Marco BardazzI
Al capitán de los bomberos William F. Burke, Billy para los amigos, le gustaban Elvis Presley y Frank Sinatra, y era un apasionado de la Guerra Civil americana. Su padre era el comandante de los bomberos de Plainview, en Long Island. El capitán Burke había vivido siempre en ese acogedor pueblo a algunas decenas de kilómetros de Nueva York. Después de 20 años de honroso servicio, a sus 46, empezaba a pensar en retirarse para ejercer de socorrista en una playa cercana. Pero una espléndida mañana de sol de septiembre, sus chicos del equipo Engine 21 le vieron desaparecer bajo las Torres Gemelas.
Se podrían contar otras 300 historias como la del capitán Billy Burke, una por cada uno de los bomberos muertos el 11 de septiembre en el World Trade Center. Y se podrían contar otras 6.000 historias más, una por cada uno de los rostros que durante semanas me han sonreído desde los carteles de la desesperación colgados por todas partes en Nueva York.
Ante una tragedia tan desproporcionada, surge una tentación muy humana: la de tratar de reducirla a dimensiones aceptables, la de fragmentar la enormidad en muchos pedazos pequeños proporcionados a nuestros sentimientos. Frente a la monstruosidad de más de 6.000 muertos, la mente vacila como cuando trata de imaginar las dimensiones del universo. Y entonces se afana sin resultado en busca de algo aferrable, de un rostro conocido que ya no está, de un capitán Billy en el que concentrarse. Lo confieso: yo también he caído en la misma tentación a la hora de plasmar estos apuntes dispersos, embarullados en los muchos cuadernos gastados mientras trataba de contar, como periodista, el Ataque a América. Es el diario de una Nueva York herida. Son pequeñas cosas, pero quizá no se hayan visto en televisión.
¿Por qué no empezamos con el bombero Billy? El equipo que capitaneaba tiene su sede justo bajo la terraza de nuestro piso en Manhattan. Basta con asomarse por las ventanas de casa y allí está, 20 pisos más abajo. Ahora vemos el lugar rodeado de flores, velas, dibujos y muchos pequeños objetos religiosos que manos de todas las creencias y razas han dejado en recuerdo del capitán Burke. Hay también tres pequeñas velas puestas por mis hijas: una roja, una blanca y una azul («¡Mira, parece la bandera americana!»). Quién sabe cuántas mañanas, al pasar por el parque de bomberos para acompañar a las niñas al autobús del colegio, habré saludado apresuradamente al bombero Billy, apoyado en su flamante coche rojo.
Reliquias del horror
Impresionaba mucho ver aquel 11 de septiembre, al acercarse al World Trade Center, cómo una ingente cantidad de papeles invadía todo. Junto a toneladas de polvo, miles y miles de hojas cubrían completamente el distrito financiero de Manhattan. Contratos, faxes, páginas de Internet impresas por manos desconocidas de personas que quizá ya no existen... «Recorrido por las bellezas de la India», recitaba una página de Yahoo! que recogí en el puente de Brooklyn. Eran quizá las vacaciones soñadas por una secretaria habituada a trabajar allá arriba, en medio de las nubes. Una lluvia de folios que al comienzo de la mañana estaban colocados en orden sobre escritorios limpios, por todas partes, dentro de las torres de 400 metros de altura, había sido catapultada en medio de calles polvorientas que recordaban la erupción de un volcán.
De aquel martes de pesadilla, también han quedado grabadas las caras desorientadas de médicos y enfermeras en los puestos de socorro de los hospitales. Acampados con decenas de camillas en la entrada de los distintos hospitales, esperaban una oleada bíblica de heridos que nunca llegó. Así pasaron horas, en un silencio irreal, preguntándose cuándo llegarían las ambulancias con sus sirenas, llenas de cuerpos sobre los que producir los milagros aprendidos en años de universidad y de experiencia. Pero hubo poquísimos heridos. Su ausencia dejó una silenciosa angustia entre aquellos jóvenes médicos con camisas verdes que esperaban frente a los hospitales.
