Sierra Leona
Historia de Sia, heroína de guerra
Otra historia de Sierra Leona, el país africano atormentado por años de guerras. Una joven mujer y su búsqueda valerosa de la madre
Querido Savorana: Debo contarte la historia de Sía, porque, con sus diversas variantes, se va repitiendo en la vida de mi gente y llega a convertirse en un empeño no menos alucinante que el de los niños soldados. Es una historia verdadera, de un sufrimiento que persiste desde hace años. Un sufrimiento que no es singular, sino que comparten muchas jóvenes madres.
La primera vez que vi a Sía fue en 1998. Recuerdo el año porque se agitaba por entonces ante los ojos del mundo la bandera del presunto regreso de Sierra Leona a la democracia. Era cierto que el gobierno legítimo había vuelto al poder tras la expulsión de los rebeldes de la capital. Digo de la capital porque el resto del país seguía siendo víctima de abusos, torturas e injusticias perpetradas por criminales. Sía, con poco más de veinte años, fue enviada por su madre a buscar a su hermano, Sahr, al que no veía desde hacía cinco años. Venía de Cono, a cientos de kilómetros de Freetown. Debió de ser el instinto o algo que oyó lo que la condujo a Freetown, a llamar a la puerta de mi casa. Sahr estaba conmigo. Con trece años había entrado a formar parte de la guardia personal de un prominente teniente del RUF (Revolutionary United Front) procedente de Burkina Faso. Éste me entregó al muchacho no sé muy bien por qué. Tal vez para mantener un vínculo que pudiera serle útil a un extranjero de la lejana Burkina Faso, si las cosas se torcieran. Después de cinco años, Sía y Sahr se reencontraron con las efusiones de cariño propias de la situación. Sía no me pidió que su hermano se fuera con ella. Es más, temía por su integridad si se alejaba de Freetown. A su tierna edad Sahr ya había empuñado el Kalashnikov y no existen secretos en un país pequeño como Sierra Leona.
Sía me pidió sólo llevarse a su hermano consigo a la ciudad para hacerse una foto juntos con el pequeñuelo que llevaba en brazos. Una foto que asegurase a la madre que el pequeño Sahr, siempre pequeño para la madre que le había perdido con seis años, seguía vivo.
Ida y vuelta
Y Sía se fue. La ayudé con algo de dinero para el viaje de vuelta. Había gastado todo lo que tenía en su ciega andadura, siguiendo pistas inciertas en la busca de su hermano. Se marchó y pasó 1999, pasó 2000. Al principio del año 2001 regresó cargada de niños. Me contó su historia de esos dos años, su odisea más reciente. Los rebeldes habían atacado una vez más su región. La población se había dispersado. Sía, perdido el contacto con los suyos, había atravesado la frontera y se encontró en Guinea. Una enorme extensión de tiendas la esperaba. Se convirtió en refugiada en un campamento dispuesto por la comunidad internacional. Allí comenzó a recoger niños, formando una familia que crecía sin parar. La vida en el campo era cada vez más difícil, en parte por las incursiones de los rebeldes, en parte por la hostilidad de las poblaciones locales que comenzaban a soportar de mala la inestabilidad creada por tantos refugiados y, especialmente, por la nostalgia de volver a casa, siempre con la esperanza de poder reunirse con los suyos. Así pues, Sía lió de nuevo el petate y, aprovechando las facilidades ofrecidas a quienes querían regresar, volvió y me la encontré de nuevo en la puerta de mi casa.
Mientras tanto Sahr había crecido y, como tenía a otros Sahr conmigo, decidí irles instalando aquí o allá, lo más cerca posible de la escuela a la que acudían, también por ahorrarme los viajes. Había instalado a Sahr y a dos de sus amigos en una barraca de chapa bajo la protección de un vecino, en las cercanías de su colegio. Llegó Sía y se presentó la ocasión de reformar la familia, ocasión propicia también para Sahr, que estaba entrando en una edad un poco difícil.
