Católicos
y política
El pasado mes de noviembre, la Congregación para la
Doctrina de la Fe, conforme a la solicitación del Pontificio Consejo para
los Laicos, publicó una “Nota doctrinal sobre algunas cuestiones
relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política”.
A continuación proponemos un extracto
JOSEPH RATZINGER
I. Una enseñanza constante
El compromiso del cristiano en el mundo, en dos mil años de historia, se
ha expresado en diferentes modos. Uno de ellos ha sido el de la participación
en la acción política: Los cristianos, afirmaba un escritor eclesiástico
de los primeros siglos, «cumplen todos sus deberes de ciudadanos».
La Iglesia venera entre sus Santos a numerosos hombres y mujeres que han servido
a Dios a través de su generoso compromiso en las actividades políticas
y de gobierno.
Mediante el cumplimiento de los deberes civiles comunes, «de acuerdo con
su conciencia cristiana», en conformidad con los valores que son congruentes
con ella, los fieles laicos desarrollan también sus tareas propias de animar
cristianamente el orden temporal, respetando su naturaleza y legítima autonomía,
y cooperando con los demás ciudadanos según la competencia específica
y bajo la propia responsabilidad. Consecuencia de esta fundamental enseñanza
del Concilio Vaticano II es que «los fieles laicos de ningún modo
pueden abdicar de la participación en la “política”;
es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa,
administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente
el bien común».
II. Algunos puntos críticos en el actual debate cultural y político
Se puede verificar hoy un cierto relativismo cultural, que se hace evidente en
la teorización y defensa del pluralismo ético, que determina la
decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral
natural. Desafortunadamente, como consecuencia de esta tendencia, no es extraño
hallar en declaraciones públicas afirmaciones según las cuales tal
pluralismo ético es la condición de posibilidad de la democracia.
Ocurre así que, por una parte, los ciudadanos reivindican la más
completa autonomía para sus propias preferencias morales, mientras que,
por otra parte, los legisladores creen que respetan esa libertad formulando leyes
que prescinden de los principios de la ética natural, limitándose
a la condescendencia con ciertas orientaciones culturales o morales transitorias,
como si todas las posibles concepciones de la vida tuvieran igual valor. Al mismo
tiempo, invocando engañosamente la tolerancia, se pide a una buena parte
de los ciudadanos - incluidos los católicos - que renuncien a contribuir
a la vida social y política de sus propios Países según la
concepción de la persona y del bien común que consideran humanamente
verdadera y justa, a través de los medios lícitos que el orden jurídico
democrático pone a disposición de todos los miembros de la comunidad
política (...).
Esta concepción relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la
legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las
opiniones políticas compatibles con la fe y la ley moral natural, aquella
que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien
común. La libertad política no está ni puede estar basada
en la idea relativista según la cual todas las concepciones sobre el bien
del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor, sino sobre el hecho
de que las actividades políticas apuntan caso por caso hacia la realización
extremadamente concreta del verdadero bien humano y social en un contexto histórico,
geográfico, económico, tecnológico y cultural bien determinado.
La pluralidad de las orientaciones y soluciones, que deben ser en todo caso moralmente
aceptables, surge precisamente de la concreción de los hechos particulares
y de la diversidad de las circunstancias. No es tarea de la Iglesia formular soluciones
concretas - y menos todavía soluciones únicas - para cuestiones
temporales, que Dios ha dejado al juicio libre y responsable de cada uno. Sin
embargo, la Iglesia tiene el derecho y el deber de pronunciar juicios morales
sobre realidades temporales cuando lo exija la fe o la ley moral.
La Iglesia es consciente de que la vía de la democracia, aunque sin duda
expresa mejor la participación directa de los ciudadanos en las opciones
políticas, sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre
una recta concepción de la persona. Se trata de un principio sobre el que
los católicos no pueden admitir componendas (...).
Cuando la acción política tiene que ver con principios morales que
no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño
de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad.
Ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, en efecto,
los creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral,
que concierne al bien integral de la persona. Este es el caso de las leyes civiles
en materia de aborto y eutanasia (que no hay que confundir con la renuncia al
ensañamiento terapéutico, que es moralmente legítima), que
deben tutelar el derecho primario a la vida desde de su concepción hasta
su término natural. Del mismo modo, hay que insistir en el deber de respetar
y proteger los derechos del embrión humano. Análogamente, debe ser
salvaguardada la tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio
monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad,
frente a las leyes modernas sobre el divorcio. A la familia no pueden ser jurídicamente
equiparadas otras formas de convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuánto
tales, reconocimiento legal. Así también, la libertad de los padres
en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además
en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo modo,
se debe pensar en la tutela social de los menores y en la liberación de
las víctimas de las modernas formas de esclavitud (piénsese, por
ejemplo, en la droga y la explotación de la prostitución). No puede
quedar fuera de este elenco el derecho a la libertad religiosa y el desarrollo
de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común,
en el respeto de la justicia social, del principio de solidaridad humana y de
subsidiariedad, según el cual deben ser reconocidos, respetados y promovidos
«los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así
como su ejercicio». Finalmente, cómo no contemplar entre los citados
ejemplos el gran tema de la paz. Una visión irenista e ideológica
tiende a veces a secularizar el valor de la paz mientras, en otros casos, se cede
a un juicio ético sumario, olvidando la complejidad de las razones en cuestión.
La paz es siempre «obra de la justicia y efecto de la caridad»; exige
el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo, y requiere un compromiso
constante y vigilante por parte de los que tienen la responsabilidad política.
III. Principios de la doctrina católica acerca del laicismo y el
pluralismo
Ante estas problemáticas, si bien es lícito pensar en la utilización
de una pluralidad de metodologías que reflejen sensibilidades y culturas
diferentes, ningún fiel puede, sin embargo, apelar al principio del pluralismo
y autonomía de los laicos en política, para favorecer soluciones
que comprometan o menoscaben la salvaguardia de las exigencias éticas fundamentales
para el bien común de la sociedad (...)
Una cuestión completamente diferente es el derecho-deber que tienen los
ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente
la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales
sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los
demás derechos de la persona (...).
Sería un error confundir la justa autonomía que los católicos
deben asumir en política, con la reivindicación de un principio
que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia (...).
La enseñanza social de la Iglesia no es una intromisión en el gobierno
de los diferentes Países. Plantea ciertamente, en la conciencia única
y unitaria de los fieles laicos, un deber moral de coherencia. «En su existencia
no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida “espiritual”,
con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida “secular”,
esto es, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso
político y de la cultura. El sarmiento, arraigado en la vid que es Cristo,
da fruto en cada sector de la acción y de la existencia. En efecto, todos
los campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como
el “lugar histórico” de la manifestación y realización
de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los hermanos. Toda
actividad, situación, esfuerzo concreto - como por ejemplo la competencia
profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia
y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la
propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura - constituye una ocasión
providencial para un “continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de
la caridad”». Vivir y actuar políticamente en conformidad con
la propia conciencia no es un acomodarse en posiciones extrañas al compromiso
político o en una forma de confesionalidad, sino expresión de la
aportación de los cristianos para que, a través de la política,
se instaure un ordenamiento social más justo y coherente con la dignidad
de la persona.
En las sociedades democráticas todas las propuestas son discutidas y examinadas
libremente. Aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran
ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia
un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad
de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del
bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante.
En esta perspectiva, en efecto, se quiere negar no sólo la relevancia política
y cultural de la fe cristiana, sino hasta la misma posibilidad de una ética
natural. Si así fuera, se abriría el camino a una anarquía
moral, que no podría identificarse nunca con forma alguna de legítimo
pluralismo. El abuso del más fuerte sobre el débil sería
la consecuencia obvia de esta actitud. La marginación del Cristianismo,
por otra parte, no favorecería ciertamente el futuro de proyecto alguno
de sociedad ni la concordia entre los pueblos, sino que pondría más
bien en peligro los mismos fundamentos espirituales y culturales de la civilización.
IV. Consideraciones sobre aspectos particulares
La fe nunca ha pretendido encerrar los contenidos socio-políticos en un
esquema rígido, consciente de que la dimensión histórica
en la que el hombre vive impone verificar la presencia de situaciones imperfectas
y a menudo rápidamente mutables. Bajo este aspecto deben ser rechazadas
las posiciones políticas y los comportamientos que se inspiran en una visión
utópica, la cual, cambiando la tradición de la fe bíblica
en una especie de profetismo sin Dios, instrumentaliza el mensaje religioso, dirigiendo
la conciencia hacia una esperanza solamente terrena, que anula o redimensiona
la tensión cristiana hacia la vida eterna.
Al mismo tiempo, la Iglesia enseña que la auténtica libertad no
existe sin la verdad. «Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen
miserablemente», ha escrito Juan Pablo II. En una sociedad donde no se llama
la atención sobre la verdad ni se la trata de alcanzar, se debilita toda
forma de ejercicio auténtico de la libertad, abriendo el camino al libertinaje
y al individualismo, perjudiciales para la tutela del bien de la persona y de
la entera sociedad.