MARíA
en la historia 3
Bajo
tu amparo
Tercera etapa del itinerario para profundizar
en la influencia de la Madre de Dios en la historia de los hombres. Las apariciones
milagrosas, desde el siglo
cuarto hasta el año mil, en defensa de su pueblo ante la violencia y las
catástrofes naturales: una presencia real que manifiesta la gloria de
Dios en el tiempo
a cargo de Paola Bergamini y Paola Ronconi
Todo comienza con el “sí” pronunciado por una muchacha
de la casa de David en respuesta al ángel Gabriel. Desde los primeros
siglos, reyes y emperadores y, sobre todo, el pueblo pide e implora su ayuda.
Y la respuesta llega siempre.
La época medieval, en la que todas las artes honraron a la Santa Virgen,
se caracteriza por acudir a ella, como a la primera entre los santos a la que
dirigirse. Se debe a Gregorio de Tours el relato de diferentes prodigios atribuidos
a la intervención de la Madre de Dios. Aunque algunos pueden parecer fruto
de la imaginación o de la credulidad, no es así en absoluto. La
confianza de los cristianos de todos los tiempos y lugares en el poder de intercesión
de la Virgen es atestiguada abundantemente.
Unas veces, la intervención de la Virgen desvía el curso de la
historia tal y como los hombres lo habían proyectado, a pesar de estrategias
y calamidades, en defensa de la fe o para manifestar el poder y el amor de su
Hijo, el único que construye la historia. Se trata de las apariciones.
A continuación, comentamos algunas que ejemplifican especialmente cómo
los hombres recurren a María, y cómo estas apariciones llevaron
a un pueblo entero a la conversión.
Apariciones
Cesarea, Asia Menor (la actual Turquía), año 363. San Basilio,
hijo del los santos Basilio y Emelia, reza con la manos juntas. El gran doctor
de la Iglesia está preocupado. El emperador Juliano el Apóstata
había jurado que a su regreso de la batalla contra los persas le mataría.
No teme por su vida, que está en manos de Señor; piensa en su pueblo.
Todos sabían que el emperador pretendía restaurar el paganismo
y era especialmente intolerante hacia los cristianos. La prueba la tenían
en los tres edictos publicados tras la muerte de Constantino.
«
Virgen Santa –implora Basilio–, ven en nuestro auxilio». De
pronto, una claridad lo inunda todo y se escucha una voz: «No te preocupes,
Basilio. Te prometo que la rabia del emperador no te golpeará. Todavía
deberás luchar en otras batallas por mi Hijo, para proteger a mi pueblo».
Unos días después llegó la noticia: Juliano el Apóstata,
después de conquistar algunas fortalezas, había obligado al enemigo
a recluirse en Ctsfonte, pero desconfiando del éxito del asedio, había
remontado el Tigris y en un enfrentamiento, había muerto herido por una
lanza. Basilio, elegido obispo en el 370, combatirá precisamente en Cesarea
la herejía arriana que había resurgido bajo el emperador Valente.
Roma, 590. Una terrible epidemia de peste azota la ciudad. Gregorio Magno, elegido
ese mismo año para la sede pontificia, se apresura a comenzar la procesión
para implorar la piedad divina que ponga fin a la calamidad que está diezmando
Roma. Estrecha entre sus manos la imagen de la Santa Virgen; el largo cortejo
de fieles serpentea las calles de la ciudad. Al llegar junto a la Mole Adriana –que
desde ese momento se llamará Castel Sant´Angelo– les resulta
imposible avanzar. Un ángel se cruza en su camino. El gentío se
arrodilla y ve al mensajero de Dios envainando su espada, signo inequívoco
del final del azote. A continuación, hileras de ángeles entonan
una antífona como saludo a la Virgen:«Regina coeli, laetare, alleluia».
Era la primera vez que los fieles escuchaban esta oración.
Gualdo Tadino, 552. Narciso está al frente del ejército romano
de Oriente. El emperador Justiniano le había enviado para ayudar al general
Belisario en la guerra contra los godos. El gran caudillo sabe que ha llegado
el momento crucial. Con paso decidido, Narciso acude a la tienda de Belisario: «General,
mañana venceremos». El general le mira perplejo: «Esperemos,
sus fuerzas son...». «No, general. La Virgen se me ha aparecido diciendo
que nos llevará hasta la victoria. No debemos dudar». Al día
siguiente, en una cruenta batalla en Tagina, los godos, liderados por el rey
Totila, fueron derrotados. Narciso será el sucesor de Belisario.
Constantinopla, 626. La ciudad se encuentra bajo asedio persa. El patriarca Sergio
congrega a su pueblo: «Invoquemos a la Reina del Cielo. Recemos juntos.
