El hombre y su destino
La lección de Julián Carrón en la Asamblea Internacional de Responsables
La Thuile, 27 de agosto de 2002
En la situación de confusión y de destrucción de lo humano en que vivimos, donde el yo se ve reducido a reacción, a sentimiento, a quehacer, se hace aún más apremiante la pregunta: «Yo, ¿quién soy? ¿Qué es de verdad el hombre?». Normalmente, solemos saltarnos esta pregunta y comenzamos preguntándonos: «¿Qué debo hacer?». Pero en la respuesta al «qué debo hacer» ya está implícita una respuesta a «quién soy yo». De esta manera, partimos, como todos, de la concepción de la mentalidad común. Por esto es una caridad que podamos formar parte de un lugar donde se nos dirige esta pregunta: «Pero tú, ¿quién eres?», «pero yo, ¿quién soy?». Porque el punto de partida no puede ser otro que la experiencia. Lo más importante que debemos entender es que «el punto de partida para cualquier definición y, por tanto, para establecer los factores de cualquier razonamiento, es la experiencia. Las explicaciones o razonamientos que necesitan suprimir algún aspecto de la experiencia para afirmarse no son verdaderos».1
I. El yo, deseo de felicidad
Si tomo conciencia de mí mismo en acción, no puedo dejar de reconocer que soy deseo de felicidad, que sorprendo en mí esperando ser feliz: en cuanto abro los ojos por la mañana, aunque sea confusamente, espero algo; la tristeza, como conciencia de algo que falta, es la espera de algo diferente, de la felicidad.
Pero la naturaleza de este deseo no la decidimos nosotros: sólo podemos reconocerla. Estamos obligados a reconocer que, incluso cuando la vida nos responde, cuando logramos obtener lo que queremos, falta todavía algo, el deseo se manifiesta siempre mayor de lo que conseguimos. Este deseo se caracteriza por ser inagotable.
Cuando damos esto por descontado, empezamos a correr por el sendero equivocado. ¡Mira quién eres! ¡Mira qué desea tu corazón! Si uno no se asombra aún hoy ante esto, es que no lo ha reconocido jamás como verdadero. Mira la vibración de tu corazón, al menos en un instante de ternura hacia ti mismo. Sólo con escuchar estas palabras uno debería advertir esta mirada tierna hacia sí mismo: de hecho, si podemos mirar a la cara nuestro deseo de felicidad y abrazarlo, reconocer a qué estamos llamados, a qué estamos destinados, reconocer la grandeza y la verdad de nosotros mismos, es porque hay Alguien entre nosotros.
Este deseo es siempre el punto de partida para comenzar. «¿Cuántos de nosotros se levantan por la mañana mirando a la jornada como un paso en la aventura del deseo de la felicidad?».2 No hay nada que este mundo pisotee y desprecie más, nada que se tome menos en serio, que este deseo. ¿Qué es lo que bloquea esta conciencia de mí mismo, esta claridad? «Es una ausencia de sencillez en el reconocimiento de la vibración, la inconmensurabilidad y la infinitud del deseo de amor que tienes».3
Aun cuando el Señor nos da esta claridad, persiste en nosotros una «debilidad inmensa», por la cual el hombre navega por los umbrales de la nada - como nos decía don Giussani cuando nos reunimos para preparar este encuentro -, por la cual no perseveramos en esta conciencia, en este impulso, en esta vibración del yo; una debilidad que es ya el inicio de la muerte, de la infelicidad, y que, con nuestra connivencia, se vuelve conformismo. Así, poco a poco, es como si el deseo de felicidad con el que nacemos ya no existiera.
«Dios ha hecho al hombre para la felicidad, pero el hombre busca la muerte».4 Busca la muerte porque es el último en creer que esta felicidad es su destino, que es posible alcanzarla. El que prefiramos la muerte a la sencillez de corazón se debe a una ausencia de amor por nosotros mismos.5 Insensiblemente caemos en lo que denuncia don Giussani en la entrevista aparecida hace algunos días: «No hay espera, es como si ya no se esperase nada».6 Por esto necesitamos siempre un nuevo inicio. Pero este nuevo inicio no podemos más que mendigarlo, porque no nos lo podemos dar nosotros.
II. El Ser es misericordia
En esta situación de debilidad inmensa en la que vivimos, para nosotros ha llegado el momento de ver cómo Dios es misericordia. La única posibilidad que tenemos es Otro, es la intervención de Otro. Dios, el Misterio, se ha revelado como misericordia entrando en la historia. Y nosotros hemos empezado a descubrirlo.
