El acontecimiento es vocación
Lección de Julián Carrón en la Asamblea Internacional de Responsables
La Thuile, 27 de agosto de 2001
La frase de don Giussani reproducida en el cartel de Pascua de este año dice: «Sin el reconocimiento de la presencia del Misterio, la noche avanza, la confusión crece y - por lo que respecta a la libertad - aumenta la rebeldía, o la desilusión llega a tal punto que es como si no se esperara ya nada y se viviera sin desear nada». Cuando alguien llega al punto de no desea nada, de no espera ya nada, ¿podemos acaso hablar todavía de yo cuando precisamente el yo se define por el deseo y la espera de cumplimiento? Si no se reconoce al Misterio, el yo deja de manifestar su deseo de cumplimiento, la espera que le constituye. Entonces dominan la confusión, la rebelión, la desilusión y ya no se desea nada. ¿A qué se reduce el yo para quien vive así? ¿Qué tiene que ver su yo con lo que don Pino describía ayer: un yo que pide la eternidad? ¡Qué lejos de ese «primer impulso con el que - escribe de sí mismo don Giussani - siento descrita mi experiencia: una pasión por la humanidad»! ¿Dónde está esa pasión en un hombre que vive sin esperar nada?
Un hombre que no pide la eternidad, que no desea el cumplimiento de su vida, que olvida su aspiración «a un significado que explique y dé cumplimiento a todo», «es como si huyera, como si estuviera siempre fuera de su propia persona». No se soporta y huye en busca de un refugio en el olvido que después trata de justificar. De esta manera triunfa la ideología, que es la pérdida del yo. Apenas nos fijamos nos damos cuenta de que todo esto, en mayor o menor medida, sucede en nosotros.
¿Qué nos permite reconocer el Misterio presente, sin el cual se desvirtúa el yo? ¿Cómo se despierta nuestro yo?
Hemos trabajado durante dos años en la Escuela de comunidad El Sentido Religioso y hemos aprendido que el yo se despierta en el impacto con la realidad. Esto lo pueden vivir todos, también nosotros. Todos nos relacionamos permanentemente con la realidad. Pero si a pesar de la relación inmediata con la realidad acabamos sin desear nada, eso significa que las cosas y las personas que tratamos, incluso las que preferimos, no consiguen hacer emerger nuestro yo de una manera estable. «La insatisfacción que aparece al final de cada logro - porque todo éxito, después del primer momento de euforia, vuelve a plantear el problema - confirma que el hombre va en busca de su camino». Incluso cuando alcanzamos lo que deseamos, antes o después, aparece la insatisfacción y, con el tiempo, uno deja de creer en la promesa que encierran todas las cosas y ya no desea nada.
Si el hombre viviera adecuadamente la realidad según su naturaleza de signo, todo lo que encuentra le remitiría al Misterio, se convertiría en camino hacia Él. Porque todo lo que existe es signo de Otro y remite a Otro, es decir, al Misterio. Pero sabemos bien que, aunque en algunos momentos se pueda reconocer el Misterio, antes o después esta posición decae. Tan así es que, como hemos oído decir cuando de cita a santo Tomás, sólo algunos, después de mucho esfuerzo y no sin errores, alcanzan la verdad. Ni siquiera estos pocos consiguen mantener la intuición. Como hemos aprendido en la Escuela de comunidad de los últimos meses, la posición original del hombre no se mantiene. «Reconocer la realidad como procedente del Misterio debería ser algo familiar a la razón, ya que precisamente al reconocer la realidad tal y como es - es decir, como Dios la ha querido, y no reducida, aplanada, sin profundidad - encuentran correspondencia las exigencias del corazón y se realiza hasta el fondo la capacidad de razón y de afecto que nos constituye. La razón, de hecho, por su propia dinámica original, no puede realizarse si no reconoce que la realidad hunde sus raíces en el Misterio. La razón humana alcanza su cima, y por tanto es verdaderamente razón, cuando reconoce las cosas tal y como son y las cosas son porque proceden de Otro. Por eso cada instante está relacionado de una forma definitiva con el Misterio». ¡Debería ser familiar! ¿Y por qué no lo es? Porque «hay una herida en el corazón que hace que algo se tuerza y éste no logre con sus solas fuerzas permanecer en la verdad, sino que ponga su atención y su deseo en aspectos particulares y limitados. El designio original, aquello para lo que ha sido creado el hombre, ha quedado alterado por el uso arbitrario de la libertad: los hombres tienden así a cosas parciales que, desconectadas de la totalidad, se identifican con la finalidad de la vida».
