Los “estigmas” los
llevaba grabados en el alma
Brian Kolodiejchuk, M. C.
Durante el proceso de beatificación han ido emergiendo aspectos desconocidos
de la vida interior de Madre Teresa. El más sorprendente de ellos es la
experiencia de oscuridad que marcó 50 años de su existencia. Ella,
que se había donado totalmente a Jesús, vivió todas las
dudas que atormentan la conciencia de los hombres de nuestro tiempo
De todos es bien conocida la mística de la Madre. La pobreza marcó toda
su vida y los “estigmas” los llevaba impresos en el alma, escondidos
a los ojos de todos, compartiendo la angustia de Jesús en el huerto de
Getsemaní, pero también su rendición a la voluntad del Padre
(«no se haga mi voluntad sino la tuya»). En este sentido, experimentó la
enfermedad del espíritu que caracteriza al mundo contemporáneo
y llevó su peso. Su amor y su servicio a los más pobres entre los
pobres estuvieron a la vista de todos, pero no sabíamos hasta qué punto
compartió y sirvió también la pobreza espiritual de tantos
hombres. Creo que Madre Teresa ha renovado, en cierto modo, el concepto de santidad,
no porque le haya sucedido nada diferente que a otros santos (la noche oscura
del alma no es desde luego una novedad), sino porque repropuso con fuerza que
la santidad no se mide por el grado de perfección humana, sino por la
capacidad de permanecer asidos al amor de Jesucristo, aceptando la cruz de la
propia pobreza. Madre Teresa recuerda al mundo entero que los santos son hombres
y mujeres como todos los demás y que la santidad es accesible a todos.
Como ella misma decía «la santidad no es un lujo para pocos, sino
un simple deber para ti y para mí». Y ese es el camino que Madre
Teresa ha reabierto para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.
Apóstol de la alegría que sonríe a Jesús
Madre Teresa escribió: «Mi segundo propósito es llegar a
ser un apóstol de la alegría, consolar el Corazón de Jesús
mediante la alegría. Por favor, quiera María donarme su corazón
para que yo pueda más fácilmente llevar a cumplimiento su deseo
para mí. A Jesús quiero solo sonreirle para esconder ante sus ojos,
si es posible, el sufrimiento y la oscuridad de mi alma». Todos veían
su alegría y su sonrisa. La Madre llevó sola su cruz como sabe
hacer quien es verdaderamente “madre” y no carga sobre las espaldas
de sus hijos el peso de sus sufrimientos y de sus preocupaciones. Es un buen
ejemplo de la profundidad que se escondía tras su sencillez.
La lejanía, el deseo y el ancla de la oración
En ella anidaba la oscuridad, la sensación de estar abandonada, de no
ser amada, pero también y siempre el deseo de estar unida a Jesús, «de
amarlo como no ha sido amado jamás». Y la lejanía era percibida
de forma tan dolorosa justamente por la fuerza del deseo. El amor que experimentaba
por Jesús “armó” su voluntad e, incluso en los momentos
más difíciles, de aridez total, de casi insensibilidad del alma,
se hincaba de rodillas y rezaba, aunque la oración le pareciera una repetición
mecánica. En cambio, fue el “ancla” que la mantuvo dentro
del amor de Cristo. Con los años, esta experiencia la fue purificando
y la oscuridad se convirtió en un compartir conscientemente el abandono
y la angustia vividas por Jesús en la cruz, junto con una identificación
aún más profunda con la condición de sus pobres. Se puede
decir que formó parte de su vocación no sólo el servir a
los pobres y ser ella misma pobre, sino también el compartir lo que experimentan
los pobres: la desolación, la soledad, el sentirse rechazados y no amados.