La matanza de los padres
El World Trade Center no era un lugar de súperejecutivos, que tienen sus oficinas en Midtown o en los exclusivos edificios de Wall Street. En las Torres Gemelas trabajaba un ejército de empleados y trabajadores de paso. Era el lugar de los padres que vivían en las afueras y los hombres y mujeres del sueño americano: treintañeros, con familias numerosas que les esperaban en casitas con jardín, acostumbrados a emplear una hora de tren para llegar a Manhattan o a compartir coche con amigos-colegas conocidos del colegio. Observando la relación de los muertos, uno se da cuenta de que el 11 de septiembre marcará para siempre a generaciones enteras de americanos. En Rockville Center, en Long Island, faltan 20 padres de familia. Hay una pequeña calle, Raymond Street, que parece la calle de un cementerio, con cuatro casas sacudidas por la tragedia. En Manhasset, al otro lado de Long Island, faltan 40. En Greenwich, en el vecino Connecticut, hay 28 muertos. Todos eran amigos, gente que trabajaba en las mismas oficinas y que los fines de semana se reunía para hacer barbacoas. El domingo después de la tragedia, durante la misa en la iglesia de Santa María de Middletown, en Nueva Jersey, el padre John Dobrosky leyó una lista con 70 desaparecidos: 26 eran parroquianos, los demás eran parientes o amigos. En Baskin Ridge, también en Nueva Jersey, la Segunda Guerra Mundial había matado a 12 personas en cinco años. Los aviones enviados por Osama Bin Laden, en una mañana en tiempo de paz (al menos aparente), habían logrado producir dos víctimas más. Ahora comunidades enteras se preguntan cómo ayudar o qué decir a los niños sin padre. Sólo la Cantor Fitgerald, una sociedad bursátil que ha visto desaparecer en el World Trade Center a 700 de sus 1.000 empelados, ha dejado 1.500 huérfanos en los alrededores de Nueva York.
Plaza de la memoria
La mañana del 12 de septiembre, atraídos por un misterioso reclamo, los jóvenes de Manhattan empezaron a afluir a Union Square, una gran plaza en el centro de la ciudad. Estudiantes de la Universidad de Nueva York, artistas del Village, publicistas y estudiantes, todos armados con pinceles, se arrodillaron sobre gigantescos tazebao pintados sobre la plaza y liberaron sus emociones. Unos escribían frases de paz, otros poesías, hasta hubo quien construyó unas Torres Gemelas de cartón. Aquella mañana Union Square era un monumento conmemorativo al aire libre nacido espontáneamente de la necesidad de felicidad de una generación que de forma imprevista se encontraba en guerra.
Después empezaron a llegar los profesionales. Llegaron a la plaza algunas tardes después. Todo estaba muy bonito. Había velas por todas partes, pósters, dibujos, extraños olores a incienso en el aire (quizá también algún porro...). Permanecían aún allí centenares de jóvenes cogidos de la mano o cantando alrededor de una guitarra. Todo era muy bonito, pero era algo ya visto, no espontáneo. Me vino a la mente una gélida noche de invierno del año pasado en Central Park: las mismas velas, los mismos rostros, las mismas canciones. En aquella ocasión todo se organizó para recordar los 20 años del asesinato de John Lennon, muerto precisamente frente a ese jardín. Muchas cabezas, en Union Square y en Central Park, estaban coronadas de blancos cabellos que desvelaban su edad. Con toda probabilidad, desde los tiempos de la guerra de Vietnam, son los mismos que dan vueltas con la misma guitarra, tocando las mismas canciones.
Todo muy bonito, sí, pero el corazón del hombre, especialmente ahora, frente a aquellas «nadas atiborradas de explosivos» llegadas de quién sabe dónde, tiene necesidad de algo más. El manifiesto América, repartido entre los jóvenes de Union Square, era una propuesta mucho más convincente.
