Ante el desasosiego causado por la zona zero, los comentarios han pasado de la reacción emotiva a la experiencia humana de juzgar lo que ha sucedido para recuperar la esperanza que permite recomenzar cada instante. Testimonios desde EEUU
MAURIZIO MANISCALCO
Cuando la tragedia del 11 de septiembre empezó a manifestarse en todo su dramatismo, hubo un dato que me ha impresionó sobremanera al mirar a mis conciudadanos neoyorquinos: el sentido de extravío y de dolor. En estos años he asistido desde aquí a sucesos que han golpeado a los ciudadanos americanos afincados en el extranjero, desde la USS Cole a los atentados en las embajadas en África. En esos casos, la reacción inmediata en la patria siempre ha sido una petición vigorosa de castigo para los presuntos culpables.
Esta vez todo ha sido diferente. Y es fácil comprender por qué. ¿Qué ha hecho la gente? Algunos se encerraron en sus casas con un ojo puesto en la televisión y las líneas telefónicas totalmente colapsadas. Otros se reunían para rezar en Nueva York, en Washington, en las ciudades de las que partieron los aviones, en aquellas a las que deberían haber llegado y en todo el resto de este gran país. Eso mismo hicieron nuestros amigos, unos en la parroquia, otros en casa. Algunos, como monseñor Ronald Marino, acudieron de inmediato a los lugares de la tragedia.
En los días sucesivos se multiplicaron los gestos. Cada uno ha participado en los oficios celebrados en sus respectivas parroquias. También nosotros mismos hemos propuesto algún momento en común, ofreciendo a la reflexión el editorial de Huellas, «América: 11 septiembre de 2001».
En Nueva York muchas comunidades parroquiales se han visto afectadas. Alguno de los policías y bomberos desaparecidos vivían en Staten Island y Brooklyn, los suburbios de Nueva York donde vivimos la mayoría. Por ejemplo: el viernes 14 nos reunimos en la parroquia de St. Stephen, Carroll Gradens, Brooklyn, invitados por don Sansone a cantar con nuestro coro. El párroco nos invitó a leer el editorial antes de la bendición para ofrecer a todos un punto de reflexión y de juicio.
El editorial ha sido el punto central de todas las discusiones. Y las discusiones han sido muchas, tanto en los momentos organizados como personalmente, con el colega de trabajo o el vecino de casa. Pero pasar de la onda emotiva del sentimiento al juicio no es nunca sencillo para nadie. Y aquí la onda emotiva es fuerte, muy fuerte. Aquel agujero en Downtown es una herida abierta y muy dolorosa. En verdad es preciso amar la verdad más que a nosotros mismos, más que lo que te viene de golpe a la mente, para que algo logre abrir brecha en el muro del dolor y dar significado al sentido de profunda injusticia.
Junto a quienes han acogido «América» como una bendición, ha habido quienes han puesto los ojos en blanco con incredulidad o han reaccionado con desdén: «¿Las torres gemelas símbolos del poder?», «¿Por qué criticar a Occidente a toda costa?», «¿El mal? ¡Yo nunca haría algo así!». La tentación de declarar en seguida a los buenos más buenos que nunca y a los malos los peores de siempre es fuerte.
«Tenemos que volver a encontrarnos a nosotros mismos». ¿Cómo? Aquí está por medio la afirmación de la verdad sobre todas las cosas. En las palabras y en nuestra vida cotidiana.
El domingo 30 de septiembre celebramos en Nueva York la jornada de inicio de curso: Toda la vida pide la eternidad. Hemos decidido hacerla en un parque para que sea más pública y abierta a todos. La jornada nos llama a descubrir el carácter positivo de la realidad, el reconocimiento y la afirmación de la presencia en medio de nosotros de nuestro Señor, Aquel que nos ha dado el gusto por la vida. Mientras se sigue trabajando en la zona cero, sentimos sobre nuestros hombros esta tarea.
He recibido muchos mensajes y llamadas de amigos de muchas partes del mundo. Todos se preocupan por lo que está sucediendo aquí, entre nosotros. Sienten como si les hubiera ocurrido a ellos, como si el ataque hubiera tenido lugar en París, Frankfurt o Dublín. ¿Por qué están todos tan impresionados? La razón es que somos humanos. Tenemos un corazón que busca la verdad, la libertad, la belleza y la justicia.
En un momento como este, todos nos preguntamos: ¿qué sucederá? Tratamos de encontrar alguna respuesta en la televisión: quiénes son los individuos o los estados sospechosos, cómo han conseguido hacerlo, qué ha sucedido exactamente. Pero tras un día entero mirando los telediarios, nos preguntamos como al inicio: ¿qué pasará? No queremos sólo una explicación. Queremos comprender el sentido de estos acontecimientos.