Imploremos su ayuda contra el enemigo». Al undécimo día,
uno de los centinelas descubre a una señora acompañada por dos
siervas que, saliendo de la iglesia, se dirige hacia el campo persa. La noticia
se difunde enseguida. Todos piensan que se trata de la emperatriz llevando un
mensaje al jefe de la fuerzas enemigas. Empieza a cundir el pánico. ¿Quizá haya
ido a negociar la rendición? Esperan inútilmente su regreso. La
hermosa Señora, de hecho, no vuelve a la ciudad y desaparece. Unas horas
después llega otra noticia. El campo enemigo se encuentra sumido en una
tremenda confusión. No se entiende lo que sucede. En pocas horas, los
persas escapan interrumpiendo el asedio de Constantinopla. Únicamente
el pueblo conoce la verdadera razón: esa hermosa Señora era la
Virgen María.
Boulogne (Francia), 636. Un grupo de personas está a la orilla del mar,
desde donde pocas horas antes habían avistado un barco. El barco estaba
frente a ellos, pero no se apreciaba ni un alma. Un hombre se arma de valor y
sube. «No hay nadie –bromea tras unos minutos–. ¡Falta
hasta el timón! Sólo he encontrado esto». Vuelve a bajar
llevando entre sus brazos una figura de la Santa Virgen con el Niño. Todos
se agolpan alrededor. «¡Qué rostro tan hermoso!», comentan.
Al rato se escucha una voz: «He escogido vuestra ciudad como lugar de gracia».
Desde ese momento, Boulogne se convierte en destino de peregrinaciones, hasta
el punto que, años después, Godofredo de Buglione, a su regreso
de las cruzadas, ofrecería a la Madre de Dios su corona de Jerusalén.
Valenciennes (Francia), 1008. «Ayunad, orad –grita un hombre en el
centro de la plaza–. Escuchadme. Orad y ayunad. Sólo así la
peste que aflige nuestra ciudad será vencida». Mucha gente se agolpa
a su alrededor preguntándose quién sería. «¿No
le reconoces? Es el viejo ermitaño. Hacía años que no se
le veía». Un hombre se decide y se acerca a él: «¿Cómo
puedes decir que sólo con la oración y el ayuno podremos salvarnos
de la peste?». El viejo, mirándole a los ojos, le responde: «La
Virgen Santa me lo ha dicho, y me ha encargado que os lo comunique. Por eso he
dejado mi silencio y mis oraciones para venir a la ciudad». La gente le
cree, aunque queda sobrecogida. Todos empiezan el ayuno y rezan con gran fervor.
Al día siguiente, la Virgen se aparece a los habitantes de Valenciennes,
rodeada por una multitud de ángeles. Como demostración de su protección,
extiende un cordón alrededor de toda la ciudad para detener la peste y
pide que al día siguiente, 8 de septiembre, fecha del nacimiento de la
Madre de Dios, tenga lugar una procesión en su honor. Y así ocurrió.
En el transcurso del día se desplegó una procesión por las
calles de la ciudad. Inmediatamente la peste cesó de propagarse.
Benevento, 663. La ciudad está bajo asedio de las tropas del emperador
Constantino II, que, anhelando arrancar Italia de las manos de los longobardos
y someterla bajo su poder, reúne un poderoso ejército. Abandona
Constantinopla y desembarca en Taranto. Desde allí comienza su reconquista,
devastando la ciudad de Puglia. Prosigue su marcha hasta llegar a Benevento,
gobernada por el duque Romualdo, hijo del rey longobardo Grinoaldo. La ciudad
se encuentra al límite, Romualdo, vencido por la desesperación,
junto con los conciudadanos que quedan, decide abrir las puertas de la ciudad
y morir combatiendo. Pero se presenta ante él el obispo Barbato, que en
tantas ocasiones había intentado convertir al cristianismo a los longobardos,
apegados a sus ritos paganos. «Convertíos, hijos míos, al
Creador –les increpa el Obispo–, para que seáis salvados.
No en vano, Él es quien termina las guerras, conduce a los infiernos y
eleva a los cielos, humilla y enaltece. Abandonad toda vanidad que hayáis
perseguido hasta ahora por sugerencia del diablo y cantad juntos con voz clara
las alabanzas al Único Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dirigid
hacia Él vuestras plegarias prometiendo servirlo devotamente y Él
os librará de aquellos que persiguen vuestras almas». «Si
esto es así –responde Romualdo–, me alejaré de todos
los ídolos a los que he honrado según el rito de mi estirpe y prometo
servir al único Dios». La semilla de la conversión estaba
plantada.
