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Mi “encuentro” con Cristo
Una educación moderna, intelectual, revolucionaria, que desembocó en una vida propia del Dr. Jekill y Mr. Hyde. El encuentro con grandes poetas de todo el mundo y, finalmente, el descubrimiento de la fe. Esta es la historia de un poeta y de su regreso a la Iglesia


a cargo de Vando Valentini


Bruno Tolentino nace en Brasil en 1949, dentro de una rica y tradicional familia de Río de Janeiro. Desde su infancia convive con poetas y escritores de los ambientes intelectuales cariocas, muchos de los cuales visitan frecuentemente su casa. Desde su más tierna edad cultiva la lengua y la cultura francesa e inglesa, como era costumbre en las casas aristocráticas brasileñas de la época. En 1964, a raíz del golpe de estado militar, deja Brasil y viaja a Europa. Vive en Italia dos años, siendo huésped de Ungaretti; después, en Bélgica y en Inglaterra. Elizabeth Bishop le presenta a Wystan Hugh Auden, quién le ofrece un pues-to de profesor en la universidad de Oxford, donde permanecerá quince años. En 1987 es condenado por tráfico de drogas, y pasa 22 meses en prisión. Regresa a Brasil en 1993 y en 1995 gana el premio “Jabuti” con el libro As horas de Katarina. En 1998 se traslada a Sao Paulo donde dirige la revista de cultura Bravo hasta 2000.

Usted nació en Río de Janeiro en el seno de una familia religiosa, pero en su juventud abandonó la Iglesia católica. ¿Cómo ha vivido su relación con Dios y el hecho de ser poeta?
Cuando apenas tenía veintitrés años me dijeron que era un buen poeta, pero esto no es algo que pueda considerarse mérito mío. Más bien era la consecuencia de mi educación, de los lugares que frecuentaba; y sin duda en este proceso formativo tiene que ver la gracia del Espíritu Santo. A los veinte años gané el premio Revelaçao con el libro Anulaçao y Outros Reparos (Anulación y otras observaciones); he escrito otros dos libros en Francia: Le Vrai Le Vain (Lo verdadero lo vano) y Au Colloque des Monstres (En el coloquio de los monstruos). Con la conversión mi poesía ha madurado hasta llegar a ser infinitamente más importante. Entre los 17 y los 39 años viví a mi manera; desde los cuarenta he iniciado mi camino de retorno a la Iglesia. El Espíritu Santo siempre ha colaborado conmigo, pero sólo en ese momento comencé a colaborar con Él.
Usted dice, si he comprendido bien, que en la conversión lo que ya existía antes se hace todavía más verdadero...
Mi conversión ha sido un proceso que ha pasado incluso a través de la prisión. Lo explico a través de algunos síntomas.

A partir de mi conversión he comprendido que ya no podía vivir una doble vida, la vida del “médico” y del “monstruo” (Dr. Jekill y Mr. Hyde; ndr); antes de convertirme hacía un poco de todo: tráfico de influencias, de drogas, estuve en el Líbano inmiscuyéndome en la guerra y otras cosas de ese tipo. Un día una muchacha libanesa me dijo: “Debes tener honor en tu modo de vivir”; es decir: me faltaba integridad. Lo comprendí verdaderamente cuando un antiguo alumno mío de Essex fue nombrado maestro de novicios de los monjes benedictinos; me lo encontré en una ceremonia y fue él quién me habló por primera vez de integridad.
Mi educación había sido típicamente francesa: educación en la astucia, en la originalidad, una educación antitradicional, revolucionaria, según la cual no existen virtudes morales y todas las cosas son instrumentales, medios para alcanzar determinados fines.

He necesitado siete años para alejarme de este pensamiento “moderno”. Así he comprendido por qué mis grandes maestros de poesía han sido Manuel Bandeira en Brasil, Ungaretti en Italia, Saint Jhon Perse en Francia y W. H. Auden en Inglaterra: eran todos católicos. He necesitado siete años para comprender que mi problema no era religioso, no era una cuestión de fe, en el sentido de creer en Dios, como dice Katarina en mi libro (Las horas de Katarina): «El hecho de creer no te hace mejor». El mío era un problema de moralidad, como dice Giussani: «Lo que te hace mejor es mirar una presencia». Delante de Cristo ya no puedes hacer embrollos, delante de una presencia no puedes ser ambiguo. Cuando la presencia es real te constriñe.
Así se me ha hecho más clara la noción de persona. Se puede ser persona delante de alguien, delante de Cristo.
En estos siete años he tenido que quitarme de la espalda esta segunda naturaleza que era mi educación laica. Para que esto sucediese, como he dicho, ha sido necesario llegar hasta a la prisión. Porque en prisión estaba privado hasta de los medios materiales para hacer enredos; la policía me vigilaba constantemente, ya no podía tener una doble vida. El cristianismo no es una teoría, ni siquiera la voz de Dios, es simplemente la presencia de Alguien real-sobrenatural que está siempre contigo, y delante del cual debes hacer todo lo que la vida te empuja a hacer.

¿Qué aspectos de su poesía cree que han madurado?
Con mi conversión no me he hecho mejor poeta. La exigencia de lo real estaba presente ya en mi juventud; decía: «lo real es esta constante corrección del comportamiento humano, lo real existe y está ahí porque la persona busca siempre un modo de convivencia, está ahí para que en la persona madure un respeto fundamental por lo real».

Cuarenta años después, en 2002, he conocido el pensamiento de Giussani sobre “la inexorable positividad de lo real”, y así he descubierto este punto de contacto con él. No lo había encontrado ni con Von Balthasar ni con Eric Vöegelin, ni con otros grandes pensadores que me han influido.
Otro aspecto más importante de mi encuentro con don Giussani tiene que ver con el papel del laico. De la derrota del pensamiento revolucionario en adelante el papel del laico (del profesor, el escritor, el periodista, el intelectual) es cada vez más importante para testimoniar a Cristo en este mundo laicizado. En Rusia se ha quemado la Biblia y hostigado a la Iglesia, pero todo pasó a través de Tolstoj y Dostoevskij.
Volviendo a su pregunta inicial sobre mi conversión: ha sucedido como en la parábola de la sal. Cristo es la sal. La sal no cambia el sabor de lo que se come, lo exalta; el pez se hace más pez, la carne más carne. Del mismo modo, el encuentro con Cristo no cambia lo que eres: te haces más tú mismo, es decir, te conviertes en lo que estabas destinado a ser. Como decía Píndaro: «Llega a ser lo que eres». Hay un nivel de la persona que solo Dios puede conocer. En esta perspectiva el acto poético es un anticipo de esta plenitud.

Estamos acostumbrados a oír hablar de crisis de la ideología. ¿A usted le parece que está verdaderamente en crisis?
No creo que la “dama idea” pase de moda y ni siquiera que desista. Lo que está en crisis es cierto modo de presentarse de la ideología, pero la “dama idea” no ceja en su empeño, porque su opuesto es la libertad. Si hay algo que no acepta la época moderna es la libertad. En este último periodo, en que el cristianismo está a la defensiva, incluso la libertad está en crisis, porque la libertad es la relación del hombre – continuo y creativo – con la realidad. El cristianismo es esa llamada a la relación responsable del hombre con el hombre Hijo de María, que nació cierto día, que vivía en cierta calle y que no se puede reducir a una idea. Donde no existe esta relación con el hecho humano fundamental – el Hijo que nació del seno de María –, la “dama idea” representa siempre su show en la escena del mundo y obtiene el éxito.
Basta con mirar a nuestra Universidad Católica. Para transformarla en lo que tenemos ante los ojos ha sido necesario antes que nada vaciar el cristianismo de su contenido, reduciéndolo a una óptima idea (la lucha por los pobres, la unión para resolver los problemas del pueblo, etc.); así la universidad se ha convertido en una institución. Para que esto haya podido suceder ha habido que eliminar todo lo que en el cristianismo tiene el perfume de pura humanidad: María y los Santos. Para que la “dama idea” pueda controlar el juego es necesario vaciar el cristianismo de su contenido real, relegarlo al reino del pensamiento, transformarlo en la milésima idea que la humanidad no ha puesto en práctica. Nada que ver con aquella inexorable positividad de lo real que se me impone y que se impone al otro.

Usted ha compartido el último año de vida con el padre Virgilio Resi y toda su enfermedad. ¿Qué suscita en Usted la experiencia del sufrimiento y del dolor?
La segunda parte de mi último libro O Mundo como Idèia (El mundo como idea) habla exactamente de esto: el sufrimiento y su función de transfiguración.
En el drama que hemos vivido con Virgilio es como si una vez más Cristo hubiese consagrado a su Iglesia. El movimiento dependía intensamente de él, un hombre brillante, con una gran humanidad. O su muerte se comprende como un martirio, como una unción excepcional de Dios que ha entregado a su propio Hijo, o no se entiende nada.

Los últimos meses del padre Virgilio fueron muy dolorosos. Me decía: «El otro día hablábamos de la inexorable positividad de lo real. ¿Y ahora? O todo esto es positivo o bien todo lo que nos hemos dicho y nos estamos diciendo es un discurso falso». En aquel momento no pensábamos que habría muerto en el plazo de dos meses. Ahora Virgilio está en la Gloria, con todo lo que ha sufrido... está claro que siento algo de nostalgia, pero nuestra llamada no es para ser como Virgilio; cada uno de nosotros es lo que es. Cada uno debe recorrer su propio camino, identificarse con él y ofrecer el propio sacrificio. Para mí el martirio es otro: es soportar a este pueblo, que no comprende aquello de lo que le hablo con mi poesía.