Nadie nos está proponiendo un significado para todo ello y nosotros no somos capaces de hallar un sentido por nosotros mismos. Sin embargo, seguimos buscándolo.
Y no sólo deseamos ardientemente encontrar un sentido, buscamos también justicia. Pero, ¿qué puede hacer la justicia? Si se hallara y castigara a los culpables, ¿eso devolvería la vida a alguno de los que murieron ayer?
Necesitamos dar un sentido a estos hechos, pero somos incapaces de encontrarlo.
Queremos justicia, pero no podemos obtenerla. El motivo es que hay algo en nosotros mismos que es infinito. Nuestro deseo de sentido y de justicia es infinito: no queremos justicia sólo hasta cierto punto ni nos sentimos satisfechos con una explicación de los hechos de carácter político. Sin embargo, nuestra capacidad de realizar nuestros deseos es finita. Y así nos descubrimos como híbridos: infinitos y finitos al mismo tiempo.
No obstante, a pesar de no poder hallar un sentido a las cosas ni de poder hacer justicia, seguimos buscando una cosa y otra.
Respecto a esto, podría hablaros como filósofo. Pero no quiero quedarme ahí; quiero traspasar este límite. Por eso os hablo como cristiano y no sólo como filósofo. El cristianismo proclama que Dios se ha hecho hombre para responder a nuestra necesidad de verdad, libertad y justicia, en otras palabras, para salvarnos. Él ha respondido a esta necesidad de modo diferente al que el pueblo de Israel tenía en mente en aquella época. Éste habría querido tener un rey que expulsara a los romanos. Pero Jesús no resolvió el problema del pueblo. Más bien, se puso a su lado en las dificultades. Y hoy continúa haciéndolo, en la comunidad cristiana, en la Iglesia.
Ayer comprendí por primera vez por qué esta salvación pasa a través del sufrimiento. Dios hubiera podido salvarnos sencillamente perdonando: no había necesidad de que muriera en la cruz. Dios es omnipotente, hubiera podido salvarnos sin fatigas. En cambio, ha preferido salvarnos a través del sufrimiento. Todas la personas que ayer murieron y han encontrado a Cristo - porque cuando mueres, ves a Jesús en persona - han sido acogidas por Él con estas palabras: «Yo sé lo que significa sufrir. ¡También yo he sufrido! Sé lo que significa morir siendo inocente. ¡Es lo que me sucedió también a mí!».
Si los deseos del hombre son infinitos, ello significa que cada persona, cada yoes infinito. Por tanto, cada persona tiene un valor infinito. Ninguna finalidad política podrá justificar jamás el asesinato de alguien con valor infinito. El cristianismo defiende el valor de cada persona, no sólo en los debates sobre bioética (la investigación acerca de las células estaminales, etc.), sino también en acontecimientos como los de ayer.
Todas las cosas que acabo de decir me han venido a la mente ayer y hoy, y he querido compartir estos pensamientos con vosotros para comunicaros mi esperanza. No estamos definidos por el mal. El mal no podrá nunca definir nuestra persona. Por eso estoy contento de que las clases de hoy no se hayan suspendido. Nosotros continuamos nuestro trabajo, seguimos viviendo. Pero, hagamos lo que hagamos, el modo en que leamos nuestros textos de filosofía o cualquier otra cosa, será diferente.
De la clase de Tobias Hoffmann, profesor de Filosofía en la Catholic University de Washington D.C. del 12 de septiembre 2001-10-09
La justicia humana no puede devolver la vida a los que hemos perdido, ni agotar el deseo más ardiente de quien haya perdido a un ser querido. Es por eso que el hombre no puede hacer justicia de verdad en semejantes tragedias. La única justicia verdadera consistiría en devolver la vida a los muertos. Sólo Cristo, autor de la vida, puede cambiar la muerte en vida. Sólo Cristo puede hacer justicia. Por eso la respuesta más humana al tormento de perder a alguien es rezar a Cristo. Me parece que ésta es la única postura razonable ante tales sufrimientos, porque es el único sendero que se abre a la necesidad presente de la persona.
La venganza produce una victoria temporal que en última instancia es destructiva en y por sí misma. La venganza parece querer decir que la muerte es el fin de todo. Confirma la creencia de que la muerte equivale al fin. Buscando venganza, nosotros, secreta o abiertamente, esperamos que al obtenerla se mitigue el dolor que llevamos en nuestro interior y nos dé la paz que nos falta. Pero la venganza no devuelve la vida a los muertos. Sólo la fe en Cristo que está presente puede dar la paz.