Sólo quienes lo comprenden y realizan en su vida este recorrido existencial pueden entender la insistencia de Giussani en la persona de Abrahán.
1 - El yo es pertenencia
¿Dónde se encuentra, en la historia real (no en el más allá, en la vida eterna, sino aquí, en la historia terrenal), un yo que, a pesar de todas las caídas y de las circunstancias de la vida, siga deseando, siga siendo un yo? ¿Dónde encontramos un yo que no haya sido vencido por la confusión y la rebelión, alguien que continúe esperando? Estaréis de acuerdo conmigo en que el único lugar, la única realidad histórica donde se hallan personas así es el pueblo de Israel, a lo largo de dos mil años de historia, desde Abrahán hasta el final del Antiguo Testamento, desde Abrahán hasta Cristo. ¿Cómo puede existir un pueblo donde tantas personas permanecen en el tiempo siendo yo, mientras nosotros no somos capaces de mantener esta posición ni siquiera un tiempo? Una realidad semejante no se ve en ninguna otra parte. No es una quimera, es un hecho histórico. Ante este dato surge la pregunta: ¿cuál es el origen de este yo?
Su origen - nos dice Giussani - es una historia que empezó con Abrahán. Sólo la intervención del Misterio en la Historia ha despertado el yo. En primer lugar, el de Abrahán, y después, a lo largo de los siglos, el de tantas personas pertenecientes al pueblo de Israel. Los salmos que leemos todos los días en nuestras oraciones son la expresión de personas que, atravesando las vicisitudes de la Historia como todos los hombres, siguen esperando en Otro, siguen clamando a Él y no les vence la confusión.
Para Abrahán, como para el pueblo de Israel, la experiencia del yo surge en la relación con el Misterio presente, con el Misterio que se hace presente en la Historia. «Dios dijo a Abrahán»: así empieza en la Historia la existencia de un yo que permanece. Por eso, para Abrahán, como para todos los que pertenecen a la historia que empezó con él, el yo es pertenencia a este Misterio. El origen del yo coincide con Su intervención real - todo lo misteriosa que queramos, pero real -, histórica, que suscita en el mundo un yo semejante.
Quien lo experimenta comprende que, para tanto Abrahán como para los demás, el origen del yo coincide con la pertenencia. Sin embargo, aquí aparece nuestra dificultad para comprender lo que decimos de Abrahán, para comprender por qué el origen y la pertenencia coinciden, dificultad que algunos de vosotros habéis expresado perfectamente. «Tú nos has recordado - decía una pregunta que retomaba la intervención don Pino - que el origen y la pertenencia coinciden, pero esto no es obvio. Lo que suele suceder es que primero aparece el yo y la conciencia de sí, y después la decisión de pertenecer. ¿Comprendéis? ¡Primero el yo se concibe autónomamente y después decide pertenecer! Este error de creer que la pertenencia es algo añadido es el resultado de la influencia que la mentalidad en la que vivimos, la de la Ilustración, ejerce sobre nosotros.
Para muchos pertenecer es un asunto moral sobre el que cada cual decide después; no pertenece a la naturaleza del yo, no pertenece al yo tal y como se manifiesta en la historia. Pensar así es la peor esclavitud de la mentalidad común. Pensar que primero decimos yo y después decidimos pertenecer, pensar además que este modo de decir yo coincide con nuestra naturaleza, es el síntoma del triunfo de la mentalidad común en nosotros. ¡No! Nosotros no decimos yo y después decidimos pertenecer. Porque tú y yo, todos, hemos sido creados, es decir, pertenecemos desde el origen. La máxima esclavitud se da cuando los hombres piensan como el poder quiere que piensen convencidos de que piensan por ellos mismos.
