IGLESIA

Un padre y un amigo

Entrevista a monseñor Julián Herranz, presidente del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos. Conoció al fundador del Opus Dei, proclamado santo el 6 de octubre, y compartió con él veinticinco años de su vida. ¿Una palabra para describir a san José María Escrivá? «Enamorado de Cristo y del mundo»

A cargo de Riccardo Piol

«Entonces estaba muy alejado de la Iglesia. Estudiaba tercero de Medicina y dirigía una revista de estudiantes. Un día, llegó un chico a una reunión de redacción con un artículo sobre una realidad eclesial que yo desconocía, el Opus Dei. El escrito defendía que el Opus era una “masonería blanca” que integraba hombres misteriosos, cristianos casi “heréticos”. Al leer el artículo le comenté: “Debemos escuchar las dos partes. Me gustaría hablar con alguno de éstos, porque tu artículo es contundente; más aún, es infamante”. Dado que también era representante de los estudiantes y conocía a algunos que formaban parte de la Obra, busqué a uno de ellos y le pregunté por qué ocultaba su pertenencia. Él me respondió de modo muy natural: “Los primeros cristianos no llevaban un cartel en el que ponía: soy un cristiano, soy bueno, quiero ser santo”. Vivían con naturalidad su fe en la sociedad. Es lo que tratamos de hacer nosotros». Me gustó aquella respuesta, muy viril pero también sencilla. Me acerqué a uno de sus centros y comencé a frecuentarlo».

El estudiante de Medicina de apenas veinte años era Julián Herranz, actualmente arzobispo y presidente del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos. Nunca imaginaría lo que la vida le dapararía después de aquel encuentro, tan casual, que hoy narra con tono intenso y vivo. Poco después, conoció al fundador del Opus Dei, y vivió codo con codo con él durante veinticinco años. Compartió con el padre José María Escrivá de Balaguer los asuntos de todos los días y durante un tiempo participó en la dirección de la Obra. El primer domingo de este octubre, cuando José María fue canonizado, mons. Herranz vio proclamado santo «al hombre a través del cual Cristo se hizo presente en mi vida» como un padre y un amigo.

Comencemos por el principio, la primera vez que lo encontró.
Sucedió en unas circunstancias muy particulares. Había muerto de forma imprevista un joven miembro de la Obra y el Padre acudió rápidamente al centro donde estábamos. «¿Dónde está Suso?», preguntó nada más abrir la puerta. Me impresionó la expresión profundamente dolorosa de su rostro: la de un padre que sufría por la pérdida de un hijo. En la pequeña capilla donde yacía Suso, el Fundador lo besó tiernamente en la frente y, recitando el responso, permaneció largo tiempo arrodillado delante del sagrario. Después vino con nosotros a una habitación contigua, y vi su rostro transformarse: irradiaba ahora alegría y serenidad. Nos miró con afecto, y recuerdo que pronunció más o menos estas palabras: «Nuestro corazón está lleno de dolor, pero también tiene que dejar entrar la alegría, porque aceptamos con amor la voluntad de Dios nuestro Padre, y porque Suso ha vencido su última batalla: ha permanecido fiel hasta el final a su vocación divina». Y añadió con fuerza: «Suso ha pasado de la vida a la Vida; del amor al Amor». Lo que me impresionó en este primer encuentro fue ver claramente en él una “imagen” de Cristo, un “espejo” donde se reflejaba con naturalidad la perfecta unión entre lo humano y lo divino, en una personalidad fuerte que cautivaba.

Si tuviera que describirnos en pocas palabras su figura, ¿qué diría?
Una pregunta parecida me hicieron cuando fui a testificar para su proceso de canonización. Después de muchas sesiones el presidente del tribunal me pidió que resumiera su biografía en tres palabras. Me quedé sorprendido por la pregunta. ¿Cómo resumir en tres palabras veinticinco años de convivencia? Después se me ocurrió la respuesta y dije: «Me basta con una sola: ¡enamorado!». Enamorado de Cristo, del amor de Dios encarnado, y enamorado del mundo, vivido a la luz original de la creación.

Siguiendo a este “enamorado”, su vida cambió hasta el punto de llegar al Vaticano...
No era mi intención dedicarme al Derecho Canónico, pero san José María me llamó al sacerdocio. Una vez acabados los estudios de Teología y ordenado sacerdote, me aconsejó obtener la licenciatura en Derecho Canónico para ser profesor. Era al principio del Concilio Vaticano II. De la Santa Sede pidieron al Fundador un canonista y él me preguntó si estaba dispuesto a trabajar en la Curia. Acepté, especialmente porque intuía la particular importancia pastoral del Concilio para la Iglesia y para el mundo. Y desde hace cuarenta y dos años estoy al servicio de la Santa Sede. En Roma, aunque con frecuencia viajo al exterior. Antes trabajé en la larga etapa de preparación de la nueva legislación de la Iglesia a la luz del Concilio, y ahora como presidente del dicasterio que ayuda a interpretar y aplicar con espíritu pastoral las leyes universales de la Iglesia.

