El no de la Santa Sede a la guerra preventiva
Juan Pablo II, Ratzinger, Tauran, Ruini. A través de los medios de comunicación, atrae a muchos la posición de la Iglesia: ésta no es una guerra justa. La crisis iraquí debe resolverse en el ámbito de las Naciones Unidas
LUCIO BRUNELLI
¿Es una guerra justa la anunciada contra Irak? «Lo único que yo puedo hacer es invitar a leer el Catecismo», responde con una sonrisa de niño aguafiestas el cardenal Joseph Ratzinger, «y la conclusión me parece obvia...». Para el guardián de la ortodoxia católica la conclusión obvia es que la intervención que se perfila «no tiene justificación moral» (entrevista del 20 de septiembre). El Catecismo, explica el purpurado alemán, no tiene a priori una posición pacifista; admite incluso la posibilidad de una guerra justa con fines defensivos. Pero plantea una serie de condiciones muy estrictas y razonables: debe haber una proporción justa entre el mal que se quiere erradicar y los medios adoptados. En definitiva, si para defender un valor (la seguridad nacional, en este caso) se causa un daño peor (víctimas entre la población civil, desestabilización de la región de Oriente Medio con riesgo de aumento del terrorismo), entonces el recurso al uso de la fuerza no está justificado. A la luz de estos criterios Ratzinger se niega a conceder el estatuto moral de guerra justa a la operación militar anti-Sadam Hussein. El prefecto del ex Santo Oficio añade otra consideración: «Decisiones como éstas debería tomarlas la comunidad de naciones, la ONU, y no un poder en particular».
Quizás resulte paradójico que en esta grave crisis internacional la Santa Sede se encuentre en el plano diplomático-político más cerca de la Alemania socialdemócrata de Schroeder y de la Rusia ortodoxa de Putin que de la América de George W. Bush. Las cosas están así. Y la Iglesia no se deja atrapar por lógicas de escarmiento. Al contrario, es una de las pocas potencias libres que tiene como único criterio la pasión por la verdad y la compasión por todos los hombres, especialmente los más pobres e indefensos.
La ley del más fuerte
Las primeras perplejidades vaticanas fueron exteriorizadas, con mucha prudencia, el pasado 9 de septiembre, por el ministro de asuntos exteriores pontificio Jean-Louis Tauran. En una entrevista concedida a Avvenire, la víspera de la conmemoración por la tragedia de las Torres Gemelas, el diplomático de nacionalidad francesa insistía en que la crisis iraquí se resolviera en el ámbito de las Naciones Unidas, sin acciones unilaterales americanas: «Si la comunidad internacional juzgara oportuno y proporcionado el recurso a la fuerza, esto debería depender de una decisión tomada en el ámbito de las Naciones Unidas, habiendo sopesado las consecuencias para la población civil iraquí, además de las repercusiones que podría tener en los países de la región y sobre la estabilidad mundial; en caso contrario, sería imponer la ley del más fuerte. Podemos legítimamente preguntarnos si el tipo de operación que se pretende es un medio adecuado para hacer madurar la paz».
Las dudas del arzobispo Tauran encuentran eco, una semana después, en el discurso del cardenal Camillo Ruini ante el Consejo permanente de la CEI, reunido en Roma el 16 de septiembre. Hay expectación por sus palabras. El año pasado el purpurado había justificado de alguna manera en el plano moral la operación militar Libertad duradera contra las células terroristas de Al-Kaida en Afganistán. Ruini afirma ahora que comparte la exigencia de combatir el terrorismo sometiendo incluso a Irak a una «vigilancia más atenta y rigurosa». Pero pronuncia el primer claro no a la guerra y a la llamada doctrina Bush. «Esto no significa que pueda emprenderse el camino de una guerra preventiva, que tendría costes humanos inaceptables y gravísimos efectos desestabilizadores en toda la zona de Oriente Medio, y probablemente en todas las relaciones internacionales». La alternativa a la guerra, según Ruini, se puede buscar sobre todo en el arma de la «disuasión ejercida en el ámbito de la ONU».