Para Abrahán, decir yo coincidía con pertenecer al Misterio que había salido a su encuentro. El yo de Abrahán nunca había sido despertado como en ese momento. Abrahán nunca había experimentado el inicio del cumplimiento de su yo, nunca le habían sacado de la confusión como en ese momento. Por eso, que el origen del yo y la pertenencia coincidan quiere decir que la pertenencia al Misterio que había salido a su encuentro era el origen del yo de Abrahán. Pero demos otro paso. Este inicio de salvación en Abrahán y en el pueblo de Israel les hizo a darse cuenta de que Aquel que había entrado en la Historia para despertar su yo era el mismo Misterio que les había creado, que les había hecho, que estaba en su origen y en el de todo. Primero el pueblo de Israel tuvo la experiencia de salvación y después se dio cuenta - profundizando en ello - de que El que le había salvado era El Mismo que le había creado. Si iban hasta el fondo de ellos mismos podían comprender que decir yo con conciencia significaba decir: «Yo soy Tú que me haces».
La salvación desvela lo que somos y nos ayuda a reconocerlo: somos creados por Otro. Quien no es consciente de que no se hace a sí mismo, de que es otro quien le crea, no se percata de todos los factores de la realidad; cuando dice yo da por descontado el hecho más elemental: que no se hace a sí mismo y, por tanto, que pertenece.
En este sentido todavía más radical, el origen y la pertenencia coinciden: existo porque soy creado, pertenezco a Otro. Nadie puede decir que está solo a no ser que niegue la evidencia más elemental que su origen no es la soledad. El origen es la pertenencia. Si existo, hay Otro que me crea. ¿Por qué cuando nos miramos y nos fijamos en la realidad estamos seguros de pertenecer y de que existe Otro? Porque si existimos, existe Alguien que nos crea.
La pertenencia es parte de la ontología del yo. No es una decisión ulterior. Pertenecer es un reconocimiento amoroso, no una decisión. En este mismo sentido don Giussani habla del sí de Pedro como de un reconocimiento amoroso y no de una decisión. Lo cito ahora para contraponerlo al concepto de decisión voluntarista. Giussani, en la introducción de El atractivo de Jesucristo, escribe que el sí de Pedro, «ese sí, esa adhesión, no era el resultado de un esfuerzo voluntarista, no era el resultado de una decisión del joven Simón: era la manifestación, el salir a flote de todo un hilo de ternura y adhesión que se explicaba por la estima que tenía de Cristo - por tanto fue un acto de la razón - por lo que no pudo dejar de decir sí». Este reconocimiento era como ser vencido por una evidencia que se imponía. «Ese sí era el resultado, la definición de una relación llena de estima que había nacido como valoración, como juicio, como acción de la inteligencia que arrastraba tras de sí el corazón, una acción realizada a la luz del día, existencialmente, movida por la ternura tanto que él y los demás se habrían dejado cortar la cabeza antes que traicionarle».
La relación con el Infinito no es, por tanto, mérito del hombre; no se sitúa en el ámbito de la ética o de la moral. Es el dato que certifica con claridad que el hombre pertenece al Misterio. Así pues, nuestra primera respuesta es algo aparentemente pasivo: acoger, aceptar y reconocer. No es un acto voluntarista, sino simplemente un reconocimiento: reconocer que se pertenece. Dicho reconocimiento se llama fe. Abrahán realizó este acto de fe, de reconocimiento, que no es más que lealtad con la experiencia vivida en el encuentro con el Misterio presente. Él reconocía que nunca había tomado conciencia de sí mismo y de su destino con tanta claridad, que nunca se había valorado tanto, como cuando el Misterio le salió al encuentro. Esta lealtad hizo de Abrahán un hombre verdaderamente grande. Su grandeza en el fondo es la sumisión de su razón a la experiencia. Este es el sacrificio que nosotros debemos realizar: someternos a la experiencia. Parece sencillo, pero nos lo saltamos con mucha frecuencia.