Sin duda, la rabia es una respuesta natural a una grave ofensa. Pero eso es distinto de decir que es una respuesta adecuada o humana a la injusticia y al dolor.
Doug Bond, abogado y responsable de la comunidad de Chicago
Desgraciadamente, nosotros hemos perdido a un queridísimo amigo de la familia y también mi hermano ha perdido a un amigo. Riro, ¿qué puedo decir? Los terroristas han cometido un acto perverso, es cierto. Pero, si somos consecuentes, veremos que es lo mismo que todos nosotros hacemos cotidianamente: ponernos como medida de todas las cosas - ¡idolatría¡ - y hacer violencia a los demás en los pensamientos, palabras y obras. Saludos a todos.
Rabino Michael Shevack, Nueva York
La otra tarde sucedió algo en nuestra casa y quería contároslo. Hace algunos meses, mi marido y yo habíamos comprado un piano. Por diversas razones habíamos optado por un piano digital súper-chic. Últimamente habíamos hablado de invitar a dos de nuestros fantásticos amigos pianistas (uno de los cuales es Chris Vath) para que nos enseñaran de lo que es capaz un instrumento tecnológico como éste en manos expertas. Después llegó la mañana del 11 de septiembre. Gracias a Dios, mis amigos y familiares más queridos se ha salvado (incluido uno que se encontraba en el piso 99 de la segunda torre, ¡un verdadero milagro!). Mi marido y yo mirábamos aquel espectáculo terrorífico desde las ventanas de nuestro apartamento, desde la misma ventana por la que mirábamos las torres todas las tardes en la cena, cada noche o acostados en la cama, cada mañana, al levantarnos. A menudo, en las tardes claras, podíamos ver las luces de las terrazas panorámicas y la vista de las torres solía ser la primera indicación de qué tiempo iba a hacer ese día. De hecho, yo estaba mirando por la ventana para ver qué tiempo hacía cuando vi el tremendo agujero que se acababa de abrir en la primera torre. Mientras mirábamos, una bola de fuego se formó en la segunda torre y el miedo se unió al horror cuando comprendimos que se trataba de un acto deliberado. Nuestros corazones quedaron literalmente destrozados cuando las torres se derrumbaron - con todas aquellas personas y los equipos de socorro que vimos llegar al lugar-. Era imposible seguir pensando que estaba sucediendo delante de nuestros ojos y en tiempo real fuera de nuestra ventana, a 15 o 20 manzanas de distancia. Después, cuando el fuego se consumió, multitud de personas cubiertas de polvo blanco comenzaron a esparcirse por las calles alrededor de nuestra casa, con los rostros atónitos e inexpresivos. En los días sucesivos, toda el área, incluida la Universidad, estuvo envuelta en un silencio antinatural, porque la gente y los coches no circulaban. De noche, las luces de los equipos de socorro iluminaban el humo que se elevaba desde el nivel cero, esa tumba carbonizada sobre la que antes se alzaban los edificios. Advertí, como muchos otros, que se había destruido algo más que los edificios y las vidas humanas. Para mí personalmente, el impacto sobre la ciudad, sobre la nación, las innumerables vidas perdidas y los supervivientes que luchan, se van recomponiendo en mis nervios destrozados y en la sensación de que mi casa, si bien no ha sido dañada, está marcada por la experiencia de aquella mañana, en cada una de sus habitaciones vive esta tragedia. Sé que muchos de mis amigos y colegas experimentan la misma sensación.
Y ahora la historia. Era necesario volver a encontrarnos a nosotros mismos (la razón se me hizo más clara durante nuestra discusión sobre el editorial la semana pasada). Pero, ¿cómo? Para mí la más alta forma de belleza y de verdad es la música. Por eso organizamos apresuradamente nuestra velada pianística, e invitamos a algunos amigos de CL, otros amigos músicos y algún colega de la Universidad. Para empezar la velada, leí la siguiente cita del editorial, comenzando con las palabras del Papa: «Aunque las fuerzas de las tinieblas parezcan prevalecer, el creyente sabe que el mal y la muerte no tienen la última palabra. Fortalecidos con la fe que siempre ha guiado a nuestros padres, nos dirigimos al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, salvación de su pueblo, y con confianza de hijos le imploramos que venga a socorrernos en estos días de luto y dolor inocente. Tenemos que volver a encontrarnos a nosotros mismos, es decir, a Aquel que nos ha dado a conocer el bien, el gusto por la vida y por nuestro yo como factor indispensable para el mundo, para comunicarlo no sólo a través del revoloteo de las luces, sino sobre todo por medio del testimonio de la entrega a la verdad. Es un camino largo y nada fácil, pero probablemente es el único».