Buena noticia
Por tanto, incitación al palacio de Cristal para que retome la iniciativa política, imponiendo a Bagdad la vuelta de los inspectores de la ONU con el fin de constatar (y posteriormente desenmascarar) la posible amenaza que constituye el armamento de Saddam. Al día siguiente, la noche del 17 de septiembre, el dictador iraquí anunció por sorpresa la aceptación sin condiciones de la entrada de los inspectores. «Razón dilatoria», bufa la Casa Blanca que ya había movilizado sus tropas de tierra, mar y aire. Una contrariedad, la jugada iraquí frustra los planes. Muy distinto el comentario que casi en caliente viene del Papa. Al final de la audiencia general a los fieles, el miércoles 18 de septiembre, Juan Pablo II habla de «buena noticia» a propósito del «restablecimiento de la colaboración entre Irak y la comunidad internacional». Y pide al Señor que «ilumine a los responsables de las naciones» y «desbloquee y sostenga la espiral de buena voluntad». Así, «expulsados los vientos de guerra» se vuelve a respirar en la zona de Oriente Medio. Dos días después de estas claras palabras del Papa, llega la entrevista del Cardenal Ratzinger, de la que hablábamos antes.
En el público distanciamiento de la Iglesia frente a la intervención militar en Irak hay algo que no se dice. Es la amargura, incluso el desdén, por la disparidad de trato con el que los poderosos de la tierra han abordado los últimos meses el asunto de Tierra Santa. Maneras bruscas y superficiales para hacer respetar las resoluciones de la ONU en Irak. Indiferencia y pasividad frente a la falta de respeto a las resoluciones de la ONU por parte de Israel en la confrontación con los palestinos. ¿La ley del más fuerte? El director del gabinete de prensa vaticano, Navarro Valls, había hecho algún comentario precisamente sobre estas consideraciones en un coloquio informal que terminó por equivocación en primera pagina de un diario véneto el 20 de septiembre. Pero el sentimiento de esta injusticia, que desgarra la tierra de Jesús, lo tienen muy en cuenta el Papa y los responsables de la política exterior vaticana. Y contribuye al escepticismo hacia las últimas decisiones de la Casa Blanca. El Papa lo ha repetido en numerosas ocasiones durante meses: la lucha justa contra el terrorismo no puede prescindir del compromiso de acabar con la más escandalosa situación de injusticia en el campo internacional. Se refería en primer lugar a la cuestión palestina. Es la posición más verdadera y realista. Lo contrario a un sermón abstracto pietista o a una posición de principio. Realista porque tiene en cuenta todos los factores. Quien no saborea el gusto, a veces amargo, de esta libertad de juicio, de esta sacrosanta independencia frente a la máquina propagandística del poder, se pierde algo de la extraordinaria experiencia del acontecimiento cristiano.
JUAN PaBlo II
Confiamos a la Virgen la causa de la paz
El Rosario es un itinerario de contemplación del rostro de Cristo realizado, por decirlo así, con los ojos de María. (...) Por tanto, deseo sugerir el rezo del Rosario a las personas, a las familias y a las comunidades cristianas. (...) A la plegaria del Rosario deseo confiar una vez más la gran causa de la paz. Nos hallamos ante una situación internacional cargada de tensiones, a veces incandescente. En algunos puntos del mundo donde el enfrentamiento es más fuerte - pienso, en particular, en la martirizada tierra de Cristo -, se palpa el poco valor que tienen las iniciativas políticas, por lo demás siempre necesarias, si los ánimos siguen estando exaltados y las personas no son capaces de una nueva mirada del corazón para reanudar con esperanza el diálogo. Pero, ¿quién puede infundir esos sentimientos, sino sólo Dios? Hoy es más necesario que nunca que se eleve hacia él de todo el mundo la invocación por la paz. Precisamente en esta perspectiva, el Rosario demuestra ser una plegaria particularmente indicada. Construye también la paz porque, mientras recurre a la gracia de Dios, deposita en quien lo reza ese germen de bien del que se pueden esperar frutos de justicia y de solidaridad en la vida personal y comunitaria. Pienso en las naciones, pero también en las familias. ¡Cuánta paz se aseguraría en las relaciones familiares si se reanudara el rezo del santo Rosario en familia!
Domingo 29 de septiembre de 2002, Ángelus