Inmediatamente, san Barbato entró en la iglesia y suplicó a la
Madre de Dios para que, como mediadora ante su Hijo, alejara la guerra. Está seguro
de que la Virgen le ha escuchado y dirigiéndose de nuevo al duque, le
dice: «Estad atentos, tú y los tuyos. Prometisteis servir a Cristo
Jesús una vez liberados de vuestros enemigos. Que no sea en vano el pacto
de la promesa porque, si no, Dios os abandonará y viviréis cosas
peores. El emperador y su ejército no entrarán en Benevento, sino
que se darán la vuelta y tornarán a su tierra, para que sepáis
que yo predico la verdad. Acerquémonos juntos a la muralla desde donde
te mostraré a la piísima María Madre de Dios, que elevará al
Creador oraciones de salvación por vosotros. En cuanto las escuche, vendrá en
vuestro auxilio». Apenas terminó de hablar, apareció la Virgen
Santa sobre la muralla de la ciudad. Al día siguiente, Constantino II,
que había amenazado con borrar de la faz de la tierra la ciudad y había
rechazado grandes cantidades de oro, plata y piedras preciosas, abandonó el
asedio de Benevento.
Una
tradición de 1500 años
Querido don Giussani: Su carta a la Fraternidad me conmovió mucho. Especialmente
me provocó el primer punto. Usted lee el Himno a la Virgen de una manera
que me llena de estupor al hacerme profundizar en lo que ya antes consideraba
precioso. De pronto descubro que nadie antes de usted se había percatado
de esa belleza y genialidad. Tras la lectura de la carta, habría querido
decirle: «Querido don Giussani, usted que dice tantas maravillas del Himno
a la Virgen de Dante, ¡qué pena que no haya leído el Akathistos
a la Santísima Madre de Dios!». Y tuve el deseo de leerlo “junto
a usted”.
Es imposible no percibir la consonancia entre estos tres himnos (sí, tres,
porque su carta es también un himno, un himno al Ser en la figura de la
Madre de Dios). ¡Lo paradójico, lo inconcebible de la categoría
de la divina humanidad: Virgen y Madre, Dios y Hombre, generan estupor y alegría!
Y ahora, el gozo del Akathistos se convierte en gozo tuyo de una manera totalmente
natural: salve, porque llevas a Aquel que trae consigo todo (¡Virgen Madre,
Hija de tu Hijo!). Salve, tú que unes la virginidad y la maternidad; salve, ¡Esposa
no desposada! Salve..., salve..., salve... Es nuestra alegría por la salvación,
alegría por amor al hombre de Dios, por Ti, Madre de Dios, alegría.
Gracias por su atención al corazón del hombre,
Este trabajo es un intento de lectura del “Himno a la Madre de Dios” a
la luz de las meditaciones de Giussani. (Los fragmentos del Akathistos irán
en redonda y en cursiva los fragmentos de don Giussani)
Natasha
San Petersburgo
Presentándose ante ella, el Ángel le dijo:
Te saludo, oh, llena de gracia, el Señor está contigo (Lc 1,28)
Salve, oh, altura inaccesible para la inteligencia humana;
salve, oh, profundidad inescrutable, incluso a los ojos de los ángeles.
El Misterio (...) es la Virgen, porque es la primera evidencia del misterio para
el hombre. La Virgen es la primera evidencia física y espiritual del hecho
del Misterio.
Salve, oh, de los fieles guía de sabiduría.
La figura de la Virgen es el constituirse de la personalidad cristiana.
Salve, oh, vientre de encarnación divina.
La Virgen respetó totalmente la libertad de Dios, “salvó” Su
libertad; obedeció a Diosporque respetó Su libertad sin oponer
un método suyo. Esta es la primera revelación de Dios.
Salve, puerta de la salvación
La Virgen es el método necesario para tener una familiaridad con Cristo.
Salve, escala supraceleste de los prodigios de Cristo.
El Ser “se coextiende” a su comunicación total.
Salve, tú que unes virginidad y maternidad.
Por ello, la virginidad –«Virgen madre»– coincide con
la naturaleza del ser real, según la fórmula de su revelación
completa. ... La primera característica con la que el Ser se comunica
es la virginidad. Es el concepto de pureza absoluta, cuya consecuencia arrolladora
es la maternidad.
Salve, arca dorada
por el Espíritu Santo.
El Espíritu creador, la evidencia del Espíritu, apareció en
el seno de María.
Salve, arca de Su Providencia.
