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¿Será igual para todos la ley?
¿Cómo redactar un sistema de normas comunes para todas las naciones europeas? El difícil camino de una Carta europea de justicia que respete las tradiciones y las peculiaridades históricas de cada pueblo
GIANLUIGI DA ROLD
Escribía Walter Lippmann en su obra La opinión pública de 1922: «El público se interesa por la ley, no por las leyes; por el método de la ley, no por su substancia». El crudo análisis del gran teórico del periodismo norteamericano sobre el infantilismo del público, su superficialidad y su facilidad para dejarse manipular por los medios vuelve a ponerse de manifiesto en este periodo, cuando se habla con demasiada facilidad del derecho europeo, de un ordenamiento jurídico que una a toda Europa. Los impulsos y las ilusiones se revelan con frecuencia utópicos, sólo son códigos respecto a la diferencia de historias, de costumbres, de culturas de los diferentes países que componen la Unión Europea. Una zona de libre intercambio, con moneda única y acuerdos, tratados de diferente tipo, consolidados por una larga historia común y por una cincuentena de años de paz puede ser la etapa de un recorrido, pero no la base de un sistema que tenga normas civiles, penales y procesales iguales en Palermo que en París, en Bruselas que en Florencia.
Dada nuestra fragilidad, también las relaciones entre los hombres son perfeccionables y el concepto de justicia terreno se limita a las normas que las sociedades son capaces de expresar según sus costumbres. Pero son los pueblos, las personas las que han creado los ordenamientos jurídicos, no las leyes las que han constituido la sociedad. Siempre me ha parecido absurda la famosa frase de Massimo DAzeglio: «Ahora que hemos hecho Italia, tenemos que hacer a los italianos». Hay que hacer exactamente lo contrario.
Derecho romano
Es verdad que para Europa el derecho romano es una referencia común para muchos ordenamientos jurídicos. Pero las historias humanas, las sucesivas historias de los pueblos europeos se han diversificado tanto durante los siglos que ningún jurista podría afirmar que hoy para Europa existe, o se pueda redactar fácilmente una Grundnorm, una norma fundamental «como fuente común que constituye la unidad en la pluralidad de todas las normas que conforman un ordenamiento», según la tesis central del gran jurista Hans Kelsen. El cual afirmaba además: «Una pluralidad de normas forma una unidad, un sistema, un ordenamiento cuando su validez puede ser reconducida a una única norma como fundamento último de esta validez».
Frente a estos elementos básicos para hablar de ordenamientos jurídicos comunes, los grandes medios de comunicación dicen demasiadas tonterías, desorientando a diestro y siniestro. La opinión pública mira a la pasionaria suiza Carla Del Ponte acusar duramente a Slobodan Milosevic en el aula del Tribunal de La Haya. ¿Basándose en las normas de qué ordenamiento jurídico se puede pedir legítimamente? ¿En las de la OTAN que ha vencido al dictador serbio? De igual modo muchos se plantearon la misma pregunta, legítimamente, en Nuremberg. Por ejemplo, Rudolf Hess fue absuelto por dos de los cuatro jefes de la acusación de crímenes terroríficos porque en esos dos casos, el juez ruso y el inglés, votaron culpable, pero no el francés y el estadounidense. Dos a dos por tanto: ¿en dubio pro reo? Tal vez bastaría esto para justificar la cínica frase de Winston Churchill a sus amigos: «En guardia para no perder la próxima guerra».
Si de estos grandes hechos históricos y políticos, que no deberían entrar en el terreno del derecho, se pasa a la euforia europeísta de los grandes grupos financieros y de los diferentes ejes geopolíticos, con intereses corporativos anexos, se comprende que la Grundnorm europea parece, por el momento, un poco forzada por impulsos que no son los de los pueblos de las diferentes comunidades europeas. Lo que no significa de hecho que la Unión Europea, codificada también por una constitución y unas normas comunes no sea una justa aspiración y un hecho positivo. Los Estados Unidos de América tienen una constitución federal, que convive con las leyes de cada Estado.
Parto doloroso
El problema es, por tanto, cómo redactar esta Grundnorm, está constitución europea de la que se puedan extraer normas para toda la comunidad, para todos los pueblos. El objetivo es fundar una Carta de principios que puedan ser traducidos en normas consecuentes, según las diferentes costumbres. Pero digamos enseguida que el parto será muy doloroso.