Giussani en Affezione e dimora, afirma que la profundización en el Tú al que se pertenece hace comprender el yo. «Como lo que define tu yo es la pertenencia al Tú [que te ha salido al encuentro], no es la profundización en el yo sino en el Tú lo que te hace comprender el yo, lo que profundiza el yo (...). El hombre se conoce a sí mismo a través de la profundización en el conocimiento del Tú (...). Este es el equívoco del famoso conócete a ti mismo de los griegos, que era el súmmum de la sabiduría griega. A este descubrimiento de la autoconciencia, le falta completamente la percepción de su origen y, por tanto, de su destino, que es un Tú». La pertenencia al Tú es el origen de la positividad. «Normalmente - comentaba un universitario - para nuestra mentalidad y experiencia y para la de todos los jóvenes, reconocer que la realidad es inexorablemente positiva se identifica con un estado de ánimo. Por tanto, hay quienes son naturalmente positivos, a la Jovanotti, y quienes son naturalmente pesimistas. Lo que nos dice don Giussani me parece que es muy diferente». ¡Efectivamente, es muy diferente! Tan así es que él habla de la positividad de la realidad y, al mismo tiempo, de la violencia que pesa sobre nuestros días. «¿Qué puede asegurar a un hombre de hoy la posibilidad de caminar seguro cuando la violencia parece corroer las relaciones y las acciones? La conciencia de que la realidad es inexorablemente positiva». ¿Por qué Giussani habla de positividad inexorable? Veamos lo que dice inmediatamente después: «Precisamente la Iglesia identifica a Dios como autor y afirmación de la vida humana porque no abandona la vida después de haberla llamado al ser». Para él, como para el pueblo de Israel, lo que permite vivir todo con la conciencia de que la realidad es inexorablemente positiva es la conciencia del Misterio. «De hecho, a la invocación de Moisés, el Señor responde: Yo caminaré contigo». «Dios no está separado del mundo - escribió el Papa al Meeting de Rímini -, sino que interviene. Se interesa por lo que el hombre vive, dialoga con él, cuida de él. De todo esto da testimonio la historia de Israel, de la que nosotros nos sentimos descendencia: todos los días en camino, dentro y a través de un bosque de errores y contradicciones».
A un hombre así no le vencen las dificultades. Entonces, ¿cómo puede darse la conciencia de la positividad inexorable del ser, de la realidad? Porque se vive la experiencia de que Dios, el Misterio, no abandona la vida después de haberla llamado al ser. Si no tenemos experiencia de que Dios no está separado del mundo, de que vive en el mundo, antes o después seremos vencidos. La historia de Israel nos muestra, en cambio, que si se vive en la compañía del Misterio presente, la vida con todas sus vicisitudes profundiza el reconocimiento de ese Tú que es el origen último de la positividad de la realidad.
Antes del verano, tuve un encuentro con un grupo de fraternidad en España al que voy con frecuencia. Pensando cuál podría ser el tema del encuentro, se me ocurrió plantear una pregunta. En esta fraternidad hemos vivido una experiencia dramática (murió una amiga nuestra muy querida y, además, estaban apareciendo otros problemas) y por eso dije: «Hagamos este último encuentro del año sobre esta pregunta: ¿qué ha permitido que todo lo que la sucedido no nos haya vencido?». Sólo podíamos responder así: lo único que nos ha permitido no ser vencidos no es un razonamiento, sino Su presencia en la historia, una Presencia que ni siquiera una realidad tan tremenda como la muerte de una persona querida (que es una amenaza, porque parece que uno pierde el camino, que uno se pierde), ni siquiera todo el mal y los desastres que sobrevienen, consiguen eliminar el apego a este Misterio bueno, presente, familiar, a su Presencia amada.
Sólo la certeza de Su acción hoy, ahora, aquí, en medio de las vicisitudes de la vida nos permite no ser vencidos. Afirmar que la realidad es positiva no es el resultado de un razonamiento; se debe a este Tú presente aquí y ahora, al Misterio presente. Giussani en La autoconciencia del cosmos, escribe: «La realidad es positiva cuando en ella reconoces a ese Tú que está detrás de ella; si no la realidad es, por lo menos, enigmática y, en segundo lugar, horrible (horreo, tengo miedo, como el niño en un bosque), horrible». La fuente de la conciencia de que la realidad es inexorablemente positiva está en el reconocimiento de este Tú al que uno está apegado por una historia.