Un día, andando por la calle, Jesús vio a un tipo que estaba sentado en su telonio recogiendo los impuestos - se llamaba Mateo, era recaudador - y le miró (tal como lo estampó en nuestros ojos Caravaggio), es decir, se interesó por su vida («¡Ven! ¡Sígueme!»). Mateo se había quedado ya en un quehacer, pero pasó junto a él uno que le miró como nadie le había mirado antes, hasta el punto de inducirle a preguntar: «¿Es a mí a quien está hablando? Pero éste, ¿cómo sabe quién soy?». Una mirada como aquella no se puede olvidar: dejó todo y se fue tras Él. Eso mismo le sucedió a Zaqueo: «Baja, voy a hospedarme en tu casa». Y le recibió muy contento: todo estaba determinado por aquella presencia, todo el resto quedaba como olvidado ante aquella presencia. Y también fue así con Simón («¿Tú me amas?»).
Nosotros conocemos el Misterio ensimismándonos con la mirada que percibieron Mateo, Zaqueo y Simón. Sólo quien tiene esta experiencia hoy puede entender qué es la alegría.
¿Qué vivieron estos hombres? Una experiencia de correspondencia. Nadie les había mirado así, con aquella inmensa positividad, con aquella estima por su ser: «Era una mirada reveladora de lo humano a la que nadie podía sustraerse. No hay nada que convenza tanto al hombre como una mirada que aferre y reconozca lo que él es, que haga que el hombre se descubra a sí mismo».7 El deseo de felicidad se cumple en uno que mira nuestra vida así: «La felicidad es un tú, es una realidad a la que dices: Tú. Y ha aparecido en forma humana, estuvo inscrito en el registro de Belén, es Jesús»;8 la mirada de Jesús, una mirada que nos reconoce y nos ama tal como somos.
Cristo es el camino; no un camino, sino el camino, porque corresponde a nuestro deseo de felicidad. Es el camino no porque lo digas tú o lo diga él: es el camino porque es el único que corresponde al deseo de felicidad. Sin el deseo de felicidad yo no reconocería a Quien lo cumple: el criterio para reconocer el camino está en nosotros.
Podemos decir que es el camino porque hemos tenido esta experiencia. La Iglesia, los dogmas, dicen lo que podemos reconocer en nuestra experiencia. Si los primeros dijeron: «Hemos encontrado la verdad», ¡es porque tuvieron esta experiencia de correspondencia!
Ya que este deseo de felicidad - que es el criterio para juzgar todo, también a Jesús - es igual para todos, cuando encontramos lo que nos corresponde no es verdad sólo para nosotros, sino que es verdad para todos: si es para mí, es para todos, si corresponde a mi deseo de felicidad, corresponde al deseo de felicidad de todos, aunque todavía deban encontrarlo.
La verdad es este amor con el que somos amados, como Zaqueo, Mateo y Simón. Igual que ellos, nosotros que estamos aquí hemos sido amados; estamos aquí por el mismo motivo por el que Andrés, Simón y Mateo dejaron todo y se fueron tras Él.
El nuevo inicio es ser amados, porque la verdad es amor. Es siempre un inicio, un nuevo inicio. Siempre necesitamos ser amados, necesitamos de alguien que nos mire con verdad, que nos abrace sin condiciones. «La experiencia es experiencia del amor o no es nada»,9 dice don Giussani en la entrevista.
El nuevo inicio es el método permanente de la experiencia cristiana: si no siguiera sucediendo, si no fuese un acontecimiento que sigue sucediendo, nosotros no estaríamos aquí, no existiría el cristianismo, no existiría la Iglesia. El nuevo inicio indica el método, la primacía de este acontecimiento. «Estás inmerso en un torbellino que sucede ahora y que tiene una historia, pero la historia se reanuda siempre hic et nunc,; de otro modo, no es historia, y no hay historia».10
Por esto, Cristo, la naturaleza de Cristo - tal como es descrita por los evangelios y aparece en nuestra experiencia hoy - es hacernos tender a la felicidad. Al encontrarnos con Jesús, con su mirada, ya no queremos perder nada; deseamos aún más lo que hemos empezado a saborear: el deseo de felicidad comienza a hallar cumplimiento y esto nos hace tender más a Aquel que lo cumple.
En esta situación ruinosa, Cristo se manifiesta a nuestros ojos como vencedor, hic et nunc: nada, ninguna situación lo detiene. Cristo vence, es victorioso, es el vencedor, es el sol que se alza y brilla. Cristo es el vencedor de la historia a través de la estupidez imprudente, a través de la culpa cometida, a través de toda la confusión: Cristo vence y nosotros vemos esta victoria, podemos ver con nuestros ojos - si son sencillos - esta victoria (en Colombia, en Brasil, en Canadá, en Nigeria, en todas partes): nosotros somos signo de Su victoria.