Nueva familia
Construí otra barraca para Sía y Sahr y la familia que Sía traía consigo y, de seis que eran, bien pronto llegaron a diez y después a doce y mi admiración por esta joven mujer que apenas tenía más de veinticinco años, los diez últimos vividos siempre en guerra, que había perdido a su padre y a su marido, que esperaba siempre el milagro de poder encontrar al menos a su madre, mi admiración por esta heroína de la guerra se acrecentaba cada vez más. La veía siempre sonriente, pero un día, agobiada por la dureza de una semana sin dormir por atender a dos de sus pequeños que se encontraban enfermos, sola siempre día y noche, se apoyó en mi hombro y comenzó a llorar: «Si al menos encontrara a mi madre. Podría trabajar con mi mente en paz, confortada por su presencia. Sola ya no puedo más».
Había trazado un plan para encontrar a su madre: se acercaría a Cono y después a Guinea. Iría de campamento en campamento, llegaría hasta Conakry. Ya había hablado de acuerdo con una conocida que atendería a su familia y dormiría con los pequeños durante su ausencia. Se llevaría consigo sólo al más pequeño, que todavía la necesitaba demasiado.
«No - le dije -. Tú vas por un lado y quizá tu madre ande buscándote por otro. Ve poco a poco. Vuelve a casa, a Cono, difunde la noticia de que te encuentras en Freetown y regresa aquí. Espera durante un mes y después vuelves a partir hacia otro lugar en el que creas probable la presencia de tu madre y esparce también allí la noticia de tu paradero. Ve poco a poco porque tu pequeña familia necesita tu presencia». Y se fue.
Ahora me tocaba a mí esperar con ansiedad. Un buen día vería a Sía por tercera vez a la puerta. Deseaba verla con una hermosa sonrisa, ella, joven madre, heroína solitaria y silenciosa de la guerra, cargada de niños, ya nunca más sola, finalmente acompañada por su madre.
Un mes después
Había pasado un mes, tal vez más. Comenzaba a preocuparme porque si a Sía le hubiera ocurrido algo, si Sía no regresaba, la pequeña nidada que la había adoptado como madre habría de sufrir un nuevo trauma, después de tantos padecimientos que ya habían socavado sus breves existencias
Pero Sía regresó. La vi llegar con el paso lento y seguro de quien ha caminado mucho. Me saludó con un abrazo y una sonrisa, pero me di cuenta enseguida de que me ocultaba algo. «¡No! - me dijo no he encontrado a mi madre». El tono escondía un dolor que le costaba mostrar. «He encontrado a mi tío. ¿No te acuerdas de él? Estuvo contigo en la misión durante una semana. Había perdido una pierna y lo llevaste al hospital».
Recordaba, pero seguía perplejo ante la mirada inquieta de Sía. Sía me ocultaba algo y ella se dio cuenta de que estaba incómodo. Dudó durante un buen rato y exhaló un largo y angustiado suspiro: «Mi marido tiene otra mujer...». El secreto había salido a la luz, tras lo cual, con su hablar sencillo pero incisivo, dijo: «Y es grande. Mucho más grande que yo», como diciendo seré su sirvienta.
Con dificultad, desenrolló una carta que guardaba en su delantal y me la tendió. Era de su marido para mí. Una carta bien articulada, con buenos sentimiento hacia Sía. Pero a mi mente volvía de continuo aquel y es grande, aquella respuesta que el instinto de una mujer percibe como más verdadera que cualquier razonamiento o garantía.
Dejé pasar algunos días y le pregunté: «¿Qué piensas hacer?» Comprendió a qué me refería. «Si por mí fuera reharía mi vida. Pero están los niños. ¡Los niños! Regreso con él». La tragedia de las familias continúa.
Largo camino
Antes de regresar a Italia durante lo que debía ser un breve periodo de tiempo, quería ponerme al día para poder comunicarme con los benefactores de forma realista y con ese fin me acerqué a visitar al jefe de la Oficina de UNICEF.
«¿Qué plaga será la que reciba las ayudas más urgentes y cuantiosas en un futuro próximo?»
La respuesta no se hizo esperar: «El SIDA. Se han registrado ya 260.000 casos en una población de 4.500.000 habitantes. Faltarán profesores. Las familias se desharán. Las parejas inexpertas formadas por jóvenes tendrán dificultades para mantenerse. Huérfanos, marginados, un gran sufrimiento tras la larga agonía de la que acabamos de salir. Una vez más será preciso apoyar a la familia, pensar en la familia, educar a la familia que se hace cargo de los enfermos, no las instituciones».
Estamos emprendiendo un nuevo, largo y difícil camino.
Señor, ¿cuándo llegará la paz para tus atormentados hijos?
P. Bepi Berton