ONU. Los crujidos del Palacio de Cristal
¿Qué queda de la Asamblea General de la ONU al término de
la guerra
en Iraq, de la que se ha visto excluida sin contemplaciones? Un balance tras
casi 60 años de actividad
Maurizio Crippa
Nosotros, pueblos
de las Naciones Unidas, decididos a salvar a las generaciones futuras del azote
de la guerra, que dos veces en la vida de esta generación
ha traído indecibles aflicciones a la humanidad...». Así empieza
la Carta de la ONU, suscrita inicialmente por 51 naciones en el verano de 1945.
Los países firmantes se comprometían a perseguir «la paz
y la seguridad» y a «abstenerse en sus relaciones internacionales
de la amenaza o del uso de la fuerza». Hasta aquí las intenciones.
Después viene una larga historia de 58 años.
¿Cómo
ha sido? Entre utopía ética y disuasión
Hay que partir de la constatación de que la ONU nace de dos padres cuyos
caracteres son bastante diferentes: por un lado, el gran impulso moral de rechazo
a la guerra tras los peores treinta años de la historia contemporánea,
teñido de cierta carga utópica; por otro, nace dirigida o condicionada
(según los puntos de vista) por el ya consumado reparto del mundo en Yalta
(febrero 1945) y la incipiente Guerra Fría. Con estos condicionantes,
el papel de “constructor de paz” de la ONU ha sido objetivamente
limitado y parcial, sobre todo frente a los grandes problemas que tuvo que encarar
casi de inmediato: Palestina, Corea y Vietnam. Pero es erróneo considerar
su experiencia reduciéndola a una púdica hoja de parra, un peaje
moralista que la realpolitik ha tenido que pagar a la renuente opinión
pública mundial: la ONU ha servido con frecuencia para desbloquear los
conflictos cuando las situaciones parecían no tener salida. No es un mal
resultado.
Además, es oportuno recordar que las decisiones de la Asamblea General
no tienen nunca valor vinculante. El poder real está en manos del Consejo
de Seguridad, formado por 15 miembros, diez de los cuales van rotando, pero controlado
por los cinco miembros permanentes, que no son otros que los vencedores de la
Segunda Guerra Mundial (Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña,
Francia y China). Así, el Consejo de Seguridad está limitado por
el derecho de veto de los 5 miembros permanentes, la más evidente concesión “realpolítica” a
la lógica de la Guerra Fría.
La caída del bloque soviético
La crisis de funcionamiento de esta “cámara de compensación” de
los contenciosos internacionales adviene en 1989. La caída del bloque
soviético volvió obsoleto un mecanismo que, a la sombra de la Asamblea
General, era en realidad la reproducción en términos de derecho
formal de la bipolaridad. La primera señal clamorosa fue la Guerra del
Golfo: en 1991, una Unión Soviética desmembrada no tuvo fuerza
para oponer el veto (fuera justo o no) a la coalición anti-Sadam, antiguo “cliente” de
Moscú, como hubiera sucedido antes del 89. Por primera vez (y última)
la ONU se encontró guiando una triunfal guerra a lo grande bajo sus banderas. ¿Un
paso adelante o un paso atrás? Lo cierto es que supuso un cambio trascendental.
Mientras, surge otro factor de crisis: algunas potencias medias regionales han
crecido y piafan por tener un mayor peso internacional; son la Alemania unificada
y el Japón del boom económico. Es hora de cambiar las reglas.
La larga marcha de la crítica
En los años 90 es una verdad a voces que la ONU tal como es ya no funciona.
Las mayores críticas le llueven de los EEUU, hartos de las trabas que
consideran injustificadas y de los costes faraónicos de la burocracia.
A ello se añade la grave debilidad política y militar manifestada
frente a las catástrofes que marcan la década: Somalia, Balcanes
y Ruanda. Terribles guerras, genocidios y desmembramientos de estados enteros
acaecieron sin que la ONU fuera capaz de prevenirlos ni de intervenir. Estos
fracasos son los que dan el golpe de gracia político a la credibilidad
del Palacio de Cristal. En los años 90 se intenta incluso pasar por encima
de la ONU, manteniéndola con vida sólo formalmente, pero al margen
de las decisiones mundiales importantes. Si hay una línea de conducta
que marque la presidencia Clinton es precisamente la de dar espacio a otras entidades
supranacionales con derechos más inciertos - desde el G8 a la WTO (World
Trade Organization) - como “foros” de referencia internacionales.
El naufragio de las reformas
Los intentos de cambiar de rumbo se han estrellado contra dos escollos. El primero:
no se ha logrado llegar a un acuerdo entre quienes apoyan una reforma “de
aligeramiento” (una ONU menos “asamblearia”, pero más
fuerte a la hora de intervenir en las crisis, aboliendo también el derecho
de veto) y quienes, en cambio, abogan por medios de actuación más
robustos. En esta línea está el proyecto de crear un Tribunal Penal
Internacional, dotado de “policía militar” y habilitado para
intervenir y castigar a los estados violadores de la paz o de los derechos humanos.
El segundo escollo ha sido el intento fallido de forzar una reforma del Consejo
de Seguridad que habría premiado sólo a dos estados - Alemania
y Japón, candidatos a un asiento permanente -, mandando a la segunda fila
a todos los demás. A esta maniobra, bien vista por los EEUU, se ha opuesto
sobre todo Italia, con la actuación de su embajador, Paolo Fulci, que
logró bloquear la reforma y “salvar” el rango internacional
de su país. Pero, visto a toro pasado, uno se pregunta si no habrá sido
una victoria pírrica.