Pongamos el ejemplo de principios sobre los cuales podríamos estar teóricamente todos de acuerdo: el derecho a la libertad y el derecho a la vida. ¿La libertad podría llegar hasta el derecho a la dulce muerte, la eutanasia, como sucede en Holanda? El aborto, tal y como es practicado en diferentes partes Europa, ¿cómo se podría conciliar con los derechos ya adquiridos del feto o del embrión, reconocidos como vida en otras partes de Europa?
Sin pensar en estos problemas, que con frecuencia se tratan según las diferentes interpretaciones del derecho natural ¿cómo se puede conciliar la implantación del antiguo derecho romano, reordenado por Justiniano, con el ingreso en la unión europea del pueblo turco con su derecho, que no se basa sólo en la occidentalización de Kemal Ataturk?
¿Casos límites y provocadores? No podemos liquidarlos sin más. Hay casos más simples. El carnet de identidad para los holandeses es un recuerdo de la ocupación nazi, para los ingleses es una violación de la privacidad. El contemp of court, el ultraje a la formalidad de la corte británica es casi inconcebible. Hace poco, un abogado italiano tuvo que vérselas con un juez inglés que respetaba las formalidades procesales. El abogado italiano se presentó al debate sin la peluca y el juez le respondió una primera vez: «No le oigo», y por segunda vez: «No le oigo». Cuando el abogado italiano se puso a gritar, el juez inglés le respondió: «Ahora ni siquiera le veo».
Peculiaridades históricas
El habeas corpus en Inglaterra es una institución muy antigua que se remite a épocas anteriores a la Carta Magna de 1215. A partir de Enrique VII (1485-1509) este principio protege a los ciudadanos de ser recluidos sin fundamentos legales. ¿Cómo puede conciliarse este principio con una declaración hecha por el fiscal Piercamillo Davigo en un reciente debate sobre Micromega con Giuliano Ferrara: «Si alguien ha acabado en la cárcel, ha negado incluso la evidencia y ha admitido el hecho específico y después ha callado, nadie podrá dudar de su capacidad criminal, será un óptimo intermediario para ulteriores delitos, subsiste el razonable peligro de que siga cometiendo delitos del mismo tipo, subsiste el razonable peligro de que ejerza su influencia sobre los testigos»?
En casi todos los ordenamientos jurídicos europeos ya sean de tradición napoleónica, ya sean de derecho común, common law, existe la separación de las carreras: la acusación pública es rigurosamente diferente del juez y está sujeta al ejecutivo, al Ministro de Justicia. En Alemania, por ejemplo, la acusación pública es sostenida por un funcionario de un Lander. En Italia el fiscal es un magistrado, que en otras ocasiones puede ejercer como juez y la separación no existe. Para el resto de los europeos este es un hecho casi increíble, aunque algunos magistrados trasnacionales miran al fiscal italiano como a una especie de redentor de la justicia. En la asamblea constituyente de 1946, se omitió este hecho anómalo por una razón que explicó Pietro Nenni: «Un fiscal sujeto al ejecutivo, en ese periodo histórico, daba miedo. Temíamos que, dependiendo de sus opiniones y de las de la mayoría, pudiera hacer arrestar a todos aquellos que estaban en minoría». Es un misterio cómo se puede conciliar esta anomalía italiana con los ordenamientos jurídicos europeos. Se trata, en efecto, según algunos juristas, de una invasión de la magistratura en la política judicial.
El caso reciente de la polémica sobre los suplicatorios puede tomarse como ejemplo de una invasión en el campo político. Los suplicatorios son competencia del Ministro de Justicia, son un hecho político, de soberanía nacional. Una cosa es la colaboración entre las diferentes policías, y otra lo que se refiere a las competencias del Ministro de Justicia.
Con todo esto ¿cómo es posible entonces una Carta europea? Sólo gradualmente, con una lenta uniformidad de los ordenamientos jurídicos. Una cosa es la Europa de las finanzas y de la economía y otra la de los hombres con sus tradiciones, sus complejidades y sus peculiaridades históricas.