2 - La pertenencia del yo se comprende en un hecho histórico, no a través de una reflexión
¿Cómo podemos comprender hoy lo que le sucedió a Abrahán? ¿Reflexionando sobre él? No. Teniendo la misma experiencia que él. Podemos comprenderlo sólo en un hecho presente, histórico, porque se parte siempre del presente. ¿Y cómo se llama el presente? Acontecimiento. Es un acontecimiento. Percibir la realidad tal cual es se llama experiencia. El acontecimiento está realmente presente cuando es el contenido de una experiencia. No se trata entonces de reflexionar, sino de mirar nuestra experiencia. Debemos mirar nuestra experiencia. ¿Cuándo se despertó nuestro yo? ¿Cuándo reconocimos que nuestro yo empezó a tener una claridad que nunca había tenido antes sobre sus factores constitutivos? ¿Cuándo se desveló ante nuestros ojos lo que significa decir yo con una conciencia que no habíamos tenido antes? Nadie puede sustituir a nadie en este trabajo: cada uno tiene que mirar su experiencia si quiere comprender que el origen de su yo y la pertenencia coinciden. Podemos comprender lo que le sucedió a Abrahán sólo si en el presente tenemos la misma experiencia que él.
Dice don Giussani en Crear huellas en la historia del mundo: «Lo que desencadena el proceso por el cual el yo empieza a tomar conciencia de sí mismo, a advertir el destino hacia el que camina, el camino que está haciendo, los derechos que tiene, los deberes que tiene que respetar, su fisionomía completa, es un acontecimiento, la irrupción de una novedad en su vida». Es un acontecimiento el comienzo de esta conciencia del yo. ¿Pero a ti cuándo te sucedió esto? Es necesario tomar conciencia de los factores reales, históricos, que te han hecho tener esa experiencia, si no serás siempre esclavo de la mentalidad común. ¿Cuándo hemos vivido esta experiencia? En el encuentro con el carisma.
La mayoría de nosotros ya habíamos recibido el Bautismo, pertenecíamos ya a la Iglesia, pero ¿cuándo ha comenzado esto a desarrollarse verdaderamente? En el encuentro con el carisma. «También en mí la gracia de Jesús, en la medida en que he podido adherirme al encuentro con Él y comunicarlo a los hermanos en la Iglesia de Dios, se ha convertido en una experiencia de fe que se ha desvelado en la Santa Iglesia, es decir, dentro del pueblo cristiano como llamamiento y como voluntad de alimentar a un nuevo Israel de Dios». Podemos confirmar lo que don Giussani dijo en Roma: su experiencia de fe se ha revelado verdaderamente para nosotros como una llamada, no hemos encontrado nada como esta experiencia en nuestra vida que nos haya llamado a adherirnos, hasta el punto de que estamos aquí. No podemos entender nuestra vida sin esta llamada. ¡Nada de algo añadido! ¡Para nosotros es el origen de una forma nueva de decir yo!
¿Cómo se dio este encuentro? Cuando encontramos el carisma, ¿qué encontramos? Personas. Fue el encuentro con una realidad humana, integralmente humana, un grupo de personas, rostros y hechos que nadie puede poner en duda. ¿Por qué este encuentro fue capaz de despertar nuestro yo? Hemos tenido muchos encuentros en la vida, hemos conocido a mucha gente, pero este encuentro ha despertado nuestro yo como ningún otro. Con el paso del tiempo, no ha disminuido como los demás. Ha continuado y continúa manifestando su profundidad ante nuestros ojos. Por tanto, ¿qué hemos encontrado? A través del carisma es Cristo quien nos alcanza hoy.