“
Consejo” implica percibir la dimensión infinita, inalcanzable e
invencible del Espíritu Santo. Lo cual revela la razón que justifica
el método de la Encarnación. Sin este paso no comprenderíamos
a la Madre de Cristo.
Salve, puente que llevas
a los hombres desde la
tierra hasta el cielo.
La Virgen es como la invitación del príncipe.
Salve, oh esposa
siempre virgen.
Os pido que partáis siempre de la presencia de la Virgen, presencia suprema
en la historia del universo.
Imaginaos los días de la Virgen, los días de María con aquel
Misterio que percibía, sentía y reconocía, que abrazaba
con todo su ser... Debemos implorar de la Virgen la gracia de participar en su
maternidad.
Y el Verbo se hizo carne,
y habitó entre nosotros
(Jn 1,14)
La “música” humana es el escenario donde todo acontece: el
Misterio se convierte en pueblo humano y en “coro” del Infinito.
Se realiza así un énfasis de la personalidad cristiana: nos levantamos
por la mañana para ir a misa, para que nos cuiden, para ir al trabajo,
por los hijos... ¡nos levantamos por un desbordamiento en nosotros mismos
del hecho de Cristo!
Akathistos, historia de un himno
Caterina Giojelli
Akathistos: la denominación de “Himno a la Madre de Dios” proviene
del griego akathizo. De la traducción literal, “no me siento”,
proviene la costumbre de cantarlo de pie, al ritmo que se cantan los himnos bizantinos
y en la forma del kontakio (una estrofa introductoria seguida de otras, terminando
con una estrofa invocatoria). El himno Akathistos se compone de veinticuatro
estrofas, designadas con las veinticuatro letras del alfabeto griego, cuyo comienzo
coincide con la letra de numeración. El resultado es un grandioso acróstico
alfabético.
La alternancia de una estrofa corta y una más larga nos permite distinguir,
entre las veinticuatro estrofas, doce de carácter narrativo y doce meditativas,
a las que la estudiosa Rosa Calzecchi Onesti define «como una especie de
contemplatio del corazón con el fin de dejarse modelar por el espíritu
de María para poderla imitar en la vida de todos los días».
La historia del célebre himno sigue siendo todavía hoy un misterio
que los estudiosos intentan desvelar, optando, en última instancia, por
aceptar el anonimato. Su datación incierta (siglos V-VI) hizo que se atribuyera
a diversos personajes. El primero de todos, Romano el Mélode (san Romano
de Emesa, s. V-VI). En realidad, Romano fue el lúcido inventor del kontakio
y de una amplia gama de obras de narración y contemplación de los
Misterios y de las fiestas cristianas –cantadas y conocidas en todo Oriente– pero
el Akathistos no se cuenta entre sus himnos. Más tardía es la atribución
que se le hace al patriarca Sergio, en especial por las circunstancias del asedio
de Constantinopla por tierra y mar. En el año 626, persas, alanos y búlgaros,
aprovechando la ausencia del emperador Heraclio, invadieron la ciudad. Sergio
convocó al pueblo para rezar a la Virgen: en ese momento una repentina
tempestad provocó el hundimiento de los barcos enemigos y permitió que
los griegos, a pesar de su inferioridad numérica, pusieran en fuga al
invasor. A la vuelta de la persecución encontraron, en la región
de Blacherne, una pequeña iglesia intacta, consagrada a la Madre de Dios.
Cuentan las crónicas de la época que esa misma noche, dirigidos
por el Patriarca, los fieles elevaron al cielo, como signo de agradecimiento,
el Himno a María Santísima.
Contra
la herejía arriana
La historia del Sacro Monte de Varese hunde sus orígenes en la primera época
medieval. De hecho, es tradición que los orígenes del santuario
de Santa María del Monte (entorno al cual se construyó posteriormente,
en el siglo XVII, el actual Sacro Monte) se remonten a san Ambrosio. El obispo
de Milán (374-3969, para agradecer a la Virgen la victoria sobre los arrianos,
hizo levantar en la cima del monte Velate una ermita sobre cuyo altar colocó una
estatua negra de la Virgen, atribuida por la tradición al evangelista
Lucas. En cambio, según algunos estudiosos, la iglesia de Santa María
sería fruto de una obra de misioneros orientales enviados allí –donde
había un castrum longobardo– para convertir a los soldados arrianos.
También la devoción a la talla de la Virgen en el santuario tendría
orígenes orientales, y la reliquia habría llegado procedente de
Constantinopla, donde era venerada por haber salvaguardado la ciudad del asedio.
El primer documento es de 922 y cita un lugar de culto muy importante sobre el
monte Velate, aunque seguramente fuera anterior la costumbre de peregrinar a
la Virgen “negra”.