Incluso para quienes se encontraban allí aquella tarde y no compartían nuestra fe, aquellas palabras estaban ligadas al significado de aquel espectáculo humeante aún visible desde las ventanas. La oscuridad que el mal había producido se había dispersado sensiblemente a través de la música y del testimonio vivo de la verdad. Cuando un colega ayer me decía refiriéndose a la velada que «había sido alimento para el alma», me sentí infinitamente agradecida por nuestro carisma que me permite comprender mejor este camino y a Quien nos ha dado a conocer el bien.
Jane Hubbard, PhD, profesora e investigadora del Departamento de Biología de la New York University
Amigos, estoy muy agradecido a don Giussani y a los responsables del movimiento por haberme enseñado en los días pasados a amar más que nunca a los Estados Unidos. Trabajando por comprender qué entiende él cuando dice: «en los Estados Unidos hay un nuevo inicio», me he dado cuenta de que en el origen de nuestro país está el deseo de un ideal verdadero: la libertad. Éste es un deseo humano y no ideológico. Hay dos cosas que don Giussani nos ha enseñado: primera, que todos los deseos humanos tienen su origen en el hecho de que pertenecemos a Dios y que los deseos mismos se realizan reconociéndole, amándole y adhiriéndonos a Él; segunda, que en un determinado momento todas las ideologías odian este Hecho, esta Presencia, porque no hay forma de oponerse a un Hecho. Les supera. Por esta razón yo le pido a don Giussani y a los que están cerca de él que me ayuden a expresar un juicio sobre las circunstancias. Estoy seguro de que cuanto más me deje educar por ellos, más amaré mi país.
John Steichen, representantes comercial de muebles y responsable de la comunidad de St. Cloud, Minnesota
La situación pide una respuesta. El corazón del hombre grita para obtener una, pero, ¿de qué tipo y cómo? El paradigma de la guerra parece especialmente inoportuno e inadecuado bajo cualquier aspecto, pero forma parte de la historia de nuestra nación y de la historia de la humanidad en todo el mundo. Personalmente, creo que no es tiempo de discursos, sino de oraciones. Sé que habrá una reacción y tengo miedo de cómo podrá responder nuestro Gobierno ( y otros Gobiernos aliados o que apoyan al nuestro). Es un gran Misterio. Y delante del Misterio somos como pobres mendigos. Pedimos la misericordia. Señor, hazme un instrumento de tu paz.
Rob Jones, director de la catequesis de adultos de la diócesis de Raleigh, Carolina del Norte
Queridos amigos: Una vez más me encuentro en medio de la desesperación humana y estoy tratando de llevar el consuelo de Cristo, que es una brizna de luz dentro de esta experiencia oscura.
Mi papel de capellán del Departamento de Estado americano me ha obligado a responder oficialmente a lo sucedido, pero mi experiencia personal del acto de amistad salvífico de Cristo me hubiera llevado allí en cualquier caso. El dolor de las familias que aún esperan recibir noticias de los familiares que trabajaban allí, unido a la aflicción de quienes saben que han perdido a sus seres queridos, pide que cada uno rece para que su fe sea su consuelo.
Centenares de bomberos y policías, agentes del Gobierno y otros funcionarios, han muerto porque su instinto humano de solidaridad les indujo a responder sin temor a las consecuencias. El heroísmo abunda aquí, en una ciudad que para muchos ha perdido su alma.¡No es cierto!
En el corazón de tantos neoyorquinos late el alma de Cristo. Pueden no ser todos practicantes, pero Le aman lo suficiente para ofrecer su vida por otro. Ningún hombre tiene un amor más grande que éste... Rezad por ellos y por sus familias.
Como director responsable de la inmigración he hablado también con grupos de musulmanes - árabes, indios, pakistaníes, etc. - que temen una reacción violenta contra ellos. Han acudido a mí porque, como ha dicho uno de ellos, saben que están seguros en la Iglesia Católica. Aseguraos de que no habite en vuestro corazón una rabia así o un grito de venganza, para que ellos se sientan seguros en la Iglesia Católica.
En fin, rezad por mí y por los incontables sacerdotes que están trabajando en los hospitales, tanatorios, cuarteles de los bomberos, comisarías de policía, etc., tratando de llevar consuelo. Nosotros llevamos la cruz de Cristo, pero ha sido decidido que viéramos el sepulcro vacío.
Gracias y que Dios os bendiga.
Monseñor Ronald Marino