Televisión, ¡Socórreme!
Massimo Bernardini
Madres que lloran, hijas que ríen, parejas que exhiben sus
crisis en televisión. Hace algunos años podíamos consolarnos
pensando que todo era falso, que era una ficción y que simplemente recitaban
un guión hábilmente escrito. Antes era así, y hoy en cierto
modo también (en el sentido de que si el novio caradura deja de interesar
a la audiencia, se trae al primo del novio: la historia cambia simplemente de
intérprete). Pero la novedad es que hoy la gente se busca a sí misma
en la televisión, en los reality shows. En “un mundo sin yo” el
estudio de televisión se ha convertido en la última e ilusoria
estación para su reconstrucción. He observado de cerca a la mayor
experta en la materia, María De Filippi, y os aseguro que la gente acude
a ella llena de expectativas y de preguntas, verdaderamente dispuesta a hablar
de cosas íntimas y secretas, convencida de que allí, delante de
las cámaras, se producirá la luz, la catarsis, el cambio de dirección.
La televisión, que necesariamente debe confeccionar una historia (el vestuario,
el maquillaje, tal vez una necesaria simplificación del asunto) no modifica
en absoluto la torcida “verdad” de la exigencia: «Estoy aquí para
tratar de recomponer los pedazos de mi yo». Pero, ¿qué se
encuentra delante? No solo cinismo (hasta el mismo Costanzo está convencido
de que tiene una misión social), sino un compartir, un auténtico
y conmovido “compartir en forma de televisión”. Es un compartir
corrompido de buena fe, habría que decir. Un compartir que ya no sabe
distinguir entre verdadero y falso, entre sustancia e imagen, entre necesidad
de compartir y necesidad de la persona. ¿El motivo? Un “yo sin Dios”,
presa a la vez del voluntarismo y de la náusea, de la conmoción
y del cinismo. Un yo confuso, que tal vez cree de buena fe en un “Dios
sin Cristo” y más a menudo en un “Cristo sin Iglesia”,
pero que tiene entre sus manos, durante un programa que dejará huella,
la vida y la historia de otra persona. Pero hay más cosas en la televisión.
Quizá la vida de un santo, como por ejemplo la de la Madre Teresa, que
clava a millones de italianos delante del televisor ante una historia verdaderamente
hermosa, bien contada según las reglas de la televisión, construida
por gente de fe, con las mejores intenciones. Pero es como si esa historia perteneciese,
quizá para hacerla lo más universal posible, a una “Iglesia
sin mundo”. Es como decir: la fe genera lo heroico, lo excepcional, suscita
conmoción e imitación, pero lo ordinario, la vida normal que afrontamos
de nuevo cada mañana, es otra cosa. La televisión no sabe contar
que también ellos, los santos, los “excepcionales”, forman
parte de lo cotidiano, que también ellos se despiertan cada mañana
empezando desde el principio como nosotros. Y que los pedazos frágiles
de nuestro yo pueden recomponerse si alguien nos testimonia cómo hacerlo.