VIDA DE LA IGLESIA
Brújula fiable para el camino
Con la participación de más de 2500 padres conciliares, inaugurado por Juan XXIII en octubre de 1962 y clausurado por Pablo VI, el Concilio Vaticano II se propuso de trasmitir «pura e íntegra la doctrina, sin reducciones o tergiversaciones», profundizando en ella y presentándola «de manera que responda a las exigencias de nuestro tiempo». No sin problemas y malentendidos
STEFANO ALBERTO
El cuadragésimo aniversario de la solemne apertura del Concilio Vaticano, celebrada por Juan XXIII el 11 de octubre de 1962, no escapa a la regla que acompaña a todos los aniversarios importantes: ríos de palabras, de análisis, de valoraciones contrapuestas a menudo fruto de excesivas simplificaciones. A modo de ejemplo podemos señalar la pregunta de un conocido vaticanista: el Vaticano II, ¿antigualla o desafío para el futuro?
El vigésimo primer Concilio ecuménico ha sido seguramente la asamblea más abarrotada y universal de la historia de la Iglesia. Contó con la participación de unos 2500 padres conciliares pertenecientes a cinco continentes. Necesitó casi cuatro años de trabajo preparatorio (de 1959 a 1962), cuatro sesiones (1962-1965), elaboró 16 documentos (cuatro Constituciones, tres Declaraciones y nueve Decretos) además de miles de páginas de esquemas e intervenciones, recogidas en las Actas oficiales todavía en proceso de publicación. Desarrollado en pleno clima de guerra fría entre EE.UU. y la URSS, el Concilio tuvo una sólida cobertura por parte de los medios de comunicación, a menudo con titulares sensacionalistas y simplificaciones que no siempre facilitaron la correcta comprensión del desarrollo y del contenido de los trabajos desarrollados en el Aula conciliar.
La aspiración pastoral de Juan XXIII para el Concilio, llevado a término precisamente por Pablo VI, era la fidelidad a la Tradición, transmitir «pura e íntegra la doctrina, sin reducciones o tergiversaciones, que a lo largo de veinte siglos, a pesar de las dificultades y las contradicciones, se ha convertido en patrimonio común de los hombres», profundizando en ella y presentándola «de manera que responda a las exigencias de nuestro tiempo» (Discurso de apertura del Concilio, 11/10/1962).
Luces y sombras
Sin embargo, la primera fase de acogida fue especialmente tumultuosa para la vida de la Iglesia desde muchos aspectos (crisis de las vocaciones y de órdenes religiosas, abusos doctrinales, lacerantes contraposiciones internas entre progresistas y conservadores, crisis de la fe y de la actividad misionera, escasa incidencia de la Iglesia en la vida social, en las elecciones y en el comportamiento de los solteros...), hasta tal punto que, pocos años después, en 1972, Pablo VI, en la Homilía de la Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, se encontró gritando: «Creíamos que después del Concilio vendrían días de sol para la historia de la Iglesia. En cambio han venido días de nubes y tempestad, de oscuridad, de búsqueda y de incertidumbre; es difícil comunicar la alegría de la comunión» (Pablo VI, Homilía 29/6/1972).
El Sínodo extraordinario de los obispos convocado por Juan Pablo II en 1985, a veinte años de la clausura del Concilio, seguía hablando de luces y sombras que habían caracterizado el período posconciliar, pero afirmó que las causas de la crisis que afectó a la vida de la Iglesia durante estos años de creciente secularización no había que atribuirlas directamente al Concilio.
Naturaleza y misión de la Iglesia
El Vaticano II quiso ciertamente completar la reflexión sobre la naturaleza y la misión de la Iglesia que había quedado incompleta en el Vaticano I. Una cierta insistencia en la fase de difusión, todavía en curso, sobre los aspectos organizativos y jerárquicos que enfrentaba a determinados sectores eclesiales, contribuyó a menudo a que prevalecieran temáticas internas y fenómenos que el cardenal Ratzinger denunció precisamente como autoocupación. En el interior de esta estricta lógica no falta quien (pocos) empieza a pensar en la necesidad de un nuevo Concilio para completar las reformas iniciadas con el Vaticano II en el sentido de una mayor colegialidad en el gobierno de la Iglesia y posteriores aperturas a las supuestas exigencias de modernidad. La parcialidad de análisis y proyectos amenaza con relegar a la Iglesia a un papel marginal, el que el poder de cualquier época está dispuesto a concederle, y oscurecer la amplia perspectiva que el Vaticano II abriera para afrontar la dramática situación actual en la que se percibe a Dios de manera cada vez más abstracta y separado de la experiencia de la vida. Un teólogo, al que jamás se podría tachar de tradicionalista, como J.B. Metz, inventor en los años 70 de la llamada teología política y padre de la teología de la liberación sudamericana, observó hace algunos años, en su despedida de la enseñanza, que «la crisis que ha afectado al cristianismo europeo no es en primer lugar, o al menos no exclusivamente, una crisis eclesial... La crisis es más profunda. No hunde sus raíces en la situación de la Iglesia misma: la crisis es una crisis de Dios. Esquemáticamente se podría decir: religión sí, Dios no... El ateísmo de hoy ya puede de hecho volver a hablar de Dios distraída o tranquilamente, sin comprenderlo de verdad. También la Iglesia tiene su propia concepción de la inmunización contra la crisis de Dios».