Controles
La reapertura de la Bolsa fue la reacción más importante y urgente que Nueva York podía dar al mundo. Pero esta vez, los que pensaban que se podía volver al business as usual sin demasiados impedimentos sentimentales, han tenido que cambiar de opinión. El lunes de la reapertura caminé hacia Wall Street junto a los empleados y a los operadores de Bolsa. Su ilusión por volver a vivir algo parecido a la normalidad se desvaneció en cuanto salieron del metro. A punto de cumplirse una semana del ataque el aire todavía secaba la garganta y quemaba los ojos. Para llegar hasta las oficinas había que recorrer largos tramos delimitados por barreras de la policía. Todos en fila, en un silencio irreal, con los soldados de la Guardia Nacional con ropa de camuflaje supervisando las calles. De vez en cuando, desde una calle lateral, aparecía a pocas decenas de metros, la vista impresionante del esqueleto humeante de una de las torres. Algunas personas rompían a llorar, otras sacaban fotos. Pero nadie hablaba. Cada 50 metros había que superar un control de documentación y un registro de los bolsos y carteras. El corazón financiero del planeta había quedado transformado en la Beirut de los años ochenta. Los dirigentes de la new economy, convertidos en millonarios en pocos días en 1999, habían perdido ya su arrogancia con la crisis del 2000. Pero el 11 de septiembre de 2001 han cambiado para siempre.
God bless America
Siguiendo al alcalde-héroe Rudolph Giuliani, espléndido ejemplo de cómo con la sola presencia humana y sin retórica se puede ayudar a los hombres a sobreponerse, los neoyorquinos están de nuevo en pie. Pero tienen la necesidad de no sentirse solos nunca más. Hay en ellos una inquietud, desconocida en esta ciudad, que no se produjo quizá ni en la crisis del 29 ni en la Gran Depresión.
En la catedral de St. Patrick las velas de un dólar se han encendido una tras otra, sin descanso, agotando las existencias. Los vasos de cristal donde se ponen las velas, a los pies de las imágenes de los santos, se han roto debido al calor constante que han tenido que soportar.
Gente que no se hablaba desde hacía años se ha vuelto a poner en contacto. Los psiquiatras se están haciendo de oro. En Internet muchos desconocidos entablan amistades on line sólo para tener alguien con quien compartir las ansias de un mundo que de pronto parece desconocido. En Union Square y en Times Square se han dispuesto unidades móviles de radio y televisión en las que cualquiera puede pararse a contar sus propias anécdotas sobre el 11 de septiembre o dar rienda suelta a sus emociones. El sofisticado New York Times se ha transformado en un gran escenario abierto a lo humano: al diablo las tendencias y las modas snob. Desde hace semanas el periódico de la ciudad da espacio, sobre todo, a las angustias de millones de personas que, tras lo sucedido, se sienten acosados por una exigencia de significado a la que a menudo no encuentran respuesta.
Como sucede con todo lo misterioso, quizá el 11 de septiembre esté destinado a producir frutos positivos inesperados. Fui al Yankee Stadium la tarde en la que volvían a jugar los Yankees (quizá ha sido esta la señal de que todo estaba preparado para volver a empezar) y canté por enésima vez God bless America, ahora convertido en el verdadero himno nacional americano. En aquel estadio no había una masa informe, había un pueblo. Si alguien se lo hubiera enseñado, habrían podido cantar el Non nobis.
Es el pueblo que había construido las Torres Gemelas con un ímpetu semejante al de los constructores de catedrales hace mil años, y que ahora las reconstruirá todavía más hermosas. Me vienen a la mente las palabras de Giorgio Vittadini, pronunciadas desde la otra orilla del Océano: «Estoy completa y totalmente apasionado por los que construyeron las Torres Gemelas, porque las construyeron para la comunidad en que vivían. El punto de partida es la pasión hacia cualquiera que intente plasmar algo que sea noble y justo».