«Para profundizar en la reflexión sobre el lugar donde el Misterio de Cristo se hace presente, - escribe Giussani comentando las palabras de Juan Pablo II - seguiremos la lectura del discurso del Papa a los sacerdotes de CL: La gracia sacramental encuentra su forma expresiva, su concreta incidencia histórica gracias a los diferentes carismas que caracterizan un determinado temperamento y una historia personal». Estos carismas, estos temperamentos son los terminales en los que Cristo se hace concreto. «Sin su concreción física - continúa - Cristo sería algo abstracto, abandonado a nuestra imaginación o al estado de ánimo, identificado con la oscuridad de nuestros nihilismos o confundido con las fáciles euforias suscitadas al hacer coincidir el ideal con nuestra opinión y nuestros gustos. En cambio, Cristo nos alcanza como alcanzó a Zaqueo subido en la higuera, que sintió curiosidad por verle pasar». Nos ha alcanzado así hoy, en el presente. Lo que nos ha alcanzado, a través del carisma, es Cristo.
«Ese Hecho, el acontecimiento de esa presencia humana excepcional, se presenta como el método elegido por Dios para revelar al hombre a sí mismo [es el primer efecto del encuentro], para despertarlo a una claridad definitiva respecto a sus factores constitutivos, para abrirlo al reconocimiento de su destino y sostenerle en el camino hacia él, para convertirlo, en la historia, en sujeto adecuado de una acción que porte el significado del mundo. Es este acontecimiento, por tanto, lo que pone en marcha el proceso por el cual el hombre toma continuamente conciencia de sí, de su entera fisonomía y empieza a decir yo con dignidad». Nosotros comenzamos a decir yo con dignidad cuando encontramos la presencia de Cristo a través de esa modalidad suscitada en su Iglesia por el Espíritu Santo que se llama carisma.
«La fuerza de Cristo presente en el mundo dentro de la Iglesia llega hasta la persona a través de un carisma, un don particular (gracia) con el que el Espíritu invade la energía expresiva, operativa, incidente de un temperamento, de una persona, de una historia. ¿Para qué serviría todo lo que hay en la Iglesia como realidad estable, institucional, si no te alcanzase con una energía iluminadora, conmovedora, incidente en tu vida y en la de los demás?». Esto te hace amar a la Iglesia, te hace amar a Cristo. Por ello estoy cada vez más apegado a Cristo y a la Iglesia: porque perteneciendo a este pueblo - como dijo de sí don Giussani en Roma - «Todo se ha vuelto verdaderamente más religioso en mí, hasta tener la conciencia dispuesta por entero a descubrir que Dios es todo en todo».
El encuentro con el carisma nos hace descubrir qué significa pertenecer históricamente a la Iglesia y a Cristo. Hace comprender la importancia única del Bautismo que es el fundamento estable y seguro de la pertenencia. El Bautismo no es, por decirlo de alguna manera, un estado de ánimo: es el hecho de Cristo que se vincula a mí para siempre. Aunque yo me marche, haga lo que haga, nada puede cambiar la actitud de Cristo hacia mí: me puedo marchar de la Iglesia y el Bautismo no se pierde, es para siempre. Yo pertenezco para siempre. «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer: todos sois uno en Cristo Jesús. Si sois de Cristo, entonces sois descendencia de Abrahán, herederos según la promesa».
Nosotros formamos parte de la descendencia de Abrahán y comprendemos lo que significa ser hijos de Abrahán porque somos de Cristo. Lo que nos une no son unos buenos sentimientos. «Los demás - leemos en Affezione e dimora -, si están bautizados y han sido llamados a la misma vocación, pertenecen -ontológicamente- a tu raíz, son un trozo de tu raíz, [de tu yo]. Que existan [los que son llamados con nosotros] es necesario para definirte a ti mismo. ¡Que existan! Pero que te traten bien (que tú estés bien), o que te traten mal (que tú estés mal), que te comprendan o no: esto es secundario. No es igual pero es secundario como definición».
Nosotros no provocamos el acontecimiento que despierta continuamente nuestro yo. No nos lo damos nosotros; sólo podemos pedirlo, pedirlo permanentemente.