Experiencia del Misterio
El cardenal Ratzinger retomó estas observaciones en su intervención en el congreso organizado en Roma durante el Jubileo sobre la acogida y actualidad del Concilio, formulando con la habitual agudeza, su original tesis de fondo: «Claramente, el Vaticano II quería introducir y subordinar el discurso de la Iglesia al discurso de Dios, quería proponer una eclesiología en el sentido propiamente teo-lógico, pero hasta ahora, la difusión del Concilio ha descuidado esta significativa característica a favor de afirmaciones eclesiológicas aisladas, se ha lanzado sobre palabras aisladas de reclamo fácil y de ese modo se ha quedado atrás con respecto a las grandes perspectivas de los padres conciliares» (Concilio Vaticano II, Difusión y actualidad a la luz del Jubileo, a cargo de Rino Fisichella, Cinisello B. 2000, p.67).
Juan Pablo II retomó esta intuición en su intervención en la clausura del mismo Congreso: «La Iglesia ha hecho con el Concilio sobre todo una experiencia de fe, abandonándose a Dios sin reservas, con la posición de quien se fía y tiene la certeza de ser amado. Precisamente este acto de abandono a Dios es el que aflora soberano de un examen sereno de las Actas. Quien quisiera acercarse al Concilio prescindiendo de esta clave de lectura se privaría de la posibilidad de penetrar en lo profundo de su alma. Sólo en una perspectiva de fe, puede el evento conciliar abrirse ante nuestros ojos como un don del que es necesario saber recibir la riqueza todavía escondida» (Ibíd., p.737).
Con cuarenta años de perspectiva es posible volver a leer los textos del Concilio, sobre todo las cuatro grandes Constituciones (sobre la Liturgia, sobre la Iglesia, sobre la Revelación y sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo), descubriendo que el Concilio hablaba sobre todo, no sólo para la cristiandad, sino a todo el mundo, en una manera viva y apasionada, de Dios, «de ese Dios que es el Dios de todos, que a todos salva y para todos es accesible» (Ratzinger, Ibíd., p.67).
De ese modo, frente a la trágica posibilidad de que el hombre no reconozca ni ame el Misterio como existente, el Concilio presenta la Revelación como un hecho vivo, acontecimiento de la caridad del Dios trinitario en la historia del hombre, presencia, compañía amistosa, cuyo rostro y cuyo nombre es Jesucristo (cfr. Dei Verbum, nn.2-5). Él sigue presente en la Iglesia, Pueblo de Dios, Su Cuerpo y Templo del Espíritu Santo (cfr. Lumen Gentium, n.17). Pero es sobre todo, a partir del Sínodo de 1985 cuando se afirma la centralidad de la noción de Iglesia como comunión, en su valor institucional y jerárquico fundado sobre el ministerio de Pedro, y en su dimensión personal y salvífica: el encuentro con Cristo crea comunión con Él mismo (Bautismo y Eucaristía) y por tanto, con el Padre en el Espíritu Santo, y a partir de aquí une a los hombres entre sí. La Iglesia es «en Cristo como sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano» (LG 1) y en ella, todavía en camino en las dramáticas circunstancias de la historia, vive ya la novedad de la salvación de Cristo ofrecida a todos los hombres. De esta conciencia surge el incansable ímpetu misionero y la apertura ecuménica, atenta a valorar todos los elementos de verdad presentes en cada esfuerzo del hombre.
Eclesiología y antropología
El Concilio ha sabido enlazar orgánicamente eclesiología y antropología, la enseñanza de la revelación del Dios trinitario que obra la salvación a través de la Iglesia y la vocación del hombre en Cristo: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et Spes, n.22). Cristo es la respuesta a la espera del corazón de todo hombre. La Iglesia vive en esta certeza, no la aquiescencia o la subordinación, sino la apertura positiva al mundo, inclinándose sobre la fragilidad de la condición humana herida por el pecado, segura de que la salvación de Cristo, si se acoge libremente y se vive conscientemente, toca toda la experiencia del hombre (criatura nueva) reflejándose en cada intento y ámbito de la existencia. En esta verificación surge de manera particular la responsabilidad del laico, testigo de la fe dentro de todas la vicisitudes del mundo.
«En cierto sentido, el 11 de octubre de hace cuarenta años marcó el solemne y universal comienzo de lo que se viene llamando la nueva evangelización», afirmó Juan Pablo II en el Ángelus del 13 de octubre, observando que «en el Concilio se nos ofrece a todos nosotros una brújula fiable para orientarnos en el camino del siglo que se abre». En el camino que es Cristo. Se trata de una indicación cargada de responsabilidad para cada uno de nosotros, según el reclamo contenido en la última carta de don Giussani a la Fraternidad: «Se abre para nosotros un nuevo inicio: demostrar, volver a demostrar la evidencia de la verdad de lo que, siguiendo la Tradición de la Iglesia, siempre hemos dicho».