Hay una gran diferencia entre ejercer como médico y ocuparse del Derecho Canónico.
Es verdad, pero aparte de la afinidad antropológica - la medicina se ocupa de la salud del cuerpo y el derecho canónico tiene como ley suprema “la salud de las almas”-, un hecho así se puede comprender usando una imagen que gustaba mucho a san José María y que una vez contó también al Santo Padre: la “teología del borriquillo”. El borriquillo calentó en el pesebre al Niño Jesús cuando los hombres no le recibieron. Jesús escogió para su entrada triunfal en la ciudad de los hombres un animal de carga que va donde lo lleva el Señor, está contento porque oye los gritos de Hosanna al Maestro que lo lleva y si alguna vez abandona el camino, el Patrón que lo monta lo devuelve a la senda. Ese borriquillo que hace con amor el trabajo, cualquier trabajo que pida el Señor, ya sea el de llevar diamantes o leña, porque sabe que en el fondo a quien lleva siempre es a Cristo.

¿Recalca la “teología del borriquillo” la invitación de san José María: «Debemos transformar - con el amor - el trabajo de nuestra jornada habitual en obra de Dios, en una obra de alcance eterno»?
Así es. Solía decir que para ser contemplativos mientras vivimos nuestra labor cotidiana debemos trabajar como Marta, pero con el corazón de María. Todos debemos trabajar - el Señor nos creó “para trabajar”, leemos en el Génesis -, pero este trabajo se puede llevar a cabo erróneamente de un modo muy superficial, como elemento de lucha de clases o un simple modo de ganarse el pan; o, por el contrario, se puede vivir como lo hizo Cristo durante tantos años en Nazaret: como un instrumento de perfección humana y espiritual, de cumplimiento de la voluntad del Padre y de redención. El trabajo debe llegar a ser ocasión y medio para la santidad personal y el apostolado. Para crecer en la amistad con Cristo y para llevarlo a todos los que tenemos a nuestro alrededor en la familia, la universidad, la fábrica, el campo o el partido político, el sindicato o el arte, en definitiva, en cualquier clase de noble actividad humana.

Al afirmar que Cristo tiene que ver con la vida cotidiana, se acaba por ser al menos impopulares, si no abiertamente obstaculizados...
No siempre. Pero a menudo se acepta una idea de Dios confinado a las iglesias y a los libros de historia, a la periferia de la vida humana, de la sociedad y la familia. Se vive como si Dios no existiera. Y entonces parece que las opciones que quedan son dos: o “mimetizarse” con el descuidado paisaje cultural de hoy, adoptando el culto a lo efímero, los ídolos de la moda, y entonces el cristiano pierde su identidad; o por el contrario, construirse un “ecosistema propio” con las características de un gueto, que terminaría en la automarginación de los cristianos. El mensaje del fundador del Opus Dei es otro, porque enseña que este dilema es falso. Ninguna de estas dos opciones se corresponde con la esencia del cristianismo, que es la vocación a la santidad y al apostolado que el Bautismo suscita en el hombre. Nuestra época tiene necesidad de restituir a la materia, a las realidades temporales y a las situaciones más comunes su noble sentido originario para ponerlas al servicio del Reino de Dios, haciéndolas medio y ocasión de nuestro encuentro cotidiano con Cristo. San José María amaba repetir que existe un “quid divinum”, algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, algo que corresponde a cada uno de nosotros descubrir, alentar y enseñar.

¿Acaso la Iglesia lo recuerda a sus fieles al declarar santo a un hombre como José María Escrivá?
Todo santo es un don que Dios hace a su Iglesia. El Señor, después de cada concilio y sobre todo después de los que marcaron claramente la vida de la Iglesia, ha suscitado santos e instituciones que ayudaran a hacer realidad encarnada lo que está escrito en los documentos. Con el Concilio de Trento aparecieron san Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo, santa Teresa de Jesús y otros tantos que impulsaron en la Iglesia una nueva fuerza evangelizadora. En el Vaticano II el tema fundamental - a mi parecer - fue la “llamada universal a la santidad y al apostolado” y pienso que, con la figura de san José María, el Señor ha querido proponernos un ejemplo de cómo esta doctrina puede hacerse vida, realidad vivida. Y vendrán otros santos cuyo carisma busca la misma finalidad, porque la doctrina del Vaticano II es riquísima, pero debe encarnarse cada día más en la realidad cotidiana: para devolver a la Iglesia nueva juventud y nueva capacidad de incidir con fuerza evangelizadora en una sociedad inclinada al paganismo, donde parece que muchos quieren vivir ignorando que Cristo ha venido a salvarla.