Por esto - decía don Giussani - el capítulo fundamental de la relación del mundo entero con Cristo es el sí de Pedro: «Sí, yo te amo Señor». Pero, ¿de dónde brota el afecto a Cristo, de dónde brota este afecto que es más grande que todo - que todo lo que falta, que todo nuestro mal, que todos los desastres, que todas las pederastias del universo, que todos los ataques -, si no de la obra que Él realiza delante de nuestros ojos?
«Sí, te amo», quiere decir: ¡Tu victoria sobre el mundo es toda mi vida y, ya que no soy capaz de vivir este amor, házmelo vivir tú cotidianamente, uno por uno todos los días, una por una en todas las relaciones! En esta invocación, en esta oración, se resume todo nuestro deseo, toda nuestra actividad, toda nuestra vida. Por eso nosotros navegamos con esta debilidad inmensa por los umbrales de la nada con un inconcebible apego a Cristo.
Cristo es la misericordia del Padre, Cristo nos revela el misterio del Ser, nos revela que el Ser es caridad. Para nosotros decir el Ser es normalmente una abstracción. Como dice don Giussani, ¡es terrible que Aquel que ha hecho todo, el origen de la belleza de todo, se vuelva abstracto! Porque nosotros separamos el Ser de su obra, de su manifestación; para nosotros la realidad es apariencia, no la manifestación del Ser. El sujeto verdadero de todo lo que sucede entre nosotros es Su presencia, es el Ser. Y nosotros, todos nosotros, no sólo algunos, en estos días hemos visto al Ser obrar; así pues, ¡está! ¡Es el Ser, no la nada! El Ser existe.
«¿Y cómo afirmar una cosa así? ¡Porque se reconoce que existe! ¡Existe! El Misterio existe».11 Nosotros lo damos por descontado, como algo ya sabido, pero si lo presuponemos no lo sabemos en absoluto. Porque si uno reconoce el Ser y no queda impresionado, ¡no se encuentra con el Ser, sino con la nada! Si uno se encuentra con el Ser no puede dejar de cambiar, no puede dejar de sentir una gratitud del otro mundo, no puede dejar de ver su vida acompañada, abrazada: Aquel que te hace ahora, el Ser, existe. Es un juicio: ¡existe, existe, existe! No depende de tu temperamento, de tu sentimiento: ¡Existe! Cuando uno reconoce que este Ser que es caridad existe, el miedo desaparece para siempre.
Para reconocerlo es necesaria la totalidad de nosotros mismos, porque la fe es el cumplimiento de la razón, exige la totalidad de la razón: para reconocer el Ser en todo lo que nos testimonian es necesaria toda nuestra capacidad de ver; por tanto, la totalidad de la razón, la totalidad de ti mismo: ¡es necesario que estés tú! El Ser nos necesita. Puede darnos todo, nos da todo, pero reconocerlo depende de nosotros (yo te puedo dar un regalo espléndido, pero no puedo también aceptarlo por ti, ¡eso lo tienes que hacer tú!). Esto confiere el tono a la personalidad cristiana, y viene dado no por aquello que falta sino por aquello que existe: la salvación presente.
«Sólo se acepta aquello de lo que se tiene experiencia», decía Giussani en la entrevista. «Lo que existe, el misterio que existe, la realidad del Ser, se acepta sólo por una experiencia en la que uno se convierte en objeto de Dios», objeto de la preferencia de Dios. «Dios se soporta, se soporta a sí mismo porque es Caridad». «Pero si la experiencia no se vive como experiencia de amor se termina por anclarse en una visión trágica, por comunicar la cruz sin que esto dé vida. Se termina por comunicar a Cristo y lo que de Él deriva con un discurso correcto, pero no santificante, porque sin amor, sin ser atrapados por ese torbellino que es el Misterio-Caridad, terminamos siendo estériles».12 O participamos de este torbellino del Ser, estamos dentro del obrar del Ser, de la caridad del Ser, o bien somos inútiles, estériles, no podemos ser nosotros mismos y por tanto somos estériles. «Sin Cristo nada es seguro, estaríamos en la inseguridad absoluta. En cambio, con Él se exalta a la persona. Por eso quiero reducir todo a esto: el Ser es Misterio. El Misterio existe».13
Nosotros leemos y damos por supuesto: «Vale, el Misterio existe». Pero, ¿hemos empezado a preguntarnos qué quiere decir? No logramos ni siquiera imaginarlo. «Lo que nosotros podemos hacer es imitar al Misterio. Hablo del Ser como afirmación de positividad, de la positividad de la vida: la caridad. (...) Es Otro quien me salva a mí y al mundo a través de algo nuevo que ha nacido dentro de la historia. ¡El Ser! Todo brota del flujo del Ser. Sin Cristo uno se siente disperso dentro de sí, inédito, incapaz de enfocar la realidad, incapaz incluso de percibir con nitidez cualquier belleza perdurable».14
III. El despertar de la esperanza
En quien reconoce Su presencia y participa de esta Presencia que existe, del Ser-Caridad, el Ser que es misericordia, no puede dejar de despertarse la esperanza. La esperanza es la palabra que viene después de la misericordia: quien se siente amado, empieza a esperar. En la historia, esto comenzó en la Virgen: la Virgen es la criatura en la que el Misterio se vuelve experimentable como caridad, porque en su vientre germinó el corazón de Jesús, la flor de Jesús. Por esto, como don Giussani dijo en su intervención en el Meeting de Rímini, la Virgen es «fuente viva de esperanza».15 Ella es la fuente de la esperanza porque es la fuente de Jesús: Jesús es la esperanza de la vida.
