¡Aquel publicano! ¡Aquel mafioso! ¡Aquel pecador! Zaqueo, mientras, debía haberse puesto de rodillas, o quizá se había caído al suelo al bajar del árbol, porque el evangelio dice que «se puso en pie» y rápidamente le dice a Jesús lo primero que le viene a la cabeza, y es algo enorme para él que había hecho del dinero, de la astucia, del fraude, su verdadero Dios: «Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más». Era mucho más de lo que prescribían las leyes judaica y romana. Y Jesús le respondió, evidentemente hablando también para la muchedumbre: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
La parábola de los talentos
Y ya puestos a dejar las cosas claras, aumenta la dosis contando la parábola de los talentos, la del noble que parte de viaje y confía a sus siervos su dinero y, cuando vuelve con un título real, a pesar de la oposición de sus conciudadanos, que le odiaban, les llama y les premia según los intereses que han obtenido del dinero. El único que había conservado celosa y secretamente la onza de oro - más o menos cien jornales de un obrero - que le había sido entregado sin invertirlo es castigado y su dinero es entregado al que había obtenido mayor interés. Y al que objeta algo: «Señor, si ya tiene diez onzas», el Rey le responde con palabras duras: «Al que tiene se le dará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a esos enemigos míos, que no me querían por rey, traedlos acá y degolladlos en mi presencia». Es el último encuentro y la última parábola que Jesús cuenta en el camino hacia Jerusalén, en donde se consumará su pasión. Y después de la comida en casa de Zaqueo se dirige hacia la Ciudad Santa, y detrás de Él se halla ya la muchedumbre que enseguida se marchará, quedando junto a Él sólo algunos, llenos de miedo. Y entre estos se encuentran al menos dos publicanos, los intocables: Zaqueo, precisamente, y Leví, hijo de Alfeo, llamado Mateo, también publicano, recaudador de impuestos, que abandonó su lucrativo oficio cuando Jesús, delante de su puesto, le señaló con el dedo y le dijo: «¡Sígueme!», «y él se levantó y le siguió». Y se convertirá en el apóstol y evangelista Mateo. También Leví tuvo como invitado a comer a Jesús, y también en su casa se habían sentado a la mesa publicanos y pecadores, y también entonces los rígidos observantes, los devotos fariseos, se habían escandalizado, pero Jesús había cortado por lo sano: «No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores».
Sencillez de corazón
Se dilata el corazón, ahora como entonces, de tantos pobres hombres como nosotros que no consiguen no pecar, pero que en ese hombre, en ese Tú por el que se sienten tiernamente llamados por su nombre, habían encontrado la posibilidad de una vida más grande, el Paraíso. La moral se convierte entonces en algo mucho más sencillo que seguir reglas imposibles: «Es la sencillez del corazón - dice don Giussani -. Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los que se creen algo y se las has revelado a los sencillos. ¿Quién es el sencillo? Es el hombre moral. ¿Quién es el hombre moral? ¿Aquel que no comete ningún asesinato? No, uno puede cometer cien asesinatos y ser moral. El publicano al final del Templo. En el evangelio no está escrito: Salió del Templo y dejó de ser publicano; siguió siendo publicano. Y Zaqueo fue alcanzado por la misericordia cuando se había subido al árbol para ver a Jesús. En ninguna parte del evangelio se nos dice que Zaqueo dejara de pelearse con su mujer. Dice que ofreció a los pobres la mitad de sus bienes. ¡Algo tenía que haber, si no, no hubiese cambiado nada! Es la sencillez de tu corazón, porque tu salvación no depende de otros, sino de Otro. Y la relación con ese Otro está definida por la palabra sencillez, o pobreza de espíritu, o ser como un niño». Y a los niños, todo el mundo lo sabe, les vuelve locos subirse a los árboles.