3 - La vida como vocación
Se nos ha dado esta conciencia. Hemos sido llamados a través de este carisma. Dios nos ha llamado, de una manera tan incidente y fascinante a través de este carisma: tenemos que responder. Para el que responde, la vida se convierte en vocación: comprende la vida como respuesta a esta llamada.
Si el yo es vocación, todos los momentos de la vida forman parte de ella. Por eso, es divino todo lo que se hace: la vocación nos permiten entrar en todo, descubrir que Dios es todo en todo.
Respondiendo a esta llamada, viviendo esta vocación, el yo se convierte en sujeto de la historia de Su presencia en el mundo. Dios es quien la construye, pero lo hace a través de tu frágil sí, de mi frágil sí. Será todo lo frágil que queráis, pero sin este sí, no sucede lo que el Señor quiere hacer con Su historia. Y, al mismo tiempo, perteneciendo a esta historia el yo madura, se hace más él mismo. Nuestro yo nace, renace, a través de la predilección de Dios, a través de su misericordia que no se detiene ante nuestro mal, ante nuestra incapacidad, que nos llama siempre. El pueblo, la pertenencia a este pueblo, se convierte en el instrumento para realizar la vocación del yo. «Todo se ha vuelto verdaderamente más religioso en mí».
Al pertenecer empezamos a cambiar de mentalidad. Porque la mentalidad nueva no es otra cosa que la pertenencia total, global, a lo que nos ha sucedido. «La cultura nueva, la mentalidad nueva es una visión del mundo - desde el yo hasta lo Eterno - que parte de un encuentro realizado, de un acontecimiento en el que se participa, de encontrarse con una Presencia, no de libros que se leen o de ideas que se oyen. Este encuentro tiene un valor genético, ya que representa el nacimiento de un sujeto nuevo que surge en un lugar determinado y en un momento de la historia, cuya nueva personalidad se alimenta y crece por dicho encuentro, con una concepción única e irreductible a cualquier otra, pues recibe de él un nous nuevo, un conocimiento diferente». Cuando esta Presencia se plasma en todas las relaciones, cuando vivimos con esta Presencia en la mirada, cuando sometemos a ella todas las relaciones, cuando todas son salvadas, juzgadas, valoradas y usadas a la luz de Su Presencia, se posee una cultura nueva. No hay que ir a la Universidad. Mirad lo que cuentan nuestros amigos de Nigeria: «Ha muerto nuestro amigo Fidelis. Ello ha supuesto un gran dolor, un misterio. Cuando fuimos al funeral en su pueblo, los nuestros nos dijeron que entre las familias materna y paterna se había producido un largo encuentro para aclarar la causa de esta muerte, ya que en su cultura, la muerte prematura no tiene razones y, por tanto, hay que identificar al culpable dentro de las familias y establecer un castigo. Pero Francis dijo también que precisamente aquí reside la diferencia entre la cultura de la que provienen y la que han encontrado con el movimiento: su cultura percibe el Misterio, pero como un enemigo; nosotros también percibimos el Misterio, pero en su verdadera naturaleza, como un amigo y esto explica mejor la realidad».
La mentalidad que nace de la pertenencia explica mejor la realidad. La nueva mentalidad no se adquiere, por tanto, por ir a la Universidad, sino por la posición que asumimos ante esta Presencia excepcional y decisiva para la vida. Por eso san Pablo dice: «Este es vuestro culto espiritual», vuestra cultura, el punto de vista nuevo desde el que mirar el mundo, la realidad entera. Cuando se tiene una mirada de niño hacia esta Presencia, basta que esta mirada, sea pequeña o madura, esté despojada de peros e movida por la pregunta que alimenta el corazón, para que penetre en las relaciones cercanas y lejanas con una luz que no es común a nadie, excepto a quien tiene la misma posición frente a Cristo, el Dios hecho hombre, el Verbo hecho carne. Y así uno empieza a querer a los demás, empieza a comprender el afecto y el trabajo, incluso la política, a la luz de ese encuentro. Es la mentalidad nueva que se aprende aquí.
Tenemos que sostenernos mutuamente en este camino, porque constituye para cada uno la posibilidad de ser verdaderamente un yo. De otro modo, las circunstancias nos vencen.