«Pedro había caído mil veces y, sin embargo, sentía una simpatía enorme hacia Cristo. Constataba que todo en él tendía hacia Cristo, que todo estaba encerrado en esos ojos, en ese rostro y en ese corazón. Los pecados cometidos no podían constituir una objeción y, menos aún, toda su inimaginable incoherencia futura: Cristo era la fuente, el lugar de su esperanza. Aunque le hubieran objetado todo lo que había hecho y todo lo que habría podido hacer, Cristo seguiría siendo, en medio de la niebla de esas objeciones, la fuente de luz de su esperanza. Y Le estimaba por encima de cualquier otra cosa, desde el primer momento en que se había sentido mirado por Él: Le amaba por esto. Sí, Señor, Tú sabes que eres el objeto último de mi simpatía, de mi máxima estima. (...) Quien tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo como Él es puro. Nosotros tenemos nuestra esperanza puesta en Cristo, en esa Presencia que, por muy distraídos y desmemoriados que estemos, no conseguiremos eliminar de la tierra de nuestro corazón».16
Llevados por este torbellino, experimentando esta ternura, esta misericordia, aun distraídos o desmemoriados, nada llega a arrancar de la tierra de nuestro corazón a Jesús: podemos caer mil veces, fallar mil veces, pero nada, ni siquiera nosotros mismos, logra arrancar de la tierra de nuestro corazón a Jesús, el apego a Jesús.
«Entonces nace un torbellino desde el fondo de nosotros, como un aliento que sale del pecho y embriaga nuestra persona haciéndola actuar, haciendo que desee obrar de una manera más justa. Surge, brota del fondo de nuestro corazón»:17 se vuelve a empezar, se da un nuevo inicio, se abre de nuevo la posibilidad, se vuelve a despertar la esperanza. Este cambio que adviene en nosotros pertenece al acontecimiento que Él es. Y, cambiándonos a nosotros, Cristo comienza a cambiar la sociedad. Este es el principio del fin: cambiándonos, Cristo comienza a cambiar el mundo. Por eso lo que vivimos es también una esperanza para todos.
IV. La unidad
Participar de esta misericordia es la raíz de la unidad entre nosotros. Estamos unidos no porque somos majos, no porque no tenemos defectos; estamos unidos, a pesar de nosotros, porque tenemos una raíz común: somos partícipes de esta misericordia. La unidad nace de esta raíz. Mi salvación sucede en un lugar, en esta unidad, en esta comunión; mi salvación pasa, por tanto, por la pertenencia a esta unidad, a este lugar concreto. Fuera de esta unidad no somos nadie, incluso con toda nuestra genialidad: ¡nos soplan y nos barren! Por esto el camino hacia la felicidad, en este nuevo inicio que vuelve a suceder siempre, es posible sólo si tenemos la sencillez de pertenecer.
Notas
1 L.Giussani, Lautocoscienza del cosmo, Bur, Milán 2000, p.236.
2 L. Giussani, Lautocoscienza..., op. Cit., p.77.
3 L. Giussani, Lautocoscienza..., op. cit., p.46.
4 Cfr. Sab 1,14-16.
5 Cfr. L. Giussani, Lautocoscienza..., op.cit., p.77.
6 «Llevad el misterio a la gente», entrevista a cargo de Renato Farina, en Libero, 22 de agosto de 2002. Publicada en Huellas, septiembre 2002, p.55.
7 L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, p. 65.
8 L. Giussani, Lautocoscienza..., op. cit., p.130.
9 L. Giussani, «Llevad el misterio a la gente», op. cit., p.56.
10 Ibidem, p. 55.
11 Ibidem, p. 56.
12 Ibidem, p. 56.
13 Ibidem, p. 56.
14 Ibidem, p. 56.
15 L. Giussani, «Fuente viva», en Huellas, septiembre 2002, p.1.
16 L. Giussani, S. Alberto, J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 1999, pp.82-83.
17 L. Giussani, S. Alberto, J. Prades, Crear huellas... op. cit., p.83.