¿Por qué Occidente
se odia a sí mismo? Porque reniega de la tradición
Frente al realismo de la Iglesia, el triunfo del maniqueísmo,
un odio
que impide reconocer la bondad de nuestra historia
Alessandro Banfi
Qué secuelas
deja esta guerra? Los muertos, los escombros, la liberación
del tirano, y la habitual cantinela maniquea: “Yo estoy en el lado justo,
tú en el malo. Yo he vencido y tú has perdido. Ahora pagas prenda”.
Un alud de propaganda americanista inunda nuestros medios de comunicación
y sofoca el Magisterio del Papa.Sin embargo, es posible una perspectiva diferente:
repetir con el Papa que la guerra ha sido un delito, pedir, solicitar que se
cometan los menos crímenes posibles y haber esperado que la guerra acabara
pronto. Pero, sobre todo, saber que el mal del mundo atañe al pecado de
cada uno de nosotros ha supuesto de verdad seguir una lógica diferente. «El
Papa ha dicho que la guerra es un delito, la guerra viene a través del
pecado original, que está presente en el mundo a través de los
pecados de los hombres, es decir, nuestros», escribía don Luigi
Giussani en el Corriere della Sera. ¡Qué realismo y qué verdad
en ese subrayado de “nuestros” pecados, respecto al afán contemporáneo
de atribuir siempre las culpas a los demás! ¡Y qué juicio
tan nítido sobre quien ha presentado esta guerra como una lucha entre
bien y mal! O, tal vez, entre debilidad del pacifismo y virilidad militar o entre
el Occidente rico y los pobres del mundo. Un vicio que desgraciadamente está muy
difundido y es común a ambos contendientes. Es como si la guerra hubiera
provocado lo peor de cada uno de nosotros.
Siete de cada diez contra la guerra
También es cierto que nuestro pueblo, la “gente-gente”, no
puede ser juzgado mal. Los sondeos dicen claramente que casi siete italianos
de cada diez no estaban de acuerdo con esta guerra, la consideran un error. Si
bien, una vez que empezó, deseaban que fueran los anglo-americanos quienes
vencieran, y cuanto antes, con el menor dolor y el menor número de muertos
posible. Y muchas banderas de la paz que han ondeado en los balcones y ventanas
de nuestras ciudades han sido a menudo un signo, quizás sencillo pero
bueno, de adhesión a las preocupaciones del Papa, y no de apoyo a los
pacifistas violentos (un oxímoron sin retórica), que han destrozado
los escaparates de McDonald´s, han arrancado los surtidores de gasolina
de la ESSO o destruido cajeros automáticos. Sería injusto no captar
lo positivo de tanto sentimiento popular. ¿Cómo se puede no apreciar
a esta “gente-gente”, antes y más que a los poderosos y a
los intelectuales?
Hay otro argumento que ha sido objeto de insistentes intervenciones personales
del Papa, no sólo a través de la ac ción de la Sede apostólica.
Ha repetido varias veces a los poderosos de la tierra que no entrometan a Dios
y la religión para justificar este conflicto. Como decía atinadamente
Bárbara Spinelli en La Stampa, el realismo cristiano de la Iglesia de
Roma ha puesto freno a la religiosidad apocalíptica de Bush. También
Piero Gheddo ha subrayado esta cuestión. En la primera guerra tras el
fin de las ideologías, la religiosidad sectaria ha sido la que ha cortado
el bacalao: el fundamentalismo cristiano estadounidense se ha contrapuesto al
llamamiento del rais de Bagdad a la guerra santa.
El odio ideológico, la revancha de los nostálgicos
Pero el no dividir el mundo en fieles e infieles es algo que atañe a la
auténtica naturaleza de Occidente y a su concepción de libertad.
Llevamos hasta en nuestro ADN de democracia moderna, de civilización “americana”,
el discutir si la guerra es o no oportuna. Como explicaba el documento «No
a la guerra. Sí a América»: «En EEUU se puede estar
en contra de la guerra americana». Laicamente. Entonces, uno se pregunta: ¿por
qué tantas críticas, tantos movimientos de oposición a la
línea político estratégica de la administración de
EEUU? En parte, se trata de la confirmación de la naturaleza de una civilización.
Pero, como siempre, hay más. En la oposición a esta guerra ha habido
y habrá, en toda Europa, odio ideológico, la revancha de los nostálgicos
de un sistema alternativo, revolucionario, que ha fracasado. ¿Tiende Occidente
a renegar de sí mismo? Ciertamente. Hay quien ama el cupio dissolvi, quien
reacciona a la crisis de fin de siglo desposando, ya fuera de tiempo, la utopía
de la redistribución de la riqueza o de las fuentes energéticas
(Jeremy Rifkin sostiene, por ejemplo, que la utilización del hidrógeno
hará desaparecer las desigualdades en el mundo); hay quien ve en la fuerza
del Tercer Mundo, en especial la del árabe, un signo de vitalidad frente
a la inevitable corrupción occidental. «Ahora tengo la impresión
de que (...) nuestra cultura está a la defensiva frente a las amenazas
externas y en concreto frente a la amenaza islámica. De golpe, me siento
etnológica y firmemente defensor de mi cultura», ha escrito el gran
antropólogo Claude Lévi-Strauss en una frase citada en una nota
del libro de Antonio Socci, I nuovi perseguitati, destacada en el prefacio de
dicho libro por Ernesto Galli della Logia.
Nada de nuevas cruzadas
Pero, ¡atención!, la aparente “debilidad” occidental,
su petición al poder político constituido de libertad para todos
(la dulcis libertas, una libertad sin condiciones fue vindicada por los cristianos
al emperador tres siglos antes de la existencia de Mahoma) es constitutiva de
su radical diversidad. Reclamar una nueva cruzada, la espada contra el islam
infiel, es un error no sólo como estrategia política (aunque funcional
a la presidencia de George W. Bush), sino también como negación
de la identidad occidental, una corrupción fundamentalista de la misma,
tan peligrosa o más que el simétrico nihilismo contemporáneo.