El atentado terrorista contra Estados Unidos constituye ante todo una sorpresa terrible. Los símbolos del poder mundial han sido derrumbados arrastrando tras de sí a miles de muertos. Como si el poder y la ostentación de la capacidad de construcción del hombre nada pudieran frente a otra capacidad humana, la de destruir y aniquilar el esfuerzo de la civilización. De este modo, los occidentales, distraídos y olvidados de su fragilidad, del mal y del pecado que llevan dentro, se han quedado atónitos ante la televisión, que muestra escenas de ciencia-ficción llevadas a cabo por la intención malvada de los otros. En efecto, todo lo humano corre un riesgo gravísimo que ninguna clase de escudo antimisiles puede eliminar. No tanto por cuestiones técnicas, sino por el veneno - los cristianos lo llaman pecado original -, por la envidia que el hombre lleva dentro contra el bien y contra sí mismo.
Es difícil luchar contra quienes no temen morir y llegan a convertir la muerte y la autodestrucción en una estrategia absurda para afirmarse a sí mismos. Normalmente se hace la guerra para lograr la paz. Pero, ¿cómo puede hacerse esto con quienes no tienen ya personalidad, con quienes, estando vivos, andan voluntariamente como muertos al haber quemado el sabor de la existencia y de la libertad en la alienación total a un designio ajeno? Estos, tanto si se entregan a su dios o, peor aún, a otros hombres, no existen, son una nada atiborrada de explosivos que aniquila todo lo que toca. Aquellos que lo celebran comparten su carga destructora, que antes o después se aplicará contra ellos mismos, o contra otros. ¿Cómo detener una degeneración que en la violencia, incluso en la que padece, ve la posibilidad de multiplicarse hasta el infinito?
La angustia y el dolor ante lo que ha sucedido no pueden aliviarse, y menos superarse, por la indiferencia que trata de reducirlo todo a la emoción de las imágenes, ni por la venganza que sólo puede camuflar esa angustia y ese dolor con el sabor amargo de una victoria provisional y devastadora. Es preciso buscar la justicia con todos los medios que el hombre tiene a su alcance, pero no con la presunción de los hombres, sino más bien conforme a la voluntad de Dios, de ese Dios que el Papa ha invocado, junto con todos los que se han arrodillado para orar: «Aunque las fuerzas de las tinieblas parezcan prevalecer, el creyente sabe que el mal y la muerte no tienen la última palabra. Fortalecidos con la fe que siempre ha guiado a nuestros padres, nos dirigimos al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, salvación de su pueblo, y con confianza de hijos le imploramos que venga a socorrernos en estos días de luto y dolor inocente».
Tenemos que volver a encontrarnos a nosotros mismos, es decir, a Aquel que nos ha dado a conocer el bien, el gusto por la vida y por nuestro yo como factor indispensable para el mundo, para comunicarlo no sólo a través del revoloteo de las luces, sino sobre todo por medio del testimonio de la entrega a la verdad. Es un camino largo y nada fácil, pero probablemente es el único.