Reclutar soldados. La batalla de la vida
Transcribimos el testimonio del capitán David Jones,
oficial del ejército americano. El encuentro con la experiencia cristiana
«ha salvado realmente mi vocación de soldado»
DAVID JONES
Todos los días,
nada más despertarme, rezo implorando misericordia. Rezo para que la Virgen
me guíe. Pido a Cristo que, a través del Espíritu Santo,
me inspire para ser un santo en el desierto (o la desolación) de la vida
militar. Justo hoy, antes de sentarme a escribir esta carta, he sido literalmente
“llamado”: me han preguntado si quería encargarme personalmente
de un trabajo relacionado con los recursos humanos para las operaciones en Irak.
Para mí la guerra en Irak no es un acontecimiento geopolítico abstracto
del cual me limito a hablar o discutir. Yo vivo la posibilidad real de ser llamado
a prestar servicio allá, como ya les ha pasado a varios de mis amigos.
Además, esta vocación no me incumbe sólo a mí personalmente,
sino también a toda mi familia. Esta vocación, esta “profesión
de las armas”, afecta a todos los aspectos de la vida de una persona. Para
un soldado no es posible trabajar ocho horas al día; él y su familia
viven la realidad de esta vocación veinticuatro horas al día, los
siete días de la semana. Lo vivimos durante las largas horas de trabajo,
en los traslados que se prolongan durante bastantes meses, siempre con la posibilidad
de morir y todo eso. Recientemente, un amigo muy querido, también oficial
del ejército, murió en un trágico accidente. La posibilidad
de ir a la guerra y de morir es algo que yo vivo todos los días como soldado.
Recuerdo muy claramente, como si hubiera sucedido hoy mismo, que una vez formé
parte de un destacamento encargado de informar a los familiares de los militares
desaparecidos y tuvimos que comunicar a la mujer y los niños de un oficial
compañero mío en las Fuerzas Especiales que él acababa de
morir. Es una experiencia que no podré olvidar jamás. ¿Cómo
puedo responder a algo así como católico y como miembro de Comunión
y Liberación? Reconociendo que existe un Dios y que yo no soy Él.
Yo soy sólo un ser humano limitado que implora misericordia en presencia
de este Otro. Hace casi seis meses el Comandante de mi Batallón me ofreció
la oportunidad de mandar una compañía de reclutas y acepté
de buen grado, con toda libertad. Ser jefe es una de las formas más grandes
de prestar servicio. El carisma de CL me ha permitido reconocer de forma absolutamente
real y concreta la dignidad humana de mis soldados y de aquellos de quienes soy
responsable porque se han enrolado en el Ejército de Estados Unidos a través
de mí. Este carisma ha hecho posible que me despierte cada día y
rece implorando misericordia... Que rece para que se me dé la capacidad
y la gracia de reconocer a Cristo entre nosotros. Este carisma no sólo
ha salvado mi matrimonio, sino que ha salvado realmente mi vocación de
soldado. Le ha conferido un sentido en el preciso momento en que me hallaba inmerso
en la lucha contra el hecho de que soy primero católico y después
un soldado, y me cuestionaba cómo se podían vivir estar dos realidades
sin contradicciones, y si serían al fin y a la postre compatibles. A través
de la amistad y la ayuda de un amigo muy querido que he conocido en el movimiento,
Mauricio Maniscalco, mejor conocido entre nosotros como Riro, he llegado a comprender
que el carisma es la capacidad de abrazar la vida entera. Para mí esto
significa no sólo ser marido y padre, sino también soldado. Todos
los días debo levantarme y dedicarme a promocionar el Ejército de
Estados Unidos ante directores de instituto, rectores de universidades, alcaldes,
presidentes de sociedades y, sobre todo, me ocupo de todos aquellos que han solicitado
su ingreso en el ejército. ¿Pensáis que es fácil hacer
esto hoy, con la perspectiva de una guerra contra Irak; una guerra por la cual
podría estar enviando hombres a morir, una guerra que muchos consideran
injusta? No, ciertamente no es fácil. Para mí es un peso enorme
que llevo en el corazón. Me desvelo por la noche pensándolo y me
echo a llorar. Pero lo que la gente debe entender es que los soldados no somos
bárbaros. Nosotros no deseamos matar o hacer mal a nadie. Al contrario,
nosotros entendemos mejor que nadie las consecuencias que comporta una guerra,
porque las hemos experimentado en primera persona; pero, a veces, la guerra se
vuelve de alguna manera necesaria en este nuestro mundo corrupto. No me corresponde
a mí juzgar la política del gobierno americano, ni valorar los objetivos
estratégicos, operativos o tácticos de los oficiales que son mis
superiores. Lo que puedo hacer afecta sólo a los que tengo alrededor, es
decir, a mi familia y a los soldados que dependen de mí. Como oficial tengo
dos tareas fundamentales: 1) Desarrollar la misión que se le ha confiado
a mi unidad, sea cual sea; 2) Cuidar de mis soldados y de sus familias. Y yo hago
todo eso con un gran sentido de humildad. Lo hago consciente de que soy ante todo
siervo y en primer lugar de Cristo, que me da la fuerza para respirar y vivir,
para vivir una vocación que Él me llama a realizar. ¿Por
qué me ha elegido a mí? Esto es un misterio. La razón más
plausible que alcanzo a imaginar la he descubierto leyendo los escritos del Concilio
Vaticano II, el Catecismo Universal de la Iglesia Católica y los escritos
del Santo Padre, Juan Pablo II. El papel de los laicos, y el de todos los católicos,
es ser la “sal de la tierra”. Los católicos son llamados a
participar activamente en todas las profesiones, incluso aquellos que se encuentran
en el desierto, y a llevar a todos la luz de la Buena Noticia. Vivir esta vocación
siendo un militar es mi camino de ascesis. En todas las misas pedimos por nuestros
gobernantes y a menudo rezamos por los militares que operan en todos los rincones
del mundo. En estos días os pido y ruego a todos vosotros que recéis
con plena conciencia y sinceridad. Pedid a nuestra Señora para que invoque
para ellos la gracia. Cristo está presente incluso en la “